Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 35
MAYO, 1998

Mayo 1998

¡Ven, Espíritu Santo!

 Todos sabemos de nuestras faltas de coherencia entre lo que pensamos y lo que hacemos, entre lo que queremos y lo que sentimos, entre lo que de­bemos y lo que tenemos ganas...

Nuestro querer, nuestros afectos no siempre empujan en la dirección de nuestros propósitos. Se que tendría que hacer tal o tales cosas, hablar con aquella persona, emprender esta tarea, dar más tiempo a mis estudios, ser más esforzado en mi trabajo, dominarme mejor en determinadas ocasiones, leer más, rezar con más tesón y asiduidad y ... ¡nada!. Sabemos, si, pero nos vence la pereza, nos desvía la mirada lo fácil, nos arrastra la mediocridad, nos empujan las pasiones, nos detiene el egoísmo, y terminamos a años luz de aquello que hubiéramos querido hacer o emprender. Peor aún: nunca logramos ser lo que hubiéramos querido.

Todo ello, además de dejarnos un sabor amargo de fracaso en nuestros corazones, de hacernos per­der la autoestima, e, incluso, nuestras oportunidades laborales y económicas, deteriora nuestras rela­ciones con los demás, nuestra vida familiar, nuestro matrimonio y, sobre todo, nuestras relaciones con Dios.

¡Quién hubiera dicho, desde la frescura inicial de nuestras convicciones cristianas, que poco a poco ellas iban a ir cayendo en la chatura, a fuerza de ir dejando nuestra oración, quizá nuestra asistencia a Misa, nuestra lectura de textos religiosos, nuestras reflexiones profundas!

A veces el extrañamiento se instala en nuestras costumbres: ya no vamos más a la Iglesia, salvo ocasiones excepcionales. ¿Qué ha sucedido? No siempre ha sido por falta de fe -¡y aún ella tantas veces se pierde por carencia de entereza, de sólidas convicciones intelectuales, frutos de dejadez en nuestra formación!-, ha sido que la vida, el am­biente, los problemas cotidianos, las urgencias del estudio o del trabajo, el cansancio, a veces la frivolidad o la falta de correspondencia con nuestros primitivos principios cristianos, el mal ejemplo de los demás -en realidad, nuestra falta de personalidad-, nos han llevado a transigir con el ambiente, con lo que hace la mayoría, con lo que nos dictan los popes de la televisión, con las opiniones falsamente doctorales de gente que en realidad no sabe nada o está guiada por prejuicios. Y así todo ésto ha ido poco a poco alejándonos de la práctica de la vida cristiana, sin que nunca hayamos de hecho roto formalmente con ella por un acto de rebelión o apostasía. Simplemente hemos dejado, ¡NOS hemos dejado!

Y ¿porqué no decirlo?, también quizá algo que le reprochamos a Dios o, más superficialmente, que no nos ha gustado de nuestros hermanos católicos, a lo mejor de nuestros hermanos sacerdotes, alguna opinión de este o aquel obispo con la que no hemos estado de acuerdo... Todo ha servido para que nos alejáramos de la Iglesia. En el fondo no de Dios.

Este año preparatorio al gran jubileo del 2000 y dedicado por el Papa al Espíritu Santo, es propicio para que tratemos de volver acercarnos a Dios o a revitalizar nuestra relación con El y con su Iglesia. Necesitamos para ello decidirnos de una buena vez y vigorizar nuestra decisión. Para ello precisamos la fuerza del amor; y, justamente, la energía propia del amor es don del Espíritu. ¡Necesitamos Espíritu! El es capaz de unir nuestros afectos con nuestra mirada, nuestros pensamientos y nuestras acciones, nuestros quereres y nuestros sentires, nuestros deberes y nuestras ganas. El es capaz de darnos el empuje necesario para cumplir nuestros planes, ser fieles a nuestros propósitos, dominar nuestras inclinaciones desviadas, dar ímpetu a nuestras ganas de crecer, de ser mejores, de ser más. El es dador de la luz necesaria para discernir nuestros caminos, para mostrarnos a Jesús, para poder distinguir en la Iglesia lo substancial -donde nunca falla- de lo accesorio y cir­cunstancial -donde los hombres a veces fallan y pueden introducir su ignorancia o su malicia-. El es capaz de iluminar nuestras decisiones para que sepamos encontrar el camino que lleva a la felicidad verda­dera. El es capaz de limar adentro nuestro los rencores, las envidias, las mezquindades... El puede hacerme gozar intensamente de todas las cosas buenas que tengo, junto a los míos, y no vivir en la constante queja por lo que me falta. El es el que puede incluso hacer soportable las pe­nas, las soledades, las angustias, las dificultades...

Pidamos en este Pentecostés que se acerca, en este año dedicado al Espíritu Santo, que El se instale dentro nuestro para acercarnos otra vez a Cristo, de nuevo a la Iglesia; que nos una de otra manera a los que están cerca de nosotros, sin egoísmos, sin manipulaciones, en mutua ayuda...

¡Ven Espíritu Santo y danos fuerzas para vivir en el amor, en el optimismo, en la alegría, en la fortaleza, en la Esperanza!

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