Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 102
JUNIO, 2004

Vitral de la huÍda a Egipto

Nuevamente las puertas de nuestra parroquia se abren y nos reciben, invitándonos a concentrarnos en la meditación del Amor que Dios nos tiene. El mes que comenzamos está signado, en efecto, desde hace ya más de medio siglo, por la devoción al Corazón Sagrado del Señor, precisamente, la que destaca ese amor misericordioso y sin medida, con el que el Padre nos ama en su Hijo por el Espíritu Santo.

Fue S.S. Pío XII quién estableció definitivamente el culto del Sagrado Corazón, con su Encíclica Haurietis aquas de 1956. No faltaron entonces quienes pusieron objeciones a esta devoción, a la que consideraban “sentimentaloide y sensiblera”, “indigna de gente espiritual e inteligente”. Empero, el culto al Sagrado Corazón se afianzó y se extendió por todo el mundo, y no justamente en el estrecho límite de las gentes sencillas y sin instrucción, entre monjitas piadosas y frailes sin latines. Las representaciones de aquella revelación privada recibida por Santa Margarita María de Alacoque, se multiplicaron por doquier, llegando algunas a ser mundialmente famosas. Pensemos, si no, en el llamado “Cristo del Corcovad” , que desde la cima del cerro homónimo domina la bahía de Guanabara y es el emblema más difundido de Río de Janeiro. Es verdad que algunas imágenes que se venden en santerías sin arte, distan mucho de ser auténticamente viriles y católicas.

En nuestro templo existe, en cambio, una preciosa talla catalana del Sagrado Corazón, del s. XVIII, en madera policromada, que lo representa con los símbolos de su reyecía sobre el mundo: el bastón de mando y el globo terráqueo.

Pero, desde hace no mucho, también podemos contemplar el amor misericordioso de Dios por nosotros en otra imagen, no ya una talla sino un vitral. No se trata de una vidriera que represente al Corazón de Jesús, sino de aquella que nos coloca ante la Sagrada Familia. (Destaquemos, de paso, que, en El Clarín de hace unos pocos domingos, se destacaron nuestros vitrales como de los más bellos de Buenos Aires.)

La devoción al Sagrado Corazón puso de relieve -contra el peligro de un pseudoespiritualismo- el papel de la humanidad sacratísima de Jesús en la obra de nuestra elevación a la vida divina. Jesucristo es Dios, si, pero es verdaderamente hombre, con pensamientos de hombre, sentimientos de hombre, valentía de hombre, ternura de hombre.

Ese Jesús, “ me amó y se entregó a sí mismo por mí” -podemos proclamar cada uno de nosotros, apropiándonos de las palabras de Pablo (Ga 2, 20). Con su corazón de hombre me amó y me ama; con su querer humano y no sólo con el divino, hecho uno con nosotros, los hombres, nos mereció la gracia que nos recrea en Dios como hijos suyos. “ Por esta razón -dice el Catecismo (CCE 478) - el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación, ‘ es considerado como el principal indicador y símbolo ... del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres' .

Mas, como ya lo había visto claramente San Agustín , el amor intratrinitario y su difundirse hacia nosotros puede contemplarse también -si bien de modo analógico- en el amor que une al varón con su mujer y a ambos con sus hijos. El santo obispo de Hipona ve en la familia un icono natural del misterio de la Santísima Trinidad. A semejanza de Ésta, también la familia humana ha de ser una comunión de vida y de amor fecundo, de bien que se difunde y se comunica a otros.

Y si esto puede comprenderse reflexionando en la familia como tal, cuánto más si la que hacemos objeto de nuestra meditación es la Sagrada Familia.

El artista de nuestros vitrales nos la muestra en una escena atemporal. Sin embargo, podemos suponer que se trata de un descanso en la huida a Egipto, puesto que el amarillo intenso que nimba a las figuras nos sugiere ubicarlas en el desierto y en medio día, cuando el sol en su zenit muerde la arena y hace imposible todo viaje. La hora invita al descanso y algún oasis ofrece acogedor, la sombra fresca de sus escasos árboles. José, a quien se ha llamado “la sombra del Padre”, rodea y protege a María y al Pequeño, quienes se entregan a un plácido descanso, seguros del amor protector del varón. El Niño , mecido por su Madre, duerme serenamente, ajeno a los peligros que sobre Él se ciernen, perseguido como está por Herodes. “Como un niño en brazos de su madre, confíe Israel en el Señor!” cantaba hermosamente el Salmista (S 131, 2). La Virgen , firme en su Esperanza, que , sabe, no será defraudada , acuna a su bebe y se deja cuidar por su esposo, que es para ella la presencia física y palpable del Amor providente de Dios. Y para José son su mujer purísima y el pequeño a él confiado, el testimonio de ese mismo Amor insondable de Dios por los hombres.

Quizás como reminiscencia al poema del Génesis, el colorido árbol nos hace pensar en aquel llamado “de la vida” (Gn 2, 9; 3, 22), cuyo acceso está vedado al hombre en su estado natural y sólo queda expedito por los méritos del Corazón de Cristo, que es quien nos abre las puertas de la Casa del Padre, el verdadero paraíso.

En la contemplación del amor de José, María y Jesús podemos vislumbrar, pues, como en un espejo, el Amor increado y creador, el que nos hizo y nos llamó a vivir con Él en comunión. Al mismo tiempo, en la meditación de ese amor humano -informado y elevado por la caridad- podemos aprender a amar, también nosotros, a Dios y a nuestro prójimo, conforme al mandamiento del Señor. No de otra cosa nos habla el Corazón de Cristo, cuya devoción hemos querido vincular con nuestro nuevo vitral de la Sagrada Familia.

En ambos casos, la sugerencia es la misma: “El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él (1Jn 4, 8-9)”.

 

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