Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 55
MARZO, 2000

Cuaresma - AÑO JUBILAR 2000

Hemos comenzado el último año del siglo XX con una invitación de la Iglesia a la conversión; un llamado, fuerte y maternal, a volver los ojos y el corazón al Señor, nuestro Dios, movidos no ya por el temor a un final terrorífico o a un juicio inmisericorde (lugar común de la predicación de tantas sectas, particularmente en estos tiempos), sino por el reconocimiento - vivido como una convicción personal, consciente y activa - de la Paternidad de Dios.

"Por ser Padre, Dios da y perdona " (Spicq). Da, no solamente cosas, ni siquiera meramente gracias -bienes de distinta índole-, sino que se da a Sí mismo en su Hijo, el Amado, Jesucristo. Perdona, no sólo aquello que cualquiera de nosotros perdonaría o justificaría, sino incluso aquello otro que nos parece imperdonable, respecto de lo cual muchas veces oímos decir: "Que Dios lo perdone, porque yo no puedo".

Este llamado a la conversión, a la vuelta a la Casa del Padre - "vuelta" que lo es sólo relativamente, en tanto por el pecado nos "alejamos" de Dios, porque, en realidad, siempre estamos en Dios, sumergidos en Él, aunque no queramos o pretendamos huir, pues "en Él vivimos, nos movemos y somos" - es el meollo del Jubileo que marca con un sello festivo, precisamente porque supone aquel retorno, al año 2000. La fiesta por antonomasia es expresión del "amor que se ale­gra" (S. Juan Crisóstomo): el Amor infinito de Dios por el hombre que se encuentra con el amor del hombre por Dios. Amor de Dios que es perdón y gracia, que se derrama en el corazón del hombre, seduciéndolo, "domesticándolo", acostumbrándolo a convivir con Él, a dialogar.

El Año Jubilar está marcado por esta insistencia: buscar el perdón de Dios, que es tanto como decir: acoger el Amor de Dios en nuestras vidas. A ello nos invita reflexionando con particular énfasis en la Encarnación Redentora, obra de la Trinidad Santísima. Misterio del amor del Padre que " por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación " no duda en entre­gar a su Hijo; misterio del amor del Verbo que, sin perder su Divinidad, asume nuestra humanidad; misterio del Amor que es el Espíritu Santo, que cubre con su sombra a la Virgen sin mancha y la fecunda. De este modo, el Verbo Encarnado, en Su cuerpo mortal, santísimo, en su naturaleza humana, padece por nuestros pecados y los de todo el mundo, Él, el único sin pecado.

Por este anonadamiento, Cristo merece para Sí mismo la glorificación. En el Credo confesamos que "subió a los Cielos ", esto es, que ha sido exaltado por encima de toda creatura, coronado de la Gloria de Dios, Su Humanidad unida indisolublemente a la Divinidad, en la Persona del Hijo. Pero, precisamente en cuanto Hombre, Cristo es también " Cabeza ", Principio de la Humanidad recreada o redimida, "Primogénito de toda criatura". En su condición de Cabeza o Principio, sus méritos llegan a todos los hombres, se comunican a todos aquellos que conforman su "Cuerpo Místico". Sin embargo, la aplicación de los méritos de Cristo es personal: a cada hombre en particular. Y esto no se da sin más. Sabiamente recordaba San Agustín a sus fieles: "Aquel que te creó sin ti, no te salvará sin ti". Nos creó sin que mediara ningún acto ni mérito de nuestra parte; nos redimió del mismo modo; pero, que esa redención nos alcance o no, exige algo de nuestra parte. El perdón de Dios no nos toca, en tanto personas distintas, sino en cuanto que nos disponemos para recibirlo. Dicho de otro modo, para recibir ese perdón, que Cristo nos alcanzó en su Pasión y Muerte redentoras, se requiere de parte nuestra una disposición especial: el arrepentimiento, y, mejor aún, lo que los antiguos llamaban la contritio cordis, un corazón quebrantado, quebrado, perdida esa dureza o caparazón que le forma el pecado, y así, abierto a la gracia y al perdón que se pide.

Estamos ya próximos al inicio de la Cuaresma, días de gracia y de perdón, tiempo propicio para aco­ger los méritos de la Redención. Tiempo en el cual, con especial énfasis, volvemos a escuchar aquel " Conviértete y cree en el Evangelio ", con el que se nos signa en la ceremonia de la Ceniza (1). Tiempo que es preparación precisamente para poder participar con fruto del Misterio grande de la Salvación, me­diante esa inmediatez y actualización que la Liturgia hace posibles. Tiempo en el que cobra singular fuerza la invitación central del Jubileo, puesto que, para que podamos "jubilar", esto es, exultar de alegría, estallar de júbilo, el Domingo de Pascua de Resurrección, es preciso que "pasemos" (eso es "Pascua"), también nosotros, de la muerte a la vida. De una vida de pe­cado o de tibieza, de vicio o de mediocridad, de lejanía de Dios o de indiferencia (vida que, de suyo, tiende inexorablemente a la muerte y que, por lo tanto, es simplemente un acercarse lento pero ininterrumpido del momento final) a una vida de Gracia, de amor, de libertad, que es la propia de los hijos de Dios. Este paso es la conversión.

