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Sermones de san josÉ
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1997
(Gep, 1º mayo 97)

JOSÉ, EL CARPINTERO

Los que estudian la historia de las palabras y las etimologías dicen que la palabra trabajo proviene del vocablo tripalus , latino, y que denominaba un aparato formado por tres palos en donde se ataba a los caballos para herrarlos y marcarlos. De allí fácilmente el verbo tripalare terminó por significar nada menos que atormentar , torturar . Y de allí, de tripalare, deriva nuestro verbo 'trabajar'. En alemán pasa algo semejante el sustantivo arbeit , trabajo, es sinónimo de fatiga, de molestia, de necesidad. Por otra parte no otra cosa quiere decir la madre que viene a quejarse de su hijo y nos dice ¡no sabe padre el trabajo que me da!. Es lo mismo que decir las canas verdes que me saca o los dolores de cabeza que me da ...

Y decir de algo que es trabajoso, laborioso, significa siempre que es cansador, esforzado, algo que uno quisiera no enfrentar o terminar cuanto antes. No hace mucho tiempo me encontré con una persona de buen pasar, que vivía de las rentas que le había dejado en herencia una tía, me dijo: 'yo Padre, al único santo que no le rezo es a San Cayetano, a ver si todavía me consigue trabajo'. Claro que este es un chiste de mal gusto, en una época en que tanta gente quisiera trabajar para vivir y no lo consigue. De todos modos sigue siendo verdad que, cada vez más, para la mayoría de la gente, el trabajo no es precisamente un placer, sino una necesidad que se asume porque no hay más remedio y que se encuentra a fuerza de avisos clasificados, de colas interminables y de selecciones feroces. Como no añorar las épocas del puestito en alguna repartición estatal, que aseguraba un ingreso fijo aunque no fuera demasiado considerable, pero, sobre todo, poco trabajo. Así le fue al país, por supuesto, y ahora estamos pagando las consecuencias.

Pero es verdad que realmente pocos hay que, en nuestros días, consigan un trabajo que realmente les guste y signifique para ellos un camino de realización personal y no una dura obligación que hay que asumir para poder vivir y que nos ha tocado en el azar de los pocos puestos ofrecidos. ¡Ojalá pudiéramos realizarnos, como en otros tiempos, en un oficio del cual estuviéramos orgullosos, una profesión en la cual fuéramos idóneos y en donde supiéramos que estamos haciendo algo útil para nosotros y los demás, en un empeño que, además, rindiera sus frutos. Porque es verdad que cada vez más la gente está convencida de que en nuestros días no es precisamente mediante el trabajo y el ahorro como uno puede llegar a la fortuna. Por supuesto que tener fortuna no es un objetivo demasiado importante en la vida, sobre todo si se hace a costa de otros valores, pero la gente tiene razón en que para ello el camino del trabajo no parece ser el más rápido. No por nada hay tantos candidatos a políticos y tanta gente ilusionada que llena los salones de Bingo y pone sus esperanzas en el Prode o en la Quiniela. Como me decía el otro día un ascensorista: "No tengo tiempo de hacerme rico, yo tengo que trabajar".

El asunto es que desde la antigüedad el trabajo se consideró no solo fatigoso y duro, sino algo que no podían ni debían hacer las clases superiores. Tanto en Egipto, como en Grecia, como en China, como en Roma: trabajar era para la gente de abajo. Más aún, todas esas civilizaciones conocieron la esclavitud y eran los esclavos quienes trabajaban y hacían las tareas de servicio. Los nobles debían dedicarse al gobierno, a la justicia, a las artes y en caso de necesidad a la guerra. Es verdad que ello también era un trabajo, pero -como decían ellos- eran tareas libres, no labores serviles o de siervos. Recuerden Vds. entre los chinos, los mandarines -que eran los nobles de la China- se dejaban crecer las uñas larguísimas, y cuanto más largas más orgullosos estaban, precisamente porque así demostraban que no usaban sus manos para trabajar. Pero algo de eso hay también hoy entre nuestras modelos y mujeres del jet set: las uñas bien largas, bien pintadas, bien brillantes. Mamá siempre se quejaba de que por los trabajos de la casa no podía tener las uñas largas y siempre se le rompían. Es claro que en ese tiempo no existían las uñas postizas.

En fin, yo he escuchado cuando era chico a alguna señora de alto copete, bián , estar triste porque su hija se había puesto de novia, decía, date cuenta vos, con un hombre de trabajo...

