Sermones de LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1982.Ciclo C

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ   

Lectura del santo Evangelio según san Lucas      2, 41-52
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley , escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados» Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.

SERMÓN

Vean que curioso, así como Cristo ha querido unir el mandamiento del amor a Dios y el del amor al prójimo (“¿Cuál es el mandamiento supremo de la Ley? Amarás a Dios y a tu prójimo…”) así la Iglesia, inmediatamente después de hacernos levantar las miradas al misterio de la Encarnación y de nuestra elevación a la condición de hijos de Dios –la dimensión vertical del mandamiento del amor‑, hoy nos quiere hacer vivir su dimensión horizontal en su aspecto más esencial: el amor en la familia. Del misterio de la Encarnación pasamos hoy a la vida cotidiana del hogar. Como si la liturgia quisiera volver a insistir que, así como el precepto del amor a Dios no puede separarse del amor al prójimo, la Encarnación ‑que eleva al hombre a la vertiginosa altura de la filiación divina‑ no lo separa de su condición humana, sino que se implanta fuertemente en ella con nuevas fuerzas y obligaciones.

Obligaciones bien concretas y reales: la dimensión divina que alcanzamos en Cristo no nos hace planear sobre el mundo desde una altura indiferente e indiferenciada. El amor de Dios y el amor a Dios no nos lleva a una especie de torre altísima desde donde debemos mirar a toda la humanidad y ni siquiera a toda la Iglesia para, desde allí, amarla, como desde el balcón de la casa rosada a la multitud anónima reunida en plaza de Mayo.
Cristo jamás creyó en estos amores universales, en el amor a la ‘Humanidad’, en los derechos ‘del Hombre’, en la preocupación por ‘los’ hombres, tipo ONU, o tipo OEA, o partido político, o ‘Solicitada’, o miradas tiernas al lente de la cámara de televisión.
Cristo habla del amor al prójimo, e. d. al ‘próximo’, al que está al lado.
Es inútil hablar de amor a la ‘Humanidad’ y protestar contra la injusticia en el mundo y el hambre en la India, o preocuparse por la ‘democracia’ o por el problema de los ‘desaparecidos’ cuando, justamente, a aquellos por los cuales realmente puedo hacer algo y que están cerca de mí y que son mis ‘próximos’, por ellos no hago nada, o soy indiferente o, peor, les traigo pesares y problemas.

Y si hay un prójimo al cual realmente soy capaz de hacer feliz o infeliz, ese es mi familia. No nos engañemos: es mentira decir que amamos a los demás cuando descuidamos precisamente a aquellos que nos están más cerca: familia humana o familia religiosa, familia nuestra o familia que fundaremos, siempre, en todo caso, el grupo humano que está en contacto conmigo, y que, lo quiera o no, constituye mi propio y concreto mundo.

Y si se habla especialmente hoy de familia y no de prójimo es porque, amén de ser el prójimo más próximo’, es en el seno de la familia donde el hombre o la mujer aprenden verdaderamente a amar. El mismo Jesús modeló su amor humano –el que derramó sobre sus amigos, ese que hoy sale para cada uno de nosotros de su Corazón Sagrado‑ en la ternura materna de María, en el afecto viril de José, en la convivencia con sus primos y amigos de Nazaret. Y aún su amor a Dios, ese Dios que hoy le hemos escuchado nombrar con el apodo de Padre, lo aprendió humanamente en su querer de hijo a su padre José.


Que nuestras familias cristianas sepan cumplir esta sublime misión. Escuelas de verdadero amor al prójimo, semilleros de patria. En donde desde los ‘papá’ y ‘mamá’ balbuceados por los labios de los pequeños, en el misterio de la Navidad, se eleven, a medida que crezcan, a la comprensión del amor divino, caritativo, a Dios y a nuestro prójimo.

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