INICIO
otros Sermones
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Hora Santa

San Benito

Jueves Santo 27-III-75

1° parte

No. No hemos tenido que pedir audiencia, ni cita, ni horario. No esperas fatigosas; ni pomposos secretarios; ni pasillos; ni antesalas; ni protocolo. No: no vestidos de etiqueta; ni preparar discursos; ni timidez; ni no saber como tratarle. Hemos simplemente venido; sin avisarle; quizá ni siquiera preparados; con el traje o vestido que usamos en el día; sin nerviosismos; con confianza -quizá con un poquito de demasiada y cachazuda confianza- y nos hemos sentado; o nos hemos arrodillado, sí, pero, a lo mejor –no: probablemente- sin renovar el asombro, el pasmo, la admiración, el temor y, a la vez, la ternura del agradecimiento. Porque, aquí, frente a nosotros –no el Papa, no la presidente, no un obispo, ni cualquier otro personajón de los deste mundo- porque, aquí, frente a nosotros, está Dios.

Dios: apenas cuatro letras para nombrarle. Un hombre, Jesús, donde amarlo. Un pequeño pedazo de pan para mirarlo y comerlo.

¿Qué más puede hacer para acercarse a nosotros? ¿Qué otra cosa podríamos exigirle?

Todos recordamos el terror respetuoso que sentían los antiguos frente a Él. Los judíos con el rostro en tierra; el monte Sinaí tronando tempestades entre humos y rayos; el rostro temible del Señor que no puede ser mirado. Su imponente obra creadora; su ser macizo e infinito; su perfección alucinante; su grandeza; su poder, su inteligencia. Solo pensarlo nos abruma. Dios: inmenso. Yo: una pulga. ¡Qué será verlo! ¡el tenerle enfrente!

Y, sin embargo, aquí está ahora, ante mí, y no estoy temblando. Ni estoy asustado, a sus pies, postrado en el piso. Ni me aniquila mi osadía de mirarlo a la cara.

¡Tu tienes la culpa, Señor! ¿A quién se le ocurre? ¡un Dios tan grande, hacerse un crío en los brazos de María! ¿A quién se le ocurre quedarse entre nosotros disfrazado de harina?

Si nos tomamos demasiado confianza; si pasamos delante de ti y quizá ni siquiera nos arrodillamos como corresponde; y si, frente a tu casa, por vergüenza u olvido o descuido, no nos signamos; si sabemos que esta aquí en los sagrarios y no te visitamos; si tantas veces solo y no te acompañamos; ¡es culpa tuya, Señor! ¿A quién se le ocurre, un pedazo de pan? ¡Nunca una espera, una antesala; recibiéndonos cuando se nos antoja, sin darte ni siquiera un cachito de importancia! ¿Cómo vas a hacerte respetar?

Y pan. ¡Humilde, pobre, blanco, pan!

Y eso que intentamos arreglarte un poco y te rodeamos de luces y de velas, de oro y de manteles, de sacerdotes estirados y de incienso. Pero, la cosa no tiene remedio porque ahí, en el centro del copón dorado, siempre lo mismo, la humildad del pan.

Señor, yo no entiendo mucho; pero, de ser Vos, me hubiera encarnado en tempestad, en viento, en rayo, en fuego; y no al alcance de las bocas, de la manos: ¡en alto pedestal; mentón erguido; soberano gesto!

Pero no: humilde pan, endeble miga, tenue espiga. ¿Cómo quieres que predique tu grandeza si te me haces niño, si te me haces trigo?

Nosotros necesitamos otras cosas: fanfarrias, tambores, vestidos largos, smoking, uniformes, plataformas, Rolex. Así nos hacemos respetar. Y que nos consideren, y que nos sonrían, y que nos aplaudan, y que nos digan ‘doctor', ‘señor', ‘Don', ‘ingeniero', ‘Excelencia', ‘Reverendo Padre'.