No se crea que en Israel las cosas fueran de otra manera. Ni los grandes sacerdotes, ni los nobles, ni los aristócratas, ni los saduceos tenían por digno trabajar. Y recordemos que también entre los judíos se conoció la esclavitud.

Por eso en el evangelio de hoy hemos escuchado con un dejo de desprecio, de desdén, ¿no es éste el hijo del carpintero? ¿su padre no era un hombre de trabajo?

Y más seguramente se hubieran escandalizado de haber sabido que ese carpintero en realidad era nada menos que un descendiente de David, un dávida, es decir un noble entre los más nobles.

Y, en realidad, aún para los historiadores esto exige una explicación ¿cómo es posible que un aristócrata, un dávida, esté trabajando como carpintero, y para peor allá al norte, en Galilea, territorio de paganos, en los alrededores de Nazareth, lejos de su solar natal, al sur, Judá, el feudo de David?

Porque es verdad que habiendo muchos nobles en Israel, los más nobles entre ellos, la crema digamos de la aristocracia, eran los descendientes de David. Como Vds. saben la dinastía del gran rey, hijo de Jesé, había durado ininterrumpida cuatrocientos y pico de años, todos descendientes directos de David, hasta que, en el 586 antes de Cristo, Nabucodonosor tomó Jerusalén, acabó con la monarquía y desterró a toda la dirigencia judía a Babilonia. Durante esos cuatrocientos años fueron los dávidas, es decir los parientes directos de los reyes, quienes habían ocupado las principales funciones públicas y, sobre todo, integrado las fuerzas armadas de Israel en sus tropas de élite y más cercanas al trono, algo así como nuestros granaderos con los presidentes. De tal manera que era una estirpe guerrera y orgullosa de su sangre y de su pasado.

Por supuesto que los que no murieron defendiendo su país contra Nabucodonosor fueron desterrados todos a la mesopotamia. Pero cuando 50 años después Ciro el Persa conquista Babilonia y deja volver a los exiliados a Palestina, los dávidas que quedaban -según cuentan Esdras y Nehemías- volvieron a asentarse en Judá, al sur, el solar de sus antepasados. Es verdad que ya la mayor parte de las tierras habían pasado a dueños nuevos, pero los dávidas, aún en condiciones austerísimas, se aferraron orgullosamente al lugar de sus mayores y con mucho trabajo fueron readquiriendo allí algunas tierras.

La rama más directa de la descendencia davídica había optado por asentarse en Belén. Belén era casi una ciudad sagrada para los nostálgicos de la monarquía y de los viejos blasones; una especie de Reims para los franceses o de Guernica para los vascos: nada menos que el lugar donde había nacido el Rey David, hijo de Jesé, y donde había sido ungido monarca por el profeta Samuel.

Aún muchos siglos después, ya en la época de José, los sucesor de más alcurnia de los dávidas reivindicaba y mantenía unas pocas casas en la zona oriental y más alta de Belén, donde se conservaban los mayores recuerdos de David. Aprovechaban las cuevas allí existentes como infraestructura para cuadras, servicios y despensas.

A esta nobleza empobrecida, empero, le costaba subsistir. Judea era una zona muy pobre y ellos habían perdido toda su fortuna ya hacía mucho tiempo.

Y como decíamos, sangre de guerreros la de los dávidas. Pero los persas y después los griegos y los romanos habían prohibido a los judíos tomar las armas. Solo podían hacerlo como mercenarios de ejércitos extranjeros. Y un dávida jamás armaría su brazo para pelear por nada que no fuera la libertad de Israel. Conservaban su orgullo de soldados; pero eso no impedía que, para poder subsistir, aprendieran oficios. Sabían que la nobleza era algo que viene de adentro y que no importa el puesto social que uno tenga en la vida con tal que lo ejercite en bien de su prójimo y con honestidad. José, joven dávida, para poder vivir con dignidad ha aprendido el oficio de carpintero o, mejor, de albañil, que eso significa la palabra teknon, griega, con la cual se lo califica. Era un poco de todo: maestro mayor de obras, talabartero, fabricante de manceras de arado y de vigas, y también de empuñaduras de espada y astiles de lanza... Eso hacía José.

