Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 52
NOVIEMBRE, 1999

NOVIEMBRE 1999

Kierkegaard, el gran pensador danés, tituló una de sus obras “La pureza del corazón”; subtitulada: “...es amar una sola cosa”.. A lo largo de densos capítulos, el autor va penetrando, en este libro, con la profundidad y agudeza que lo caracterizan, los misteriosos recovecos del corazón humano. Corazón impuro, marcado por la doblez, por la hipocresía, por el deseo desordenado de la propia excelencia. Sin embargo, Kierkegaard no se detiene en la consideración del hombre que vive en pecado, del que se muestra indiferente o remiso al bien, del que transita sus días en la inconsciencia, inmerso en sus pequeños o grandes vicios. Lo que atrae su atención es la ambivalencia de los buenos, de los hombres y mujeres de bien, -o que lo procuran con mayor o menor ahínco- y que constituyen el rostro visible de la Iglesia de Cristo. Se ocupa, pues, de nosotros: ni grandes pecadores ni especialmente santos.

Buenas personas, gente honesta que, sin embargo se quedan - ¡nos quedamos!- a mitad de camino, olvidando que de lo que se trata en el seguimiento de Cristo no es de ser simplemente “buenos”, virtuosos -en el sentido de las virtudes morales paganas, laicas- sino de ser perfectos , de ser santos , como el Padre Celestial.

La perfección absoluta del Padre Eterno se nos muestra en la epifanía de la Divinidad que es el Verbo Encarnado. Quien ve a Jesús, ve al Padre y, quien ve al Padre, puede vislumbrar qué significa “ser santos porque vuestro Dios es Santo” (Lev. 19, 2). Al mismo tiempo comprende su impotencia para alcanzar tal integridad, la cual exige de nosotros que resistamos “hasta el derramamiento de sangre” en nuestra lucha contra el pecado (Hbr 12, 4). No obstante, este descubrir la insignificancia de la humana naturaleza para asemejarse a Dios, en el que verdaderamente Lo busca, aparece indisolublemente unido a la certeza del auxilio de la Gracia, con la cual todo es posible.

Efectivamente, no puede el hombre con sus pobres fuerzas, adecuadas al limitado ámbito de su pequeño mundo, ascender hasta el Altísimo. Pero, no se trata de eso, de “hacernos” santos, sino de dejarnos hacer, de dejarnos transformar, de dejarnos plasmar nuevamente -a la manera del barro primigenio- por las Manos de Dios, para renacer hombres nuevos, a imagen del Hombre Celeste, que es Semejanza perfecta del Padre.

Para que esto sea posible es preciso que, ya desde ahora y aunque más no sea a modo de reflejo, veamos a Dios tal cual es y conozcamos su designio de amor y salvación para con nosotros. Quien no ve a Dios, quien no conoce al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, transcurre su existencia religiosa en relación con algún ídolo forjado por su fantasía. De un ídolo, por otra parte, al servicio de nuestros humanos intereses y no del auténtico Dios a quien debemos servir y, sirviendo, con El reinar. Seguramente procuraremos ser buenos, pero jamás nos abriremos a la obra transformadora del verdadero Dios, que quiere todo para Sí.

Cuál sea, entonces, la condición ' sine qua non' para ver a Dios, es una cuestión vital y una pregunta que el hombre se hace desde antiguo. “¿Quién puede subir al monte del Señor, quién puede entrar en su recinto sacro? ”, "¿ quién puede permanecer en pie ante el Santísimo ?", "¿ quién puede ver a Dios y seguir viviendo ?", son todas preguntas angustiadas del ser humano que recoge la sagrada Escritura. Mateo transcribe, en el Sermón de la Montaña, una frase que es la clave: “ Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios ” (5, 8). Ya el Salmista había iniciado una respuesta: "¿ Quién puede subir al monte del Señor ?": “ el de manos limpias y puro corazón ”; por eso, él mismo pedía a Dios “ crea en mí un corazón puro ” (Salmo 50). Y Salomón, al presentar su súplica al Señor, le pide “ dame un corazón que oiga ”, un corazón que entienda, un corazón que escuche al Verbo de Dios, que habla en lo íntimo del hombre. Pero ahora, en la plenitud de la Revelación, según las bienaventuranzas, un corazón puro es un corazón que ve , no solamente que escucha.

Y la condición de esta pureza es el amor, aquel que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”. La pureza del corazón es, pues, amar una sola cosa : “amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo - en Dios, que así se hacen uno- como a sí mismo ”

No se puede servir a dos señores, decía Jesús. Nuestro corazón, continuamente disperso en las cosas de este mundo y que reserva tantos lugares para lo que no es Dios, en este sentido no es puro y, por ello, se hace incapaz de ver a Dios y, desde Dios, ahora si, encarar todos sus problemas de este mundo y vivir sus legítimas alegrías. Es porque no logramos esta pureza de corazón la razón por la cual apenas somos buenos; pero no nos hacemos santos.

El Corazón Inmaculado de María, primicia y prototipo de la Iglesia, es por antonomasia este corazón puro que ve a Dios y que, precisamente por eso, se entrega dócilmente en sus Manos de Padre para que El haga en Ella según Su voluntad. El “hágase” (fíat mihi) de la Virgen -que no es la expresión de una voluntad resignada, sino de una gozosa y activa disposición a colaborar con la obra de Dios en Ella- renovado a lo largo de su vida terrena, alcanza su plenitud en la Gloria: Dios hace en María Su Voluntad y la introduce en el arcano del Amor Trinitario, permitiéndole ver a Dios tal cual es y vivir Su Vida.

Para que nos alimentemos de este misterio, la Iglesia prepara la solemnidad de la Inmaculada Concepción, de la Pureza sin sombra de la Madre Admirable, con un mes de oración. Mes propio también para sondear nuestro corazón, animándonos a mirar de frente los pliegos, recodos, impurezas y oscuros rincones donde se agazapa todo aquello que nos aparta de Dios y nos impide verlo.

 

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