Escritos parroquiales Pbro. Gustavo E. PODESTÁ |
Número: 72 SEPTIEMBREEn Septiembre , la Iglesia nos regala con tres fiestas de María Santísima. En dos de ellas, nos la presenta en momentos puntuales de su vida terrena, en la tercera, bajo una advocación que nos habla principalmente de su misión desde los Cielos. Sin embargo, las tres son unificadas por un mismo leiv-motiv que parece oírse como música de fondo: la Misericordia del Dios tres veces Santo, que todo lo provee para el bien de los que ama . En ese Eterno presente que es Dios, todos estos momentos, que son sucesivos y pasados sólo en el tiempo de los hombres, se hacen actuales y presentes para nosotros en la Liturgia.
El 8 nos alegramos, gracias a ese misterio insondable que es la comunión de los santos, con Joaquín y Ana (nombres con que, desde antiguo, se ha reverenciado a los padres de la Virgen), por el nacimiento de su pequeña. Algunos relatos apócrifos narran este acontecimiento revistiéndolo de signos portentosos; empero, sabemos que Dios gusta obrar sus maravillas en un marco de sencillez. Ningún signo exterior, ninguna muestra de grandeza o poder especiales, ninguna particularidad en la beba que Ana traía al mundo, podía preanunciar la gracia singularísima con que el Señor la había adornado. Sin embargo, veía la luz aquella que, un día, daría al mundo la Luz imperecedera; nacía para nosotros la Llena de Gracia, por quien nos sería dado pocos años después, el mismo Autor de la Gracia; hacía su aparición en el mundo la verdadera Eva, la Madre de la Vida, la Mujer hecha a imagen y semejanza de Dios, de quien recibiríamos la Vida que no perece. Mas, esa Vida perdurable a la que estamos llamados no nos es dada sin alguna colaboración de nuestra parte; y no porque, obrando de tal o cual modo la merezcamos o vengamos a ser “acreedores” de Dios, sino porque Aquel que nos creó libres, nos ha hecho para el amor, para la respuesta personal y voluntaria. Esa respuesta nos compromete a vivir como discípulos de Su Hijo, en quien somos nosotros hijos por adopción , a fin de que un día lleguemos a ser semejantes a Él, cuando lo veamos tal cual es. Vivir como discípulos de Cristo, como hermanos suyos e hijos del Padre Bueno, implica procurar ser santos como Dios es santo . Nada más difícil, nada más imposible para nuestra humana naturaleza, inclinada al pecado, a la molicie, al desorden... Mas, no es a nuestras fuerzas a las que se les exige la santidad; de nosotros, Dios pide sólo la debilidad, que es en ella donde se pone de manifiesto Su poder . Quiere nuestra pequeñez, nuestra nada pecadora, nuestra enfermedad, reconocida y aceptada humildemente, presentada sinceramente a su Omnipotencia misericordiosa, ofrecida sencillamente en gesto de confiado abandono y de súplica fervorosa. Entonces, Él puede obrar maravillas también en nosotros, como lo hiciera en María y en todos los santos. Para que no olvidemos esto, para que tengamos presente que el camino de la santidad, sin la cual nadie verá a Dios , es camino de cruz y de abnegación, el 15 contemplamos a la Madre junto a la Cruz de su Hijo, la Virgen de los dolores , Señora de sí misma en los momentos más duros, manteniendo su palabra ( Hágase en mí... ) y su entrega, la Virgen Fiel , Madre de la Esperanza. Finalmente, el 24 la recordamos como la Señora de la Merced o de las mercedes. De ambos modos podemos llamarla. Madre de la Merced, Madre del Rescate, Madre del Don por excelencia, que es Jesucristo. En efecto, nos recuerda San Juan que tanto amó Dios al mundo que dio a Su Unigénito, para que todo el que crea en Él sea salvado . Jesús es el Don del Padre en el sentido más exacto de la palabra. Estamos tan acostumbrados a creernos merecedores de regalos, portadores de derechos, que hemos perdido el sentido de la dádiva: lo que se da generosamente, por pura gracia, gratis, sin razón alguna de mérito o de deuda. Y con esto, hemos llegado a viciar el sentido del amor: pretendemos ser amados por lo que “valemos” y medimos nuestro valor y el de los demás por aquello que “hacemos”, por nuestras capacidades (reales o imaginadas), por nuestras dotes, por nuestros servicios, por nuestro haber. Casi parecería que nos ofende el que alguien pueda querernos porque sí, sin otra razón que el hecho de nuestra sola existencia. Para los antiguos, merced era la gracia que un poderoso, un señor, un rey, concedía al débil, al que nada tenía ni nada podía reclamar; y lo hacía sólo en razón de su bondad, de su capacidad de misericordia: siendo poderoso, sabía poner su corazón en la miseria del pobre, como aquel rey de la parábola que perdonó al deudor su débito. Merced por antonomasia era la libertad concedida al esclavo. Así, la Gracia que el Padre nos concede en su Hijo por el Espíritu Santo nos libera de la esclavitud del pecado y, de “parias” que somos por naturaleza, nos hace hijos y herederos del Cielo. Puro don, gracia gratuita, sorprendente dádiva que supera cuanto podemos pensar y desear. En el Medioevo, cuando los musulmanes - después de borrar casi por completo todo vestigio de Cristianismo en Asia Menor y África Septentrional- asolaban Europa y se llevaban multitudes de cautivos como esclavos y de cristianas para sus harenes, surgió una Orden de monjes-caballeros que se ofrecían a sí mismos en rescate de aquellos infelices: la Orden de la Merced. Así, bajo esta advocación de María Santísima, redentora de cautivos, nacieron los Mercedarios, que sacrificaban su libertad física para que otros la recuperaran, haciéndose de ese modo “rescate” para sus hermanos. También en nuestros días y entre nosotros, María Santísima continúa siendo la Señora de las mercedes, por cuyas manos maternales recibimos toda gracia, pues así lo ha querido Aquel que la creó Llena de gracia. No dejemos, pues, de acudir a ella, de implorar su auxilio, de ofrecer por ella nuestra acción de gracias y nuestra alabanza, de adorar con ella a su Hijo, Jesucristo nuestro Señor, y al Padre Eterno, y al Espíritu que es Amor.
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