Escritos parroquiales
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ

Número: 97
DICIEMBRE, 2003

Quinto misterio de luz: la Santa Eucaristía

Llegamos al último misterio de luz. Casi como en un ascenso espiritual, hemos pasado de un mirar y tratar de comprender a Jesús en su Bautismo en el Jordán y en el signo del vino, obrado en las bodas de Caná a, sabiendo Quién es, un escucharlo predicar la Buena Nueva del Reino de Dios. Del escucharlo, a seguirlo en su subida hacia Jerusalén, camino de la cual, sobre el Tabor, hemos caído de rodillas ante su esplendorosa Transfiguración.

Es el amor el que nos mueve a buscarlo, a conocerlo, a permanecer con Él, a recibir con dócil corazón sus palabras, a unirnos a Él.

Y es también el amor, Su Amor infinito, el que “mueve” a Dios a venir al mundo, a hacerse hombre, a vivir, a predicar, a dispensar sus dones, a padecer y morir, para abrirnos la intimidad de su Vida Trinitaria. Es ese mismo Amor, el que, como anticipo de ese “Cielo” y como alimento de peregrinos, se hace Eucaristía .

Lo expresa muy bien Santo Tomás de Aquino en el himno “Pange lingua”, una de cuyas partes -el “Tantum ergo”- cantamos en las Bendiciones con el Santísimo. Lo citamos en la bella traducción del gran poeta argentino Francisco Luis Bernárdez:

Nos fue dado y nació para bien nuestro/ Del seno de la Virgen sin mancilla,

y después de vivir en este suelo /Y de esparcir el germen de su verbo

cerró su acción con una maravilla.

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Admiremos tan grande Sacramento/ Y adorémoslo todos de rodillas

Maravilla estupenda sobre toda maravilla es, sin dudas, el Sacramento de la Presencia viva y real de Jesucristo . A fuerza de tenerlo tan a nuestra disposición, tan inerme, tan poquita cosa (que hasta lo tomamos, según el uso de última moda, en nuestras manos como si nada), la inmensa mayoría de los católicos hemos perdido el sentido de la admiración frente al “Augusto Sacramento”, como fue llamado a lo largo de los siglos. No logramos tomar conciencia clara -aún cuando pensemos en católico y afirmemos nuestra fe en la Eucaristía-, no logramos -insisto- saber (que es más que “pensar” o “creer”, y tiene algo de “saborear”: ‘sapere', en latín) que allí, bajo la apariencia de una pequeña lámina blanca de pan ácimo -la hostia- se encuentra realmente presente, en todo su Ser de Dios y Hombre resucitado, Nuestro Señor Jesucristo .

Eso es lo que confiesa la fe de la Iglesia cuando, al presentar la Forma consagrada, el sacerdote dice: “ Éste es el misterio de nuestra Fe ”. Es decir, éste es el precioso secreto de Amor que nos ha sido develado, el que sólo conocen los que comulgan en la misma Fe, los que han sido iluminados por el Espíritu Santo, los que entienden que

Con su palabra el encarnado Verbo/ Cambia el pan en su Carne siempre viva,

Y en sangre suya el vino verdadero.

Si los sentido no perciben esto/ la fe se lo revela al alma limpia.

A aquella exclamación del celebrante, los fieles respondemos: “ Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús! ”.

Con estas palabras últimas, decimos tres cosas: En primer lugar y de modo más inmediato, expresamos nuestro anhelo de recibirlo en la Santa Comunión. Efectivamente, Él viene a nosotros en cada Misa y en nosotros “ pone su morada ” cuando comulgamos; incluso cuando lo hacemos espiritualmente, supuesto que estemos en condiciones de recibir la comunión sacramental. El, que es la Luz que viene a este mundo, se hace Luz en quienes Lo reciben, para que también ellos -nosotros- brillen como antorchas en medio de las sombras. ¡Iluminar nuestras familias! ¡Iluminar a Buenos Aires!

Luego, manifestamos nuestra fe en su Venida triunfante “ al fin de los tiempos ” -la que se verificará, para cada uno, en el momento de nuestro propio salir de este mundo a Su encuentro-, cuando Jesús “ venga por segunda vez ”, no ya como la “ primera, en la humildad de nuestra carne ”, sino “ en el esplendor de su grandeza, revelando su obra plenamente realizada ” (Prefacio de Adviento).

En tercer lugar, confesamos el inicio (temporal) de nuestra recreación: la Navidad, el nacimiento de Jesús, el Verbo encarnado, Hijo de María. Precisamente esta venida es la que volvemos a anhelar místicamente, a través de la liturgia, en los días del mes de noviembre, durante el tiempo de Adviento que culminará en la Nochebuena .

Terminamos, pues, providencialmente, nuestras meditaciones sobre los misterios luminosos al iniciarse un nuevo Adviento. Porque es precisamente con esa primera Venida que una nueva luz es creada, “ el Sol que nace de lo Alto ”, Jesús el Cristo, en quien el Verbo de Dios asume nuestra carne mortal. Hermosamente lo canta la Iglesia en los himnos litúrgicos de este tiempo, y a ellos nos unimos diciendo -también en la traducción de Bernárdez-:

Oh Verbo soberano que brotaste/ Del seno de tu Padre sempiterno,

Y que naciste para bien del mundo/ al declinar el curso de los tiempos.

Alumbra nuestros pechos con tu brillo/ Y con las llamas de tu amor incéndialos,

Para vaciarlos de lo transitorio/ para llenarlos del afán del cielo.

O bien:

Oíd la clara voz que, resonando,/ Refuta con su luz la sombra inmensa,

Y ved, mientras los sueños se disipan/ Despuntar a Jesús sobre la tierra.

Que el alma se levante de este suelo/ En que yace postrada y soñolienta,

Pues ya brilla en el cielo el astro nuevo/ Que todas las maldades ahuyenta.

Sí, que se levante nuestro ánimo tan pegado al suelo , tan decaído en estas horas aciagas de nuestra Patria. Que se yerga, porque Cristo viene. Quiera nuestra admirable Madre -la Inmaculada, la Virgen de la Esperanza, Nuestra Señora de la Eucaristía- enseñarnos a ser como niños, alimentarnos con Su Pan, para que podamos, un venturoso día, entrar en el Reino de su Hijo. Amén.

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