Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 57
MAYO, 2000

TIEMPO DE PASCUA

"La multitud de los creyentes tenía un sólo corazón y un alma sola, y ninguno decía ser propia suya cosa alguna de las que poseía, sino que para ellos todo era común" (Hch 4, 32).

Con esta breve frase, Lucas nos presenta a la Iglesia primitiva, en la comunidad madre, la de Jeru­salén. Resuena en ella el eco del canto del Salmista: "¡ Ved qué paz y qué alegría convivir los hermanos unidos! Allí manda el Señor la bendición " (S 133?). Descripción asaz idealista que parece obedecer más a las buenas intenciones de apóstoles y discípulos que a la realidad; pues, poco después nos encontramos con el episodio de Ananías y su mujer, que fraudulentamente quisieron aparecer como generosos donantes (cf. 5, 1-11) y, unos versículos más, y nos enteramos de que los cristianos provenientes de la gentilidad ( los helenistas) murmuraban contra los hebreos convertidos a Cristo , quejándose de "que eran desatendidas sus viudas en el suministro cotidiano " (6, 1).

Así, desde sus albores, la Iglesia sin mancha ni arruga -como la nombra S. Pablo- alberga en su seno la abigarrada multitud de los creyentes , todos santos, por la gracia recibida en el Bautismo, todos pecadores, por la ineludible realidad de nuestra condición humana, frágil, inclinada al mal, débil.

Como aquellos, como los cristianos de todos los tiempos, como la inmensa mayoría, también nosotros somos murmuradores, envidiosos y sinuosos; aparentamos ser mejores de lo que en verdad somos, defraudamos con poses y gestos, enmascaramos nuestras miserias con una estulta dignidad, miramos de soslayo y con menosprecio a aquel que no es como uno , aunque nos llenemos la boca hablando de caridad -la cual, entre nosotros, ha quedado reducida a una mera beneficencia filantrópica-.

Durante la Cuaresma, y mucho más durante la Semana Santa, hemos rezado y públicamente pro­clamado que somos pecadores. " Perdón, oh Dios mío, perdón e indulgencia..." "Ten piedad de noso­tros, pecadores..." "Ruega por nosotros, pecado­res..." "Perdona nuestras ofensas" (nuestras deudas, como bellamente decía la traducción que aprendimos en nuestra infancia, lo cual daba clara idea de que debemos restituir, reparar, devolver algo por lo que hicimos mal).

Asistimos a Misa y nos deseamos "la paz", con profusión de gestos, palmadas y besos; nos decimos "Felices Pascuas" ( o "Feliz Navidad" que, para el caso, es lo mismo) luciendo una sonrisa, y cantamos que somos hermanos, " todos unidos formando un mismo pueblo" , todos apóstoles, todos testigos del Resucitado...

No obstante, a pesar de todo esto, nuestra vida poco y nada se diferencia de aquella de un pagano, de un agnóstico, de un ateo. ¿Que somos honestos?: también ellos pueden serlo y, muchos, de hecho lo son. ¿Que somos trabajadores?: también ellos. ¿Que nosotros cumplimos con nuestros deberes religiosos y ellos no? Sí, es posible; pero, ¿qué deberes? ¿asistir a Misa, rezar de vez en cuando o rezar todos los días, confesarse regularmente, comulgar, no comer carne los viernes, contribuir al sostenimiento del culto y no blasfemar? ¿No habrá porciones de más­cara, de disfraz, de apariencia, de 'misse - en - sce­ne', en todo esto? ¿Cuánto habrá en ello de mero tranquilizante de nuestras conciencias?

Con Cristo hemos sido sepultados en el bautismo " para que como fue Cristo resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en novedad de vida " (Rom 6, 4). Si esto es así, vivir la Pascua significa necesaria­mente haber muerto y resucitado; muerto a nuestros egoísmos, envidias y complejos, a nuestros deseos mezquinos, a nuestras miras inmediatas, al menos­precio del otro, a rencillas y murmuraciones; en una palabra " al hombre viejo, que se corrompe ", para renovarnos en el espíritu de nuestra mente (eso era metánoi, conversión) y revestirnos del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y santidad de la verdad" (Ef 4, 22-24).

Busquemos qué de todo esto ha cambiado en nosotros, dando cabida a la vida nueva que nos trae Cristo resucitado. Y, si no notamos cambio, pidámoslo -¡interceda la santísima Virgen María, nuestra Admirable Madre!- y procuremos empeñarnos en ello durante los cuarenta días que nos separan de la Ascensión del Señor. Sólo así podremos, también nosotros, ascender con Jesús al Padre.

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