Sermones de LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1981.Ciclo A

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ   

Evangelio según san Mateo Mt 2,13-15. 19-23 
Después que ellos se retiraron, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle» El se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Muerto Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño» El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: Será llamado Nazoreo.

SERMÓN

engels.jpg
Federico Engels (1820 – 1895)

En el año 1844, en París, Carlos Marx, con la colaboración de Engels, publicaba su libro “La Sagrada Familia”. Por supuesto que no se refería a José, María y Jesús. Usaba el titulo burlonamente para atacar a Bruno Bauer, un discípulo de Hegel que había ayudado mucho a Marx en los comienzos de su carrera, pero del cual luego se había distanciado. Precisamente este Bauer con su libro “Crítica de los evangelios sinópticos” había contribuido a que Marx echara por la borda el pequeño barniz de cristianismo que le había dejado su padre Hirschel Marx, judío, hijo de un rabino que se había hecho bautizar en 1816, dos años antes del nacimiento de Carlos, para no perder su carrera de jurista. Su madre Enriqueta, hebrea holandesa, no había querido hacerlo. Carlos pronto volvió al judaísmo, interviniendo activamente en la lucha sionista que, luego, después, también abandonó.

  bruno4.jpg
Bruno Bauer (1809-1882)  

El asunto es que, con el mote de “Sagrada familia” se mofa de su antiguo maestro Bauer y sus discípulos -a quienes así moteja- que defendían que ‘la conciencia humana' era la única divinidad en que ellos creían.

Esta concepción -les contesta Marx- es, en el fondo, ‘clericalismo', puesto que “suplanta al hombre individual y real por la autoconciencia o el espíritu”.

Hablando de una ‘conciencia universal', sostiene Marx, se olvidan de los conflictos y alienaciones de los trabajadores explotados, y creen que pueden resolver los problemas haciendo filosofía, en lugar de embarcarse en la acción revolucionaria y la lucha de clases.

 Claro que a Marx -que no vaciló en abandonar en Francia a su mujer e hijos en la miseria para irse a Inglaterra y nunca más volver a verlos- poco podía interesarle hablar de la familia y mucho menos de la Sagrada Familia en serio. De hecho, de lo que desde entonces en adelante hablará será solamente del proletariado, de los trabajadores, como ‘clase'. De la familia, si alguna vez, solamente para denostarla como primera fuente de alienaciones y generadora de la propiedad privada.

Por eso, en el fondo, Marx se hace también pasible de la misma crítica que él hace a Bruno Bauer. Se olvida del hombre concreto para pensar solamente en una entelequia, una idea en el aire, que es su concepto de ‘trabajador', de ‘proletario'. Como si existiera el ser o la esencia ‘obrero' y no, antes, la esencia ‘ser humano'. Más concretamente, como si el obrero fuera obrero, antes de ser hijo o padre, hermano, o esposa o madre.

 Pero es que justamente a Marx no le interesan las esencias. Su filosofía o mejor su ‘praxis' es que el hombre no existe, ‘se hace', se fabrica, en un constante rehacerse.

Por medio de la ‘dialéctica', del ‘trabajo' -ideas que hereda de Hegel- el hombre, a diferencia del resto del reino mineral, vegetal y animal que lo precede, se ha de ‘construir' a si mismo. El hombre ha de ser su propio creador; soberana, divinamente.

Pero, en la visión marxista, la sociedad no se lo permite, porque lo comprime mediante una serie de leyes, instituciones, creencias, normas morales, que someten al ser humano a conformarse con su situación, a no ponerse en movimiento, a no autocrearse.

 Todo por culpa de la ‘propiedad privada'. Son los ‘propietarios' -sostiene- quienes han creado las leyes, la moral y las instituciones para defender su propiedad. Son estas superestructuras las que impiden al hombre cambiar, recrearse, ponerse en moción dialéctica.

Es por ello que es necesario destruirlas en Revolución permanente.

Pero como esas leyes, moral e instituciones están defendidas por la religión y se dice que provienen de Dios, por eso, antes que nada, es menester aniquilar la religión y desterrar el concepto de Dios de la mente de los hombres.

Un hombre que cree en Dios, que acepta su ley, que vive moralmente, que respeta las instituciones, que se siente atado a su patria, a su familia, a su casa, no sirve para este camino de renovación, de movimiento, de creación, de dialéctica, que es la razón misma del existir del hombre nuevo.

