Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 13
MAYO, 1996

PENTECOSTÉS

El tiempo pascual se corona maravillosamente con Pentecostés. Porque Pentecostés no es un hecho que se añade a la Pascua o que simplemente viene después de ella como una acción diversa, distinta a la Resurrección o a la de la Ascensión. Resurrección , Ascensión y Pentecostés son tres aspectos diversos de un mismo acontecimiento: el paso de la humanidad de Jesús al ámbito señorial divino, y la simultánea efusión, de esa nueva vitalidad con que lo engendra el Padre, a todos aquellos que se adhieren a Él por la Fe.

"Espíritu", en el antiguo Testamento, es casi sinónimo de Vida, y el Espíritu Santo es la mismísima Vida de amor que espiran y respiran el Padre y el Hijo. Es ese vivir divino personalizado en el Espíritu Santo -su propio Espíritu- el que exhala Jesús en la cruz, lo sopla a los Apóstoles cuando se aparece a ellos estando cerradas las puertas, y se hace ardoroso fuego e impetuoso viento en el ánimo de los discípulos reunidos en torno a María en Pentecostés.

Ese Espíritu -es decir, la misma vida de Dios- es el que intenta hacerse nuestra propia vida mediante la gracia santificante recibida en el Bautismo y acrecida mediante nuestros actos meritorios con la ayuda de los sacramentos. Embrionaria, esa Vida se despliega en nuestra existencia cristiana a través de nuestros actos de fe, de esperanza y de Caridad. Se hará plenamente adulta cuando nosotros mismos hayamos vivido nuestra transformación pascual definitiva y, en el Cielo, junto con el Padre y el Hijo, el Espíritu se haga vendaval de amor en nuestros corazones transformados.

Que María, Nuestra Señora de Luján y nuestra Madre Admirable, nos acompañe siempre en esa expectante oración que enseñó a los Apóstoles en el cenáculo y que es la condición necesaria para que el Espíritu Santo actúe en nosotros.

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