Advirtamos, sin embargo, que la conversión no es tarea de unos días, ni tampoco un hacer de una etapa de la vida, o de un momento. De algún modo, es una suerte de hacer constante (hasta que Dios quiera), pues muy fácilmente nuestro débil corazón se desliza hacia " las cosas de este mundo que pasa" , apegándose a las criaturas en desmedro del amor " sobre todas las cosas " que le debemos a Dios. De allí que la Iglesia ponga prudentemente estos tiempos fuertes de trabajo ascético sobre nosotros mismos; de lucha (eso es "ascesis") contra nuestros afectos desordenados, nuestros apegos, nuestras miserias, nuestras mezquindades, nuestras claudicaciones. La Cuaresma es, precisamente, el tiempo fuerte de conversión por excelencia. Y el Año Jubilar se inscribe en esta línea aunque, porque pone la mira en el gozo que desborda del corazón reconciliado con Dios, se nos presente con un aire más festivo que aquella.

De ello es índice la insistencia con que, durante el Jubileo, la Iglesia nos invita a ganar indulgencias. Sa­bemos que todo pecado entraña una culpa y una pena; cuando el pecado es grave, la pena merecida es "eterna": el Infierno; cuando el pecado es venial, la pena es "temporal". De la primera se nos exime por una confesión bien hecha (lo cual implica arrepenti­miento y propósito de enmienda, entre otras cosas); pero, aún así, permanece el merecimiento de la pena temporal mientras no amemos, realmente, a Dios por sobre todas las cosas, es decir, mientras nuestro co­razón permanezca apegado a alguna cosa -por pe­queña que sea - que no sea Dios.

Las indulgencias son " la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la Redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos " (Pablo VI (2)). Si bien cualquier día del año, en cualquier año y en cualquier templo e, incluso, fuera de uno, todo cristiano que no esté en pecado grave puede ganar indulgencias, tanto plenarias como parciales (p.e.: rezando el Rosario ante el Santísimo, haciendo media hora de lectura espiritual con el Evangelio, etc.), durante el Año Jubilar resuena el tema de las indulgencia como en armónico con la llamada a la conversión, para re­cordarnos la necesidad que tenemos de purificarnos de todo lo que no es Dios, o que es contra la Voluntad de Dios o sin Él, condición indispensable para poder " ver a Dios " y venir a ser " semejantes a Él" , en lo cual está nuestra verdadera Vida y felicidad.

En pocas palabras, el Jubileo nos invita, al igual que la Cuaresma que comienza el Miércoles de Ce­niza, a la conversión; a una purificación radical de todo lo que nos aparta de Dios y opaca el ojo de nuestro espíritu, impidiéndonos verLo. Para ayudar­nos en este obrar, la Iglesia pone a nuestro alcance el sacramento de la Reconciliación, en el cual confesamos nuestros pecados para recibir el perdón de nues­tras culpas; pero, además, nos acerca la posibilidad de una purificación más profunda mediante las indul­gencias que, unidas a la oración, el ayuno y la li­mosna (las obras cuaresmales por excelencia), nos facilitan alcanzarla.

Encomendémonos a María Santísima, que Ella supo ser toda disponibilidad a la Gracia y al obrar de Dios en Ella. Este mes la contemplamos entrando de lleno en el plan salvífico de Dios, con singular deci­sión y gallardía, acogiendo la Palabra del Padre en su corazón y en su seno, convirtiéndose en el Arca de la Nueva Alianza, en el tálamo nupcial donde el Verbo se desposa con la Humanidad, para venir a ser "una sola carne" con ella (3). Que María, pues, nuestra Señora, la Madre Admirable, nos enseñe y ayude a decirle a Dios: " Hágase en mí según Tu palabra".

 

(1)- La Liturgia permite elegir entre esta exhortación o aquella otra, quizá más conocida: "Recuerda que eres polvo y al polvo volverás". No obstante, ambas persiguen lo mismo: movernos al arrepentimiento y a la búsqueda del perdón de Dios.

(2) - Const. Apostólica: Indulgentiarum doctrina, 1967.

(3). El 25 de marzo celebramos la Solemnidad de la Anunciación a María y la Encarnación del Verbo en Su seno.

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