 Por eso la primera etapa de la ‘creación' de este hombre nuevo es la destrucción de todas estas ligaduras, en especial el sentido de patria, de familia, de propiedad, de amor a Dios y respeto a las leyes y la moral. Porque, si el hombre ha de hacerse ‘creador', lo ha de hacer como Dios, a partir de la nada, a partir de las ruinas de lo anterior. Toda esencia, todo arraigo, toda vinculación o aún heteronomía, son trabas para la acción revolucionaria.

 Es de allí que Marx postule que el movimiento revolucionario ha de surgir del proletariado. Las masas proletarias del siglo pasado, producto de la Revolución Industrial, arrancadas de sus campos, de sus parroquias, de sus familias, para vivir hacinadas en las villas miserias de las ciudades, desarraigadas, sin religión, sin propiedad, sin familia y -por ello- al poco tiempo irreversiblemente sin moral y sin Dios, son ‘el hombre libre por excelencia', el único capaz de poner en movimiento la dialéctica revolucionaria.

 En realidad, el ‘proletario' era, en la antigua Roma, el ciudadano que, porque no poseía bienes y no podía pagar impuesto, solo podía servir al estado con su prole, con sus hijos. Bien, en aquellas épocas, nada desdeñable. Marx populariza el término para denominar al hombre que ‘solo' posee su trabajo –no le interesa lo de la prole-.

 Es por eso que a Marx le importa el ‘proletario', el ‘trabajador', no por un sentido de compasión ante su miseria, ni por justicia, sino como instrumento antonomástico de la Revolución.

 Así afirmaba Lenin: “cuanto más proletarios haya mayor será su fuerza como clase revolucionaria”. De allí la táctica constante, en todo los países que el marxismo-leninismo pretende conquistar, de hacer cada vez más proletarios, más pobres. “Es necesario” –continúa el mismo discípulo de Marx- “que el trabador sea un proletario desarraigado de todo, sin ningún bien propio, para hacer de él pura fuerza revolucionaria”.

 De allí también que, en el orden económico, fomente la concentración del capital, la destrucción de la pequeña y mediana empresa, la desaparición de la clase media, el empobrecimiento general, el paulatino traspaso de la iniciativa privada a manos de oligopolios y del Estado, que deriva inevitablemente en la proletarización propia de los empleados estatales y multinacionales, con la adjunta concentración de poder y sus posibilidades casi despóticas de manejar mentes y corazones.

Y, en lo ‘político-religioso', la destrucción de todo valor, de todo arraigo patriótico –si no sirve circunstancialmente a la dialéctica-, de todo valor moral, de toda sumisión trascendente.

 En realidad el marxismo contemporáneo, vista la capacidad productora del aparato capitalista y el progresivo enriquecimiento de los obreros en los países desarrollados, ha cambiado algo sus teorías. Sorprendentemente -y en esto ayudados por el psicoanálisis freudiano-, se han dado cuenta de que el mismo exceso de bienes de consumo produce un efecto semejante a la pobreza. Precisamente porque esta llamada ‘civilización del consumo' -según feliz expresión de Marcuse- tampoco enraíza, crea lazos, porque lo que hace es abundar en bienes que consumir; no en bienes a los cuales amar y religarse.

  MARCUSE.jpg
Herbert Marcuse (1898 – 1979)

 Puedo amar mi casa, mi campo, mi taller de artesano, mi colección de cuadros, mis libros, mi jardín, mi cultura y apegarme a ellos; sentir que ellos forman parte de mi ser. Pero ¿cómo me voy a apegar al televisor o a un auto o una heladera o un mini departamento que tengo que cambiar periódicamente porque ya no me sirve, porque salió algo nuevo, porque ha sido superado? ¿Cómo me voy a religar a una película, a una musiquilla, a una lata de queso francés, cuando por su misma naturaleza tengo que consumirlos, arrojar el envase vacío y buscar algo nuevo para reemplazarlo?

 Eso va creando toda una mentalidad -las cosas se ‘usan' y ‘se tiran'- que, poco a poco, va también reflejándose en las relaciones interpersonales, sin matrimonios permanentes, hijos, amigos, lealtades vecinales, empresariales.

Todo es utilizable y descartable, aún las personas.

Por eso dice Marcuse que el consumismo ‘proletariza' tanto como la miseria. Termina por suprimir todo valor y convertir al hombre en un ente dispuesto constantemente al cambio y, por tanto, revolucionario en potencia.

