Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 78
ABRIL, 2002

“Cristo, nuestra Pascua, ha resucitado.
AlegrÉmonos y gocÉmonos todos en Él”

¿Qué puede significar para nosotros, argentinos del 2002, este anuncio? ¿Esta Buena Noticia proclamada bimilenariamente como noticia central de la predicación de la Iglesia?

Hoy, que me levanto a la mañana, escucho el noticiero, leo el diario, repaso el estado de mis cuentas, de mis negocios y todo lo veo sombrío, incierto, incluso amenazante, una vez rotas incluso confianzas tan primarias como la seguridad de mis cuentas, de los bancos...

Los argentinos nos sentimos, poco menos, que sobrevivientes de un naufragio, aún a merced de las olas, consumiendo las escasas provisiones que pudimos a penas salvar, sin avistar todavía ninguna nave de auxilio o costa cercana.

¿Qué puede importarme ahora, en este momento, esa historia del Cristo resucitado? ¿Por ventura puedo agarrarme de ella para pagar el alquiler o las expensas, el gas, la luz, el teléfono y el agua, los impuestos y el supermercado, los gastos de colegio de los chicos o los remedios que no me aporta Pami? ¿Para qué quiero yo escuchar la vieja historia, si ni siquiera sé cómo hacer para llegar a fin de mes con todo en regla?

Si, al menos, sirviera al país o al mundo, también podría considerarla como algo bueno. Pero no. No disminuirá por eso la desocupación, ni crecerá la industria nacional. Tampoco hará desvanecerse la deuda externa ni el déficit interno. No desaparecerán los pobres y seguirá habiendo hambre en el mundo. No se acabarán las guerras y continuarán las pestes haciendo de las suyas. ¿Qué me importa, pues, a mí, que Cristo haya resucitado?

Así es. Indudablemente no ocurrirá nada de esto. Claro que nunca han faltado cristianos que, deformando el mensaje de la Iglesia, han imaginado a Cristo como un mero hacedor de milagros o como un mesías terreno, liberador. Un número más que significativo de fieles, lo cual debería significar “discípulos de Jesucristo”, no ha pasado de ser solamente discípulo de los apóstoles, antes de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Aquellos hombres, buenos ellos, que se restregaban las manos pensando en el día en que su Maestro instauraría su Reino, y ellos podrían devenir señores, ministros suyos, ocupando alguno el primer lugar a su derecha y otro a su izquierda. Lástima. Tampoco escucharon la queja del Señor: “¿ Hasta cuándo tendré que soportaros?” (Mt 17, 17).

¿Cuándo creceremos? ¿Cuándo se nos abrirán los ojos y comprenderemos que Dios no nos dio inteligencia y libertad, para que no la usáramos? Nos la dio para que fuéramos nosotros quienes lleváramos adelante –o hacia atrás- el mundo, no para que siempre estemos esperando sus milagros. ¿Cuándo entenderemos que nuestra obra es completar la Suya, y no estarnos aquí rezongando porque las cosas andan mal? Él conserva todo en la existencia y dirige los tiempos y las horas, pero nos da lugar para que obremos, según las facultades con las que nos ha dotado. Es verdad que las cosas no dependen sólo de cada uno de nosotros: millones de voluntades humanas entretejen la historia en donde vivimos inmersos y no siempre está en nuestras manos cambiarla. Tampoco, al menos aquí abajo, las cambiará Dios, por más que sepamos que todo lo dispone, aún los pecados de los hombres , para bien de los que le aman (Rm 8, 28).

Por su parte, Dios ya ha hecho lo único necesario para arreglar los embrollos que causamos con el pecado. Los ha reparado de raíz con Su Encarnación Redentora. Ha tomado para sí la muerte, término ineluctable de nuestra naturaleza librada a sus solas fuerzas, a fin de introducir, a través de ella, Su propia Vida en nosotros.

Esto no te dará los dólares –o los patacones- que necesitas para llegar a fin de mes con todos las cuentas pagas. Te dará algo mucho menos tangible, pero inmensamente más necesario, lo único realmente indispensable: sentido a tu vida, a tus dificultades y sufrimientos, que son la sal de esta existencia, a tus triunfos y alegrías, que son el azúcar. Todo pasa. Los buenos momentos y los malos, la salud y la enfermedad, la abundancia y la miseria. Suena para todos la antigua sentencia: “Hombre, tú debes morir”. Mas, para los que hemos renacido en Cristo por su Resurrección, aquellas palabras pierden su sentido trágico y adquieren uno siempre nuevo: “Hijo, quiero que tú vivas para siempre. Ven a Mí”. ¿Quieres?

Sí, Señor, quiero. Porque tengo por cierto que los padecimientos de esta vida son nada en comparación con la gloria que se ha de revelar en mí (Rm 8, 18) . Sí, Señor, quiero. Creo en Tu Resurrección, creo en la Resurrección de la Carne y en la Vida perdurable, cuando esto corruptible se revista de incorruptibilidad y esto mortal se revista de inmortalidad (I Co 15, 53). Entonces, Tú mismo enjugarás toda lágrima brotada de mis ojos (Ap 7, 17), que yo haya sabido ofrecerte, y vendarás toda herida que yo haya llevado con paciencia por amor de Ti. Y me consolarás como una madre consuela a su pequeño, y no habrá más noche, y no tendrá ya cabida en mí nada profano, ni abominación ni mentira, porque todo esto habrá pasado (Is 60, 15-20).

Sí, quiero. ¡Ven, Señor Jesús!

 

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