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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Triduo preparatorio a la fiesta de Nuestra Señora del Carmen

14-VII-71

El tercer día lo predicó el P. Carlos Nadal.

1º día

Antes de entrar al Seminario, conocí a un empedernido jugador de ruleta que decía poseer una cábala infalible para acertar los números y apostar. Dicha cábala le exigía que se pasara horas y horas estudiando, antes de entrar en el Casino. Llevaba anotados los números a los cuales debía jugar. Pero, muchas veces, cuando estaba frente a la mesa de juego, olvidaba sus anotaciones y, dejándose llevar por inspiraciones repentinas, ponía las fichas sobre cualquier número. Así llego a ganar y perder grandes sumas de dinero. Yo le preguntaba por qué, después de haberse pasado el día confeccionando sus interminables listas de cifras, hacía cualquier cosa, y me respondía que eran inspiraciones de último momento que, en la pasión del juego, no podía dominar.

Conocí también a una señora muy bien casada, feliz con su marido y sus hijos que me contaba que, siendo soltera, una vez había planeado cuidadosamente un viaje. No sé a dónde debía ir. El asunto es que, en medio de su periplo, decidió repentinamente cambiar de itinerario. Y fue entonces cuando conoció a su futuro esposo y, más tarde, se casó con él. Bendecía siempre esa repentina decisión que le había permitido hallar la felicidad.

¡Y cuántas cosas en nuestra vida dependen de esas repentinas decisiones! Pensábamos salir de casa y, a último momento, no salimos. Nos llama por teléfono aquella persona que de otra manera no hubiéramos podido ver nunca. Decidimos tomar tal colectivo y, en el último instante, no lo hacemos. El colectivo choca a las tres cuadras. O en el colectivo siguiente nos encontramos con alguien. Meditamos en un examen una respuesta y un minuto después respondemos otra cosa.

Cuantas decisiones, bifurcaciones, vericuetos de nuestra vida se deben a esas determinaciones de último momento que surgen como espontáneamente como si no fueran totalmente nuestras.

Y hay momentos importantes de la vida que dependen de esas decisiones. A veces pueden cambiar fundamentalmente la marcha de nuestra existencia: un nuevo trabajo, una nueva amistad, un nuevo barrio. De la resolución de un instante puede depender todo el curso de una vida.

Pero hay momentos más o menos importantes para el desarrollo de la vida propia y ajena. No es lo mismo elegir el color del vestido que usaremos que determinar la carrera que ejerceremos, o el hombre o mujer con el cual nos casaremos. Además, hay decisiones de las cuales podemos arrepentirnos y volver atrás y otras que, una vez tomadas, nos comprometen para siempre, como el matrimonio, o subir a un avión –ya arriba, no podemos bajar- o tantos otros ejemplos.

Pero, de todas las decisiones que se le plantean al hombre en su vida, hay una que es la fundamental y decisiva: la de decidirse a favor de Dios o contra Él; la de elegir entre el camino que lleva a la Vida o el que conduce a la condenación. “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser y al prójimo como a ti mismo” o “te olvidarás de Él, harás lo que te plazca, te amarás a ti mismo sobre todas las cosas, buscarás tu comodidad y tu placer y de tu hermano que te importe un rábano

Esa es la opción fundamental frente a la cual todas las demás son pequeñas opciones –casi sin importancia-. Esa es la elección más importante de nuestra vida. En ella se juega nuestro eterno destino. Porque, aunque Dios quiere desmesuradamente nuestra salvación, respetando nuestra naturaleza libre y espiritual sin la cual no podríamos disfrutar de Su encuentro, dándonos la gracia de poder colaborar con Él en nuestra propia creación, la deja librada a nuestro libre albedrío. Si la libertad tiene algún sentido es, justamente, el poder decir ‘sí' o ‘no' a Dios; el permitir salvarnos o condenarnos por nuestros propios méritos o deméritos.

Es doctrina tomista que el ángel, ser espiritual, excelente, fuera del tiempo y el espacio, debió, en un solo instante atemporal, decidir ‘si' o ‘no' a Dios y comprometer para siempre su destino en una sola elección. Los que dijeron ‘sí' quedaron para la eternidad unidos a Dios en la visión beatífica, en el gozo maravilloso de las alegrías de la Vida trinitaria. Los que dijeron ‘no', los que, en lugar de elegir a Dios, se eligieron a si mimos, resultaron encadenados para siempre en la contemplación de sus propias nadas de creaturas, abismalmente lejos de Dios.

El hombre, espíritu imperfecto, engendrado en substancial unión con el cuerpo, situado en el tiempo y el espacio, no decide su lugar definitivo en un instante pleno y para siempre –al modo de los ángeles-. Elige en el tiempo, porque viven en el tiempo. Elige y decide en cada momento de su vida. Es a navegando los minutos, las horas y los días que el hombre, mientras vive, va labrando poco a poco su ser acabado y sempiterno. En cada instante puede elegir nuevamente y ponerse a favor o contra Dios. Todo segundo es apto para convertirse hacia el bien o hacia el mal. Mientras su corazón late en esta tierra puede todavía cambiar de dirección.

Por eso ni el más santo tiene la garantía de que seguirá siempre siendo santo, ni el peor está condenado a ser, hasta el fin, perverso.

Siempre estamos a tiempo de convertirnos. Pero los que se sienten buenos no canten todavía victoria: siempre están a tiempo de desviarse hacia la perdición.

Sin embargo, y aunque preparado por todos las elecciones anteriores de la vida, hay un momento especialísimo que es el definitivo: aquel después del cual ya no hay elección posible, ni posibilidad de arrepentirse para salvarse –o para perderse-. Es el momento de la muerte.

Pasado él, el hombre queda enclavado definitiva y perennemente en el estado en que la muerte le halló. Es el instante cumbre de la existencia humana, la puerta final del cielo o del infierno, el postrer plazo en que el Señor aún se queda a la expectativa con los brazos deseando abrazarte y rescatarte antes de pronunciar su inapelable sentencia. ¡Aún estás a tiempo; es tu última oportunidad; decídete: ‘sí' o ‘no'!

Y en ese momento pesará toda nuestra vida anterior. Podremos aún decir ‘si'; pero es difícil que lo hagamos si durante todos nuestros días hemos dicho ‘no' o ‘si' a medias. Terrible momento. Solos frente a nosotros y frente a nuestro Creador. Los ángeles callan esperando nuestra respuesta; todos los santos, mudos, reteñendo la respiración, orando, aguardan. El demonio, ansioso, ensaya sus últimos ataques. Solos. Dios, aun en la pura fe, y nosotros. Dios y yo.

Pero ¿estaremos realmente solos?

No. Habrá una mujer.

Una mujer que nos sonríe, que nos ayuda, que pide por nosotros, que sufre y ruega por mí. Es una madre. Una mamá. Es María.

Ella ha dado a luz a Cristo: en su seno y al pie de la Cruz. Y pugna también por darnos a luz a nosotros, los ‘cristos', ‘ungidos', que, junto al Primogénito, viviremos con Él para siempre. María estará a nuestro lado; nos dará su fuera de ‘si'. De ‘hágase en mi según tu palabra'. Luchará con su inmenso amor de madre. Retendrá bajo su pie a la serpiente que nos amenaza. Aún intentará, incluso, salvar a aquellos que, en la ruleta de la vida, apostaron siempre a número perdedor. Será la inspiración salvadora de último momento; la decisión súbita de la encrucijada final. La plegaria tardía y salvadora del buen ladrón.

Eso ha prometido nuestra Señora del Carmen a sus fieles.

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