Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 28
SEPTIEMBRE, 1997

Primavera. Los jÓvenes

En la Europa descreída de nuestro tiempo todos hemos quedado impresionados por el poder de convocatoria de nuestro Sumo Pontífice.

Juan Pablo II, en ese estrato de la población que es considerado siempre como el más contestatario, el más rebelde los jóvenes, ha logrado convocar a más de un millón de ellos, en París. Jóvenes que expresaron con entusiasmo su fe y su esperanza en la palabra de la Iglesia. La Jornada Mundial de los Jóvenes alcanzó así, al menos numéricamente, un éxito sin precedentes en aquel continente, por más que la prensa haya dado, proporcionalmente, escaso lugar a dicho evento.

Aunque siempre la Iglesia se ha preocupado por los jóvenes ya que casi toda su catequesis y labor formadora pasa sin cesar por la educación de la juventud en nuestros días su solicitud se hace más urgente y atenta.

Es notorio -al menos en nuestro Occidente otrora cristiano que la desestructuración de la familia deja cada vez más a los jóvenes librados a la orfandad. No solo por el terrible efecto psicológico de las separaciones y el abandono parcial o total que causan de los hijos, sino por esta sociedad que obliga a los padres a estar cada vez más tiempo trabajando fuera de sus casas para poder subsistir y, cuando les deja tiempo material para ocuparse de sus chicos, no les da para ello ni el tiempo ni el lugar psicológicos, en medio del cansancio, del ruido de la televisión y de la estrechez, a veces, de las viviendas.

Pero no solo la carencia de padres y de figuras paternas: tampoco ofrece la sociedad pautas de costumbres humanizadoras. Se ha destruido sistemáticamente la solidez que daba a las personalidades la ética cristiana. Se ha dejado a los jóvenes sin marcos de conducta, sin pautas, sin escalas de valores, sin legítimas represiones. La misma escuela tiende a la indisciplina. Falsas doctrinas pedagógicas que dicen querer respetar la creatividad y libre albedrío de los alumnos son, en realidad, incitaciones al desorden, al libertinaje, a la dejadez. Faltan motivos, es cierto, pero también faltan cauces normativos que ayuden a dirigir armónicamente las abundantes pero de por sí anárquicas fuerzas de los jóvenes. Mecido por los vaivenes de una falsa libertad, sin ser verdaderamente dueño de si mismo, el joven de nuestros días fácilmente cae en manos de las múltiples pequeñas o grandes tiranías de nuestros días: la moda, el líder del grupo, los medios, la música alienante, el vicio...

La sociedad actual tampoco ofrece, respecto de los fines y valores, paradigmas e incentivos valiosos. Solo figuras del deporte, del espectáculo, de la pasarela, en el mejor caso de los negocios, y tantísimas veces de conductas muy lejos de ser impecables tienen el lugar de modelos, de ejemplos, antes ocupado por los santos, los héroes, los próceres, los verdaderos artistas, los científicos...

En cuanto a los incentivos, los medios de comunicación, la propaganda, los directores de las modas, la sociedad del consumo, atraen a una desenfrenada búsqueda de placeres de supermercado, cuando no al erotismo puro o a la droga. Este mundo postmoderno ni siquiera les ofrece ideologías que, por más equivocadas fueran, de alguna manera ennoblecían a los que luchaban por ella despojados de intereses personales.

Si el ser humano fuera pura materia plástica, infinitamente manipulable, esto no causaría ningún problema. Pero se da el caso que el hombre no ha sido hecho de ese modo. En las honduras de todo ser humano -porque ha sido creado para ello hay hambre de grandeza, de heroísmo, de limpieza, de verdadero amor. Esto suele notarse más en los jóvenes porque todavía, a pesar de sus desordenes, conservan su natural menos trabajado por el ambiente, menos deformado por la sociedad.

Es por ello que son capaces de percibir la verdadera grandeza allí cuando esta aparece, aún cuando lo haga bajo la figura de un anciano de 77 años, con su brazo temblequeante.

El formar a la juventud, el ofrecerle verdaderos ideales, el ponerlos en contacto con Cristo, el enseñarles a vivir generosamente el amor cristiano, el ilustrar sus mentes y sus corazones, es tanto más urgente cuanto que los cambios a los cuales apunta el milenio que se avecina y que tendrán que enfrentar los jóvenes de hoy serán un verdadero reto para su afectividad, para su inteligencia y, sobre todo, para su libertad cristiana.

Las generaciones que hemos sufrido el desgaste de las ideologías, de los sistemas socialistas que han empobrecido a los pueblos, de la corrupción de los poderes públicos que nos han llevado al escepticismo, de cambios a los que no hemos podido adaptarnos, hemos de hacer el esfuerzo de mirar con esperanza el futuro a través de las generaciones jóvenes y ayudarlas a que, apoyadas en Cristo, no cometan los mismos errores que cometimos nosotros y puedan empujar a mejorar el mundo y hacerlo más humano y más cristiano, para que sirva no solo a los legítimos deseos de los hombres sino como medio para alcanzar la vida eterna. Esta esperanza es la que confiere, en la vejez, ese extraordinario dinamismo misionero a nuestro querido Papa, Juan Pablo II.

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