Sermones de LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999.Ciclo a

LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ   

Evangelio según san Mateo Mt 2,13-15. 19-23 
Después que ellos se retiraron, el Angel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarle» El se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. Muerto Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel; pues ya han muerto los que buscaban la vida del niño» El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en tierra de Israel. Pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: Será llamado Nazoreo.

SERMÓN

De los temores enfermizos de Herodes a las conspiraciones está llena de testimonios la historia. Había accedido al trono asesinando a Antígono, descendiente legítimo de los asmoneos, en el año 37 AC y tomando sangrientamente Jerusalén con la ayuda de los romanos. Como era idumeo, es decir medio judío, nunca los hebreos le consideraron monarca legítimo, por más que trató de ganárselos con la construcción del templo. De allí que su largo reinado esté constelado de homicidios ante cualquier sospecha de sedición: en el 30 asesina a Hircano, sumo Sacerdote y peligroso rival. En el 29 da la orden de matar a su suegra y a su mujer Mariamme. Más tarde -en el 12- matará a dos de sus hijos, Alejandro y Aristóbulo. Poco antes de su muerte hizo eliminar a un tercero, Antípatro. Sintiéndose morir, estando en Jericó, mandó llamar a todos los notables de Judea y los juntó en el hipódromo, dando orden de que, en el momento de su fallecimiento, los degollaran a todos. Decía a su hermana Salomé que como los judíos no llorarían por su propia muerte, al menos llorarían la de todos estos jefes. Solo la casualidad salvó a los reunidos de esta matanza.

            Queda perfectamente ubicado en estos parámetros el hecho de que, en conocimiento del nacimiento de un nuevo descendiente de David, de un dávida, del cual algunos predecían un futuro real, Herodes mandara terminar definitivamente con ese posible foco subversivo. En realidad el grupo de descendientes de David que todavía se aferraba a vivir en Belén, orgullosos de su prosapia, pero empobrecidos, e impedidos en su tradicional oficio de guerreros por las leyes romanas, nunca habían causado en Herodes más que desdén y alguna risita, pero, si ahora se empezaban a correr absurdas profecías de un futuro reinado de alguno de ellos, mejor cortar por lo sano y suprimir el foco.

            Enterado de esos proyectos José se despide apresuradamente de sus hermanos, abuelos, parientes, primos y sobrinos, toma su vieja y pesada espada paterna colgándola del hombro a su espalda, aferra del ronzal al burro que ha traído desde Galilea, junta sus pocas pertenencias y las coloca con su viejo escudo y su coraza de cuero en la grupa del animal y se dirige decididamente con su mujer y su niño hacia Egipto, por el antiguo camino de caravanas de la costa. Ni siquiera los más viejos de los dávidas que lo despiden se imaginan que la locura de Herodes lo llevará a exterminar, por si acaso, a todos los pequeños primos del hijo de José, dejando diezmada a la descendencia davídica y bañando en luto a Belén.

            Desde el siglo VI antes de Cristo la ida al cercano Egipto era el camino obligado de los judíos que, por un motivo u otro, debían asumir el destierro. Primero persas y luego griegos, sucesivos dominadores del valle del Nilo, acogieron gustosos a los judíos que, entre otras cosas, eran excelentes soldados y revistaron en sus filas generación tras generación. De hecho en Egipto había ciudades enteras como Elefantina y Leontópolis que eran colonias militares de judíos. En la misma Alejandría, bajo los griegos ptolomeos, dos de sus cinco barrios estaban enteramente formados por judíos que se gobernaban con autoridades propias. "Ciudad dentro de la ciudad", 'politeuma', se llamaban orgullosamente los hebreos alejandrinos.

            Hay que pensar que no solo por motivos políticos sino económicos los judíos, sumamente prolíficos, se habían tenido que expandir por todo el mundo conocido. Palestina no alcanzaba a mantenerlos. Basándose en los cálculos deun tal Bar Hebreo, historiador cristiano del siglo XIII, se estima que en el siglo I de nuestra era, sobre una población total de ocho millones de judíos, más de la mitad, cinco millones, vivían fuera de Palestina. Solamente en Egipto vivía un millón, por lo cual la ciudad más poblada de judíos, Alejandría, albergaba más israelitas que la mismísima Jerusalén. El resultado de esta expansión o diáspora judía se traducía en que el 10% de la población del Imperio Romano era judía, llegando en Oriente a una proporción del 20%. Baste saber que antes de la Segunda Guerra Mundial ni siquiera Polonia se acercaba a tal densidad.

            Es decir que cuando José marcha con su pequeña familia hacia Egipto no parte estrictamente hacia una tierra extranjera: es probable que allí haya encontrado conocidos y hasta parientes que lo recibieron cordialmente.

