Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número:110
Marzo, 2005

CUARESMA

Primera Morada del Castillo interior

La Cuaresma nos sorprendió en plenas vacaciones. En otros tiempos, hubiéramos notado grandes cambios, al menos el Miércoles de Ceniza y, tras el "entierro del Carnaval", la ciudad hubiera modificado tono y ritmo. Fiestas, espectáculos, aún casamientos, hubieran sido impensables en la época de nuestros abuelos. Bien distintas son las cosas en los tiempos que corren.

Y pocos son, aún entre los católicos, los que se toman en serio el llamado a la penitencia y a la conversión que la Iglesia proclama al comienzo de la Cuaresma. Y , aun así, obligados como estamos a vivir nuestra fe casi a escondidas, vergonzantemente -en un Buenos Aires que ya casi se mofa mayoritariamente de la fe- escasas señales exteriores de esta disposición de ánimo aparecen en nuestras actitudes, en nuestro ritmo de vida.

Pero en fin. Recordemos que nos habíamos propuesto, en el boletín de comienzo de año, recorrer, comentándolas, las siete moradas mediante las cuales simbólicamente Santa Teresa nos da normas de cómo crecer en la vida espiritual.

Es común pensar que el pasado fue mejor. Si bien en algunos casos y cosas esto es verdad, lo cierto es que vivimos añorando bonanzas de otrora y se nos pasan de largo las gracias de ahora. Porque, hay que saber que el panorama que se presentaba ante Teresa de Jesús no era muy distinto al nuestro: malos tiempos. La herejía había calado hondo, la decadencia moral era alarmante, el clero y la vida religiosa necesitaban urgentemente de un ajuste de tuercas, los jefes católicos vivían enfrentados entre sí, mientras medraban y se afianzaban los enemigos de la Fe : el Islam no cejaba en sus intentos por conquistar Europa, la intelectualidad parecía alejarse de la sana doctrina para abrevar en corrientes heterodoxas, las artes pugnaban por resucitar ideales paganos, las modas se tornaban osadas, y por doquier se respiraba 'polución atmosférica' antes de tiempo. Ante tanto mal suelto, Teresa comprendió que lo único que ella podía hacer era disponerse firmemente para que la gracia de Dios la hiciera santa. No podía cambiar el mundo, ni restaurar las buenas costumbres, ni reformar el clero. Podía sí, intentar cada día ser fiel a la gracia que Dios da a manos llenas. Y para ello, lo primero era querer interesarse por las cosas de Dios, no quedarse fuera del castillo, 'en la ronda', sino tratar de ingresar en él. Y la puerta de ingreso a este castillo es intentar, de una buena vez, orar, rezar en serio. Para lo cual -dice la Santa - hay, antes que nada, que detestar el pecado, darse cuenta de lo horripilante que es un alma sin gracia y de lo estupendo de una vida santa.

Por eso, quien decide entrar en el castillo interior, rechaza firmemente el pecado. Se con-vierte a Dios (a esto nos invita, insistentemente, la Cuaresma ) y comienza a dejarse conducir por Él. Quien vive en pecado, privado de la gracia, el principio de las buenas obras, de los actos meritorios, bien puede hacer cualquier mal, por espantoso que parezca. No deberíamos sorprendernos -dice Teresa- al enterarnos que un pecador ha cometido tal o cual atrocidad. Lo que debería sorprendernos es que no los cometa -que no los cometamos- mayores.

Ingresando ya en la primera morada, decididos "firmemente (a) no pecar más " -como rezamos en el Pésame - y a tener " oración con consideración ". Pero allí comenzaremos a descubrir la fuerza de la tentación y el por qué esta vida nuestra es llamada " milicia " (cf. Job 7, 1), " buen combate " (cf. 2 Tm 4, 7): porque si queremos rezar y comenzar a crecer, mucho tenemos que luchar contra nuestra pereza, desidia, avaricia, ira, concupiscencia, envidia, mal genio, egoísmo, y tantas cosas más, para avanzar hacia el centro del castillo, al encuentro con el Señor. Como dice Teresa en esa primera morada todavía nuestra oración y nuestra vida esta como en un cuarto " copado por sabandijas y alimañas, cubierto de maleza, telas de araña y polvo, tapada completamente la fuente de luz que brilla en su interior".

La fuerza para pelear, para "compartir las fatigas como buen soldado de Cristo" (cf. 2 Tm 2, 3) la hemos de encontrar en Él, que está en nosotros incluso si vivimos en pecado -que "en Él vivimos, nos movemos y existimos ", cf. Hch 17, 28- (Moradas primeras cap. 2, 3).

Dejando entonces el pecado y entrando en la primera morada, ya algo de luz comienza a brillar ante nuestra inteligencia, si bien muy poca. Pero es suficiente como para que saquemos dos cosas en limpio: la primera, un horror del pecado y temor santo de ofender a Dios, y por ello, un suplicarle a diario que no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal . La segunda, " un espejo para la humildad, mirando cómo cosa buena que hagamos no viene su principio de nosotros, sino de esta fuente adonde está plantado este árbol de nuestras almas y de este sol que da calor a nuestras obras " y entender que " sin esta ayuda no podíamos nada " y no dejemos pasar día sin darle gracias (Moradas primeras cap. 2, 5).

" Importa mucho -nos advierte santa Teresa- a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no la arrincone ni apriete. Déjela andar por estas moradas..." (Moradas primeras cap. 2, 8), que en la oración nos dará el Señor conocimiento de nosotros mismos y de Sí, de nuestra poquedad y miseria, y de Su grandeza y misericordia.

¿Qué es pues la primera morada? Decidirnos de una vez a orar en serio, cotidianamente -a pesar de todas las dificultades que ciertamente tendremos-, y hacer el firme propósito de vivir plenamente de acuerdo a nuestra condición de cristianos, de hermanos del Señor.

Aprovechemos el tiempo de Cuaresma que aún nos resta y la Semana Santa que prácticamente cerrará el mes, para "acudir a menudo [...] a Su Majestad, tomar su bendita Madre por intercesora y a sus santos para que ellos peleen" por nosotros, que nuestras fuerzas son aún muy débiles como para defendernos solos y, "a la verdad, en todos estados es menester que nos venga de Dios. Su Majestad nos la dé por su misericordia. Amén" (Moradas primeras cap. 2, 12).

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