 Pero es claro que tanto Marx -como los marxistas actuales- se daba cuenta de que, a pesar de todo, aún en la más extrema miseria o el más nefando consumismo, hay una institución, un bien, que suele ser la gran rémora de la fuerza revolucionaria. La familia.

 El hombre se apega a su familia –afirman- se adhiere a sus padres, a sus hermanos, a su mujer, a sus hijos. Y, así, no son verdaderos ‘proletarios'. Peor aún –descubre Freud- es en la familia, en la relación con el padre y con la madre, donde nacen todos los míticos ‘superegos' –Dios, Ley, Autoridad- y todas las represiones morales.

Por eso estaba contento Marx cuando el capitalismo hacía trabajar en las fábricas a mujeres y niños y los alejaba del hogar. “La gran industria -escribe en “El Capital”- por el lugar decisivo que asigna a las mujeres, a los adolescentes y a los niños en los procesos de producción y fuera de la esfera familiar, presta nueva base a la Revolución.” “Es del sistema industrial -continúa- que ha salido el germen de la educación del futuro. No es la antigua familia con su preocupación por los suyos, la que nos va a formar el hombre nuevo de la sociedad revolucionaria. Lo que nos va a formar al hombre nuevo son los centros de juego, jardines de infantes, preescolar, guardería y hogares comunes y tantas otras obras donde el niño pasará la mayor parte de su jornada, fuera de la influencia nefasta de la familia”.

 De allí que Engels, en “El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado” del 1884, propone la abolición del matrimonio monogámico y el fomento revolucionario del divorcio. Para destruir ese último reducto de arraigo y norma contrarrevolucionaria que es la familia.

 No es extraño pues que el ataque a la familia, por todos los medios, sea uno de los medios fundamentales de la Revolución.

Marx se dio cuenta de que su proletario absoluto, desarraigado total, no existiría mientras mantuviera aún los vínculos familiares. Sabía que en la familia es donde el ser humano aprende a respetar la ley, a ubicarse en la sociedad, a creer en los grandes valores, en última instancia, a afincarse, religarse y amar.

No hay más remedio pues que destruirla. Poco a poco. Al principio, combatir, al menos, la familia numerosa. Lanzar hijos únicos, sin lazos fraternos, sin ligaduras ni apoyos, al caos de las grandes ciudades. Pervertir las condiciones económicas de modo de obligar a la mujer a trabajar fuera de casa; o proponer este trabajo como ‘liberación femenina'. Rebajar las exigencias del amor a mera apetencia sexual consumística, incapaz de estabilizarse en matrimonio. Desviar el objetivo del amor interpersonal y de la creación de una familia como fin primario de la vida, hacia objetivos puramente económicos o de ‘status', imposibilitando así la estabilización del corazón humano y transformándolo en fuerza revolucionaria.

Introducir la dialéctica padres contra hijos, minando así por la base todo concepto de autoridad, de magisterio –maestros contra alumnos, policías contra civiles, jueces contra ciudadanos, ¡Dios contra el hombre!-. Arrojar cada vez más la formación de los hijos en manos de institutos controlados por el Estado cada vez a edad más temprana. Despojar de esa tarea plenificante y necesaria al padre y a la madre; envenenar el ambiente moral a través del cine, la televisión, la literatura, burlándose de la familia y el amor; arrojando a las parejas a la aventura de una convivencia sin protección ni normas, sin fines verdaderamente humanos, desguarnecidas; sin diferenciar el amor indisoluble de los devaneos fugaces engendradores de hijos huérfanos, nueva fuerza para la Revolución destructora del hombre.

 Es por eso que Juan Pablo II ha querido, este año que termina, proponer para el sínodo de los Obispos el tema de la familia.

La Iglesia es bien consciente de que defender a la familia no es solo defender una manera de vivir cualquiera, sino la única que posibilita al hombre realizarse como tal. La única que le permite alcanzar la felicidad relativa apaz de ser alcanzada en este mundo y -arraigado a los suyos y a través de los suyos- a la Patria y a Dios.

Ella es el privilegiado camino, para la mayoría, de su encuentro definitivo con la eterna felicidad.

 Marx sabía bien que, si quería eliminar a Dios, tenía que eliminar antes el sentido de Patria y, antes aún, el sentido de familia.

Nosotros, por nuestra parte, sabemos más que él. Si Dios y Cristo han de reinar en nuestra patria -y por eso justamente permanecer como Patria- y para que no triunfe la Revolución marxista, debemos defender, a toda costa, a la familia.

Jesús, José y María nos ayuden en la empresa. 

Menú