            Quizá hasta pensó que, excepcionalmente, podía engancharse en alguno de los regimientos judíos estacionados en Egipto. Aunque es verdad que no era tradición de los dávidas el oficio de mercenarios. No les parecía digno pelear por otra cosa que no fuera su propia patria. De todos modos, sea que su orgullo de descendiente de David le impidiera poner precio a su espada, sea que ya Octavio hubiera implementado el desmantelamiento de estos regimientos, extendiendo a Egipto la prohibición a los judíos de oficiar de soldados, el hecho es que José habrá seguido ejerciendo seguramente el oficio de albañil-carpintero que había ya aprendido a desempeñar en Séforis, en su joven estadía en Galilea.

            En Egipto la tradición cuenta que la joven familia permanece de uno a ocho años. Diversos lugares se disputan hoy el lugar de su residencia. Y regresan a Israel precisamente a la muerte de Herodes, disipado el peligro de sus insanas fobias. Es probable que José se haya dirigido en primera instancia a su solar ancestral, Belén, a llorar a sus muertos y a reivindicar para su hijo las menguadas propiedades de los dávidas.

            Mientras tanto Roma ha aprobado el testamento de Herodes, repartiendo su reino entre tres de sus hijos: Arquelao, mal llamado rey por Mateo, en realidad etnarca de Judea, Samaría e Idumea; y los dos tetrarcas Herodes Antipas de Galilea y Filipo de la Decápolis.

            Belén, desgraciadamente, cae en medio del territorio que toca a Arquelao, de fama tan cruel y tiránica como la de su padre. Tanto es así que, ante los continuos clamores de judíos y samaritanos a Roma, Augusto, finalmente, lo depone en el año 6 y lo envía exiliado a Vienne en Francia, anexando pura y simplemente sus territorios al imperio. Desde entonces esos territorios serán manejados directamente por un gobernador: el más famoso de ellos Poncio Pilato.

            Pero, en aquella situación política, José no puede quedarse en Belén y otra vez remonta hacia el norte a Galilea, instalándose en la aldea de su mujer, Nazaret, donde cuelga la espada sobre el hogar de su casa y retoma su aprendido oficio de constructor. Probablemente vuelva a empuñar su arma por última vez en la rebelión del año 6 de Judas el Galileo, defendiendo a Séforis, a tres Kmts de Nazaret, contra las tropas de Varo, general romano que termina por aniquilar a todos los combatientes judíos, crucificando a los sobrevivientes.

            Mediante todos estos azarosos acontecimientos, salpicados de alegrías seguramente, pero también llenos de zozobras, inquietudes y contrariedades, la Providencia va tejiendo la trama que irá llevando a su madurez a Jesús y preparándolo para su misión. Navidad no es un acontecimiento feérico, puro villancico, ternura y panes dulces, es la encarnación real de la Palabra de Dios en una vida plenamente humana. Cualquier padre de nuestro tiempo puede fácilmente reconocerse en este bravo José, enfrentando los acontecimientos, apenas pudiendo manejarlos, resolviendo con coraje situaciones adversas, teniendo que vivir circunstancias y situaciones que, si hubiera sido por él, no hubiera elegido para sus hijos.

            No encuentra en María a una mujer que le reprocha el que no avance económicamente, ni que se queje amargamente de su suerte, ni que no sepa acompañarlo en sus decisiones a veces tan desgarrantes como cambiar de casa o de país. Sus riquezas están más allá de su status o de su situación social o de su oficio. Viven con sentido de misión, de vocación, de empresa, sabiendo que su horizonte es el crecimiento -de ellos y de sus hijos- que lleva al cielo. Su fuerza está en la confianza -que va mucho más allá de lo razonable- en un Dios que va trazando sus caminos para todos ellos con infinito, aunque tantas veces inexplicable, amor. Ninguno se queja. En un clima de afecto a Dios y a los suyos que los llena de paz y serenidad aún en medio de los aprietos y las fatigas, saben que su realización pasa no por colmar cualquier ambición humana, sino por cumplir con el sabio querer de Dios y tratar de responder con prontitud y coraje a sus disposiciones, haciéndose oyentes de su palabra.

            Es en ese ambiente y en esa familia donde se gesta y forma el alma grande de Jesús. No hubiera sido el mismo si no hubiesen mediado en su gestación y crecimiento dos personas como María y José. Dios sabía a quien encomendaba a su hijo muy querido.

            Dios sigue encomendando a las familias cristianas la formación de los hermanos de Jesús. Ningún escollo -ni político, ni económico, ni de salud-, por más terrible que parezca, a no ser el escollo del pecado, el de la falta de empuje para ser fieles a Dios, el de la carencia de amor, puede afectar realmente a verdaderos seguidores de Jesús, de María y de José.

            Así ellos nos lo enseñen.

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