Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 100 Segundo vitral Cuando ingresamos en el ámbito sacro de un templo católico, casi como por instinto, hacemos una genuflexión (no siempre muy feliz), apuramos una “señal de la Cruz” y buscamos el Sagrario, en señal de adoración al Señor presente en su sacramento de la Eucaristía. En nuestro templo, siempre iluminado por un foco que hace brillar su bronce. Empero, no podemos negar que nuestra mirada también suele dirigirse al encuentro de la imagen del Crucificado. Desde hace unos pocos meses, a la hermosa talla de Buitrago (que pende bajo el baldaquino destinado otrora a la custodia para la exposición mayor del Santísimo), se ha sumado su figuración en un vitral. Dado que la Santa Misa es la renovación del sacrificio de la Cruz, y puesto que en toda celebración debe haber, lo más cerca del altar posible, un crucifijo, la vidriera que representa a Jesús crucificado se encuentra al pie del presbiterio, a la izquierda del altar. La primera impresión que produce suele ser dura: colores fríos, con predominancia del azul y del violeta, luz blanca en el centro de la imagen, la violenta intromisión del colorado, casi presta a caer sobre la cabeza del que lo contempla. Como una ventana abierta a la eternidad, formas y colores nos ponen ante el sacrificio del Calvario en toda su desgarradora realidad. Advirtamos cuál es el ángulo desde el cual contemplamos la escena; esto es, el ángulo en el que se ubicó el artista, haciendo otro tanto con el espectador. Contemplamos el desenlace de los hechos desde arriba, como si también nosotros estuviésemos colgados de una cruz, al costado y un poco por delante de la que ocupa Jesús. Desde allí, nuestra mirada desciende hasta la Mujer que está a los pies del Crucificado. La vemos erguida a pesar de su aflicción –y no podemos sino imaginar que es inmensa-, sus brazos tendidos hacia lo alto, en gesto sacerdotal. Podemos intuir que está rezando. Indudablemente no se deja abatir por tanto dolor, pues permanece de pie. Sabemos por la Fe que María Santísima se une al Padre eterno para ofrendar también Ella, a su Hijo, incluso sin entender del todo lo que está ocurriendo. Se une también a su Hijo, para inmolarse junto a Él al Padre, haciéndose corredentora nuestra. Permanece junto a la cruz para recibir ‘la Sangre de la Alianza nueva y eterna', por la cual somos engendrados los hijos de Dios, hombres de la nueva creación, transformados por la Gracia. Siguiendo el movimiento de los brazos de la Virgen, levantamos un poco los ojos y alcanzamos a distinguir las piernas ensangrentadas del Cristo. No su desnudez, no todo su cuerpo hecho una sola llaga ni su rostro desfigurado. Sólo sus pies clavados... Las antiguas palabras del profeta acuden a nuestra memoria: “No hay en él parecer, no hay hermosura para que le miremos, ni apariencia para que en él nos complazcamos. Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en cuenta...” (Is 52, 3 y ss). Nuestra sensibilidad no soporta el mirar de frente el rostro desfigurado de Jesús. Y, sin embargo, “ en sus llagas hemos sido curados..” (Is 53, 5). Él está allí, expuesto a la vista de todos, despojado hasta lo indecible, mostrándonos el peso de la Ley mosaica; peso que debería caer sobre nosotros, pecadores, y que Él quiso cargar sobre sí. Pues “ fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestro pecados. ” (Is 52, 5). Pende del madero como un maldito, pues dice la Escritura que “ Cristo nos redimió de la maldición de la Ley haciéndose por nosotros maldición, pues escrito está: ‘Maldito todo el que es colgado del madero', para que la bendición de Abraham se extendiese sobre las gentes en Jesucristo y por la fe recibamos la promesa del Espíritu” (Gal 3, 13-14; cf. Deut 21, 23). Jesús se ofrece en la Cruz. María, al pie de ella. Jesús y María, el Hombre nuevo y la nueva Eva, haciéndose uno por el amor, en el momento culminante del Calvario, en el instante supremo de la Santa Misa. Jesús se nos ofrece en Pan y Vino. María nos enseña a recibirlo en la Eucaristía. Jesús, carne de María, se hace Eucaristía, pan nuestro de cada día, para que todo el que lo coma se haga una sola carne con Él, testigo de su muerte y resurrección hasta que Él venga (cf. 1 Cor 11, 26-29). Así, cada Misa renueva –bien que de modo incruento- el Viernes Santo de la pasión y muerte del Señor. De allí que su nombre propio, venerable y antiguo, sea “el santo sacrificio de la Misa”. Y, en la Sagrada Comunión se nos entrega el Cristo resucitado, exaltado a la diestra del Padre, sólo después de haberse sometido hasta la muerte de cruz (Cf. Fil 2, 6-11). Volvamos los ojos hacia nosotros. “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, (que es) escándalo para los judíos, locura para los paganos” (1 Cor 1, 23). El mundo se rebela ante el mensaje de la cruz. El Cristo crucificado se le antoja odioso; el Evangelio, excesivo en sus exigencias, retrógrado, anticuado. Aunque así ha sido siempre, hoy más que nunca resulta actual la advertencia del apóstol: “vendrá tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes bien, por el prurito de oír, se amontonarán maestros conforme a sus pasiones y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas ” (2 Tim 4, 3-4). Y nosotros, ¿dónde estamos?. Quizás también estemos entre los que se escandalizan ante la Cruz. Tal vez encontramos atrasados los mandamientos de la Ley de Dios. O seleccionemos de entre ellos algunos que hay que observar para conservar cierto orden social (porque somos buenas personas y gente honesta, y sabemos que el asesinato es un crimen horrendo y que el robo también está mal). A caso engrosamos las filas de los consumidores de novedades doctrinales y litúrgicas, haciendo ya mucho tiempo que hemos echado al olvido los puntos centrales de nuestra fe: que Dios se hizo hombre en Cristo para que nosotros pudiésemos llegar a ser Dios por participación; que por el Bautismo hemos renacidos a la Vida nueva de la Gracia; que, alimentados con el Pan vivo, permanecemos incorporados a Cristo en su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. Y que, por lo mismo, también nosotros estamos –debemos estarlo- crucificados para el mundo. De modo tajante se lo dice Pablo a los gálatas: “ estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí . Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí . ” (Ga 2, 19-20) Esto es lo que ha querido el artista de nuestro vitral que comprendamos. Que, cuantos hemos sido bautizados en Cristo, nos hemos revestido de Cristo , y, siendo de Cristo, debemos crucificar con Él nuestros afectos desordenados, nuestras malas pasiones, nuestros vicios, de modo que el mundo esté crucificado para nosotros y nosotros para el mundo (Cf. Gal. 3, 27; 5, 24; 6, 14). De este modo, muertos con Cristo, resucitamos también con Él a la vida nueva e inmarcesible de los hijos de Dios, ya desde ahora. Y, “cuando se manifieste Cristo, nuestra vida, entonces también nos manifestaremos gloriosos con Él” (Cf. Col 3, 4). Examinemos, entonces, nuestro corazón. Preparemos la Pascua con una buena confesión y, sobre todo, con ‘ázimos' de conversión. Y quiera el Buen Dios, por la intercesión de Jesucristo, su Hijo nuestro Señor, y de María, su Madre bendita, admirable Madre, que, al término de nuestra vida, podamos decir con los santos: “ He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe ” (Ti 4, 7) . ¡Felices Pascuas!
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