Pero en Belén ha tenido poco trabajo. Es posible que haya ido a intentar fortuna entre los 18.000 obreros que empleaba Herodes, para paliar la desocupación, en la reconstrucción del templo de Jerusalén. Quizá no se sintió allí a gusto y pasó más al norte, a las fértiles praderas y tierras de la rica Galilea, donde también abundaba el trabajo de construcciones que emprendían los romanos y en los que estaba obsesionado Herodes el Grande. Precisamente una de las ciudades que mandó levantar Herodes fue Séforis , a 4 kilómetros de Nazaret. Es probable que en sus obras José haya encontrado trabajo y, en algún rato de ocio, paseándose por los alrededores o, quizá, alojándose en la casa del algún pariente en Nazaret, haya conocido a la joven más bonita de la zona, María, de la estirpe de Aarón. Cuando pidió su mano, no le habrá costado trabajo al bueno de Don Joaquín, respaldado con las miradas fulminantes y algún puntapié disimulado en los tobillos de la robusta Ana su mujer, decir que sí al apuesto joven, aristócrata venido a menos, pero al fin y al cabo independiente y con oficio, que María apenas se atrevía a mirar detrás de su velo, tan alto, buen mozo y joven que lo veía.

Es difícil que José entonces pudiera sospechar todo lo que sobrevendría después; y que acabaría honorablemente su vida, pocos años luego, el cuarto de nuestra era, en la sublevación de Judas el galileo contra las tropas romanas de Varo, defendiendo con la espada, a fuer de guerrero dávida, ese misma ciudad de Séforis que ahora estaba construyendo como carpintero-albañil.

Pero a nosotros nos gusta imaginar a José joven y lleno de bríos, yendo de un lado para otro por Nazareth y alrededores, cortés y obsequioso, arreglando aquí una gotera, allí una puerta desvencijada, allá una rueda de un carro roto, ahí levantando una nueva casa, aquí fabricando juguetes de madera para su hijo Jesús, siempre sirviendo a los demás y manteniendo a los suyos con el esfuerzo de su trabajo.

Nos gusta también imaginarlo defendiendo a su patria. Nos gusta más verlo reunido alegremente después de la tarea frente al fuego con sus amigos, con su mujer, con los parientes de su mujer, con su hijo. Nos gusta verlo los sábados, serio y atento, seguir las palabras de las profecías y las promesas de los libros sagrados leídas por el rabino en la sinagoga de Nazareth. Y nos gusta también ver al hijo mirando con amor y con orgullo a su padre, y luego tratando de imitarlo en sus tareas, en su modo de hablar, de caminar, de reír, de rezar, de servir a los demás... ¡Cuantos gestos, cuantas palabras de José nos habrán llegado a nosotros -sin que nosotros lo sepamos- a través de las palabras y gestos de Jesús!

San José Obrero. Por supuesto hoy, 1° de Mayo, debemos recordar especialmente al mundo del trabajo, el de los que trabajan y el de los que quieren y necesitan trabajar y no pueden; el mundo de la fatiga y a veces de la casi esclavitud y, al mismo tiempo, el mundo de las realizaciones humanas, de la transformación de la naturaleza, del dominio del hombre sobre la tierra, del arte y de la técnica ; el mundo de las grandes empresas y de las fábricas y de las oficinas, y el mundo de las tareas domésticas; el mundo del trabajo de los brazos y el mundo del trabajo de la mente; el mundo de los que trabajan en actividad plena y juvenil y el de los discapacitados y el de los ancianos y el de los niños, el de los que no pueden ni deben trabajar y sin embargo deben vivir...

Recemos por todos, para que el trabajo, lejos de ser la carga impuesta por la estupidez y la injusticia y el pecado de los hombres, sea el vuelo plenificador que realice al hombre en actividad transformadora para gloria de Dios y servicio de los demás y, al mismo tiempo, lo sustente dignamente cuando trabaje, y cuando no pueda trabajar...

Recemos, si, por ello, pero sobre todo recemos para que, como José, los que trabajan puedan ser verdaderamente hombres ; que el trabajo y la angustia por la subsistencia y la actividad y que ni siquiera la pobreza, no los aleje de los verdaderos valores, de Dios, de la vida de familia, de ser padres, de ser amigos, de ser marido y mujer, de crecer en el espíritu : en oración y lectura, en gusto por las cosas buenas y bellas, sabiendo que el trabajar es solo un medio, al servicio de valores superiores y solamente tiene sentido si ayuda a individuos y sociedades a formar seres humanos, a permitirnos vivir como personas, como hermanos de Jesús y así, un día, lleguemos al feriado eterno del cielo.

Que la intercesión de José, el carpintero, nos lo conceda.

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