Claro, ya no como antes, porque hoy somos todos muy democráticos; pero ¡cómo nos gusta remarcar sutilmente las diferencias! Como aquel noble que, cuenta Manzoni, era tan humilde que preparaba una mesa para los pobres en su palacio y él mismo los servía. Pero jamás se le hubiese ocurrido sentarse y comer junto con ellos.

¡Enhiestos orgullos disfrazados de humildad! Como el cura aquel que, en la ceremonia del lavado de los pies, se enojó con uno de los doce pobres, porque, antes de la ceremonia, no se los había fregado con jabón.

Tu, Señor, en cambio, los sucios pies de Pedro, los pies de Juan, los de Tomás, Andrés, Santiago. Los pies de Judas. Mis propios sucios pies. Mis sucios pies del alma embarrados en tantos senderos equivocados; en los basurales del pecado; en la transpiración del pereza, la incuria, la mediocridad. De las canilla de tus manos y de tus pies, de la fuente de tu costado, sacas las sangre y el agua con que me lavas. ¡Pobre y despreciado Dios crucificado!

Sí: cómo pensarlo entonces ‘Dios' como nos enseña el catecismo y la filosofía: ‘Ser Supremo', ‘infinitud perfecta', ‘océano insondable e ilimitado de toda grandeza', ‘de todo poder', ‘de toda gloria', ‘de toda opulencia', ‘de toda belleza'… si insiste en lavarnos los pies. Si, en lugar de trono y de corona, cuelga ensangrentado de los ganchos de una cruz. Si, en vez de rayo y trueno, calla ensimismado en pan.

Como canta el poeta (1) español Félix José Reinoso :

“Y que, Señor, bajo ese opaco velo

la majestad se esconde,

el poder y esplendor que en luz ardiente

enciende y llena el anchuroso cielo?

¿Do el trono soberano?

¿Do está el alcázar? ¿Dónde

la corte que entre nube reverente

asiste a la deidad, de cuya mano

pende la tierra, a cuya vista airada

la mar huye espantada?

Tu bajas ¡oh! de tu esplendor desnudo,

a esta humilde morada

para habitar en el mortal mezquino,

para estrecharle en amoroso nudo.

¿Oh, Señor! ¿Qué es el hombre?

Prole infiel engendrada

en miseria y pecado, ¡Amor divino,

inmenso como Dios! ¿Así tu nombre,

tu omnipotencia y gloria y tu grandeza

se humilla a mi bajeza?

No ya, como en Horeb, de en medio al fuego

un acento imperioso:

‘Aparta', te dirá, ‘del lugar santo';

ni otra vez el mortal, entre humo ciego,

en trueno pavoroso

oirá la voz divina con espanto.

De sí pródigo Dios, al hombre, unido,

fue su víctima ya; y ora ¡oh portento!

ser quiere su alimento.

¿Cuál ¡oh! será la afortunada gente

a quien el rostro amable

su Dios así le muestre generoso?

Entonad, ¡oh mortales!, dulcemente

canto no interrumpido:

la piedad adorable

load, load del Dios que en delicioso

manjar se os da, ¡oh amor!, ¡Oh!, convertido

yo en ti viviere, el alma desmayada,

en dulzura anegada…

 

Canto: “Cantemos al amor de los amores”

Oración: Dios todopoderoso y eterno;, segunda Sagrada Persona de la Santa Trinidad; Verbo de Dios por quien todas las cosas fueron hechas y se sostienen en la existencia;, Tu que, para que no nos abrumemos, pequeñas creaturas, ante tu augusta presencia, permaneces entre nosotros velado en pan, haznos percibir siempre tu grandeza humillada por nosotros. Que nunca nos acostumbremos a tu convivencia. Que nuestro asombro y agradecimiento se renueve cada vez que nos acercamos así tan fácilmente a Ti Que tus audiencias en el sagrario, no por accesibles se nos transformen en vulgares. Que