Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 48
JULIO, 1999

JULIO 1999

  Desde muy antiguo las altas montañas fueron para el hombre lugares misteriosos, propicios para el encuentro del hombre con Dios. En la imaginería primitiva -donde el universo se dividía en tres niveles: el plano intermedio de lo natural y de lo humano; el inferior de los obscuro y de los seres malignos y el superior de lo celeste, lo luminoso y lo divino- era lógico que las altas montañas, que parecían escalar las alturas y a veces atravesaban las mismas nubes, parecieran ser un medio de conexión entre el mundo del hombre y el de los dioses. Así el monte Olimpo, la montaña más alta de Grecia se decía era la misma morada de la familia de Zeus. El Everest, la eminencia más alta del mundo -que hace unos días ha sido vuelta a vencer por un alpinista argentino- en el Himalaya, en la frontera entre el Nepal y el Tíbet, es sitio sagrado para ambos pueblos. Tal es así que aún en alturas menos elevadas las viejas religiones de la antigüedad acostum­braban a levantar sus templos, como para estar más cerca del "cielo". Y cuando por migrar a planicies no encontra­ban elevaciones, las construían, como los templos mayas y aztecas o los zigurates caldeos y asirios de Mesopotamia.

El mundo bíblico también usa de esta imaginería. El monte Hermón, por ejemplo, mencionado ya como santo en tablas hititas, dos mil años antes de Cristo. Baal el dios cananeo, enemigo de Israel, tenía un santuario en el Ta­bor. Y ¿no se revela Dios a su pueblo especialmente en los montes Horeb, en donde se presenta al profeta Elías, y en el Sinaí, donde Moisés recibe los mandamientos?

Cuando, según el Génesis, Dios, Yahvé, se aparece a Abraham a sus noventa y nueve años, le declara: " Yo, tu Dios, soy 'EL Shadday' (traducido: 'el Dios de las montañas')".

Dios no es el dios de las chaturas, no. No se lo podrá encontrar fácilmente en la bajeza, en la frivolidad, en el bullicio cotidiano, en la diversión, en los negocios, en los corazones pequeños y mezquinos... El hombre debe hacer un esfuerzo de salir d.e lo cotidiano, del llano, para encontrarse con Él. El mismo Jesús, narra el evangelio, se retira a la montaña para orar. Su gran sermón programático, "el sermón de la montaña", lo pronuncia, como Moisés, desde la altura. Se transfigura en el Tabor. Su última agonía la entrega al Padre en el monte de los Olivos...

No lo vamos a hallar a Dios mirando televisión, preocu­pándonos de qué cosas tenemos que comprar y cómo ha­remos para pagarlas, ni en las vanas charlas de sociedad, ni en las conversaciones de varones sobre mujeres -y viceversa-, ni en el mundillo de la política sin grandeza... Tenemos que crear adentro nuestro un ámbito de altura y de silencio, rescatar de nuestros días una parte de nuestro tiempo para retirarnos de lo bajo y elevar nuestro ánimo hacia Dios: "¡Levantemos los corazones!", exhorta el cele­brante de la Misa antes de empezar a introducirse en la altiplanicie del Canon para llevarnos a la cumbre de la consagración (¡la elevación!) y el pico de la comunión...

En el bajo se mueve la neblina, el smog, la contaminación ambiental. A medida que subimos el aire se va volviendo más puro, más diáfano. El smog y la contaminación del periodismo, de los intereses mezquinos, de las ideas irreflexivas y sin contenido, de las bajas pasiones, de las rencillas y envidias cotidianas, del mundo vano y ruidoso del espectáculo y el deporte -cada vez más negocio y menos deporte- solo pueden ser vencidos por el hombre o la mujer que sepan de vez en cuando ascender a las alturas puras y límpidas del encuentro con Dios y su Palabra. Es en el otero de la oración donde respirará el aire sano, transparente y luminoso del evangelio que llenará sus pulmones de oxígeno y le permitirá volver renovado al llano para seguir caminando y luchando con el corazón lleno de Jesús.

Una de las más importantes elevaciones del panorama palestino es el Carmelo, cadena de montes de una veintena de kilómetros, que caen finalmente a pico sobre el Mediterráneo, entre Galilea y Samaría, desde una elevación de quinientos cincuenta metros.

Era célebre en la Biblia, como imagen de belleza y prosperidad, dada su abundantísima vegetación influida por la humedad proveniente del mar. Desde antiguo habi­tada por el hombre -allí, en Mugaret es Tabun ('cueva del Horno') se han encontrado, hacia 1930, añejos restos del hombre de Neanderthal, el "hombre del Carmelo", de hace cuarenta y cinco mil años- ya en época bíblica se habla de monjes y profetas que viven en sus cuevas; entre ellos Elías. Estos, en el transcurso de las generaciones, van componiendo una vida monástica a la manera de sus con­nacionales de Qumram. Cuenta la tradición que, después de la Resurrección, casi todos estos monjes se convierten al cristianismo y, desde ese lugar, se expanden por toda Palestina, sufriendo las vicisitudes históricas de esas tie­rras: la invasión de los persas, luego la del Islam. Pero es recién en época cruzada, en 1201, cuando el obispo San Alberto de Jerusalén institucionaliza a estos monjes como Orden, redactando sus primeras reglas oficiales.

Lo que nos interesa a nosotros este mes de Julio es que el Carmelo -o el Carmen, como se dice apocopadamente donde tiene origen la Orden carmelita, está asociado con una especial devoción a la santísima Virgen María (I Reyes 18) prefigurada en la nube, que anuncia a Elías el fin de la sequía.

La devoción de la Virgen, Nuestra Señora del Carmen o del Carmelo, está unida pues en la piedad carmelita, al ascenso hacia Dios mediante el Hijo de María. Uno de los más grandes libros de la mística católica, escrito por un santo carmelita, San Juan de la Cruz, se llama precisamente " Subida al monte carmelo ".

La vida cristiana, que debería ser un continuo ascender hacia Dios, en imitación de Cristo, no puede pervivir sin oración, sin subida a la montaña, sin encuentro con Jesús en la paz y la serenidad de la oración cotidiana. Esa ora­ción donde todo se hace traslúcido; esa cumbre desde donde el ajetrear de los hombres en el llano y nuestras propias preocupaciones cotidianas se redimencionan y desdramatizan; esa mirada, unida a la del Dios Altísimo, el Dios de la montaña, que embargada también de Su amor, nos ha de llevar a ver y querer las personas y las cosas tal cual Dios mismo las ve y ama.

Sea nuestro propósito de Julio, progresar en la oración, subir a la montaña, al monte Carmelo, llevados de la mano firme de la santísima Virgen, nuestra Señora del Carmen, nuestra admirable Madre.

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