Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 37
JULIO, 1998

JULIO 1998

  Vaya a saber porqué, once varones corriendo detrás de un globo inflado forrado de cuero y tratando de introducirlo en una red sostenida por tres varas, contra otros once que intentan hacer lo mismo del otro lado, -acciones por las cuales ganan fortunas, creando una maraña de negocios astronómicos a su alrededor- son, al mismo tiempo, capaces de sus­citar, en los espectadores, vehementes pasiones de masa e, incluso, paralizar en sus actividades cotidianas países enteros. ¿Será un fenómeno de transferencia simbólica colectiva? ¿Una catarsis popular de las frustraciones y agresividades grupales, a la manera que lo explicaba Aristóteles respecto de la tragedia griega? La interpretación final se la dejamos a psicólogos y sociólogos...

Lo que es claro es que, desde muy antiguo, al ser humano le gustó identificarse con su grupo, con su familia, con su casta, con los de su oficio... Aún hoy los miembros de una misma familia llevan con orgullo el común apellido; las distintas profesiones tienen sus solidaridades; los alumnos y exalumnos de un mismo colegio su puntillo de honra; los militares su camaradería; los distintos gremios y clubes sus adhesiones confesas. Todos crean entre sus miembros vínculos de legítimo orgullo, de solidaridad, de aprecio, de ayuda mutua... Esos lazos son expresados tantísimas veces con un distintivo común, un uniforme, una insignia, una bandera, al mismo tiempo que realizan actos, 'liturgias', que ayudan al ensamblaje de sus miembros: desfiles, banquetes, actos públicos, entrega de premios y medallas, discursos...

Mucho de eso -simbólico y, por ello, a este nivel, importante- habrá en el agitar de banderas del mundial de fútbol -aunque la envergadura real de la importancia que pueda tener que esos once hombre introduzcan el cuero inflado en el arco rival pueda estar en discusión-.

El mes de julio, con la celebración de nuestra fiesta nacional más querida -simpática aún por su coincidencia con las vacaciones invernales-, con­memoración de la solemne declaración tucumana de "investirnos del alto carácter de nación libre e independiente", es ocasión por demás propicia para recuperar nuestros símbolos patrios en lo que realmente significan más allá de sus implicaciones deportivas.

También, como católicos, los cristianos tenemos nuestras liturgias comunes y nuestros símbolos. Sin más, esa Misa dominical en que se fortalece nuestro sentido de pertenencia a la comunidad de discípulos de Cristo y se reafirma nuestra decisión de ser fieles a Jesús y solidarios entre nosotros. Gesto de apoyo mutuo y de adhesión a la fe común que no deberíamos jamás dejar de realizar un solo domingo.

Pero también hay gestos más humildes: un dis­tintivo o una cruz en la solapa, una medalla, la se­ñal de la cruz al pasar frente a una Iglesia, los clé­rigos su sotana o su clergymen, los religiosos sus hábitos... No son gestos de vana ostentación -aunque pueden serlo, es sabido que "el hábito no hace al monje"- son signos externos de afirmación de una identidad, de una confesión, de una fe. Pueden ser también ayuda -al recordarnos nuestra condición cristiana y proclamarla ante los demás- en los momentos de tentación y debilidad, para continuar actuando de acuerdo a nuestro honor cristiano. Un soldado no mancha su uniforme; un religioso con hábito ciertamente guardará mejor la compostura que se debe; alguien que lleva un signo religioso lo pensará dos veces antes de proceder con incorrección.

Uno de estos signos exteriores que la Iglesia ha fomentado para secundarnos en nuestra condición cristiana es el escapulario. Escapulario viene de 'scápulae', hombros, espalda, en latín. Originalmente es una especie de poncho, cubriendo el pecho y el dorso, colocado a modo de delantal sobre los hábitos de los monjes o sobre las armaduras de los guerreros, para proteger a esas prendas de los desgastes del trabajo o del combate. Con el tiempo, dichos escapularios se transformaron en distintivos de las órdenes o llevaron los colores del señor para quién se combatía.

El escapulario más famoso y venerable de la historia de la Iglesia es el que, según la tradición, la Santísima Virgen entregó a los carmelitas, orden cuyo origen legendario se remonta al mismí­simo profeta Elías. Los carmelitas, desde entonces, siempre pensaron que, al ponérselo, se vestían con el atuendo de la Virgen. Color pardo, porque uniforme no de gala y ostentación sino de trabajo y de combate, expresa la actitud de alerta y de entrega que ha de tener todo servidor de la madre del Señor.

Desde el siglo XIII dicho escapulario de la Virgen del Carmen, reducido simbólicamente a dos pequeños trozos de tela marrón unido por dos cor­dones, prolongando el privilegio mariano del Carmelo, pueden ser recibidos por cualquier cristiano. Recibirlo es inscribirse entre los fidelísimos de la santísima Virgen, ponerse conscientemente su uniforme de fajina y de trabajo, comprometerse con Ella, hacerse sus soldados y servidores. Ella sabe como retribuir maternalmente a los que son capaces de llevar sus colores y enarbolar su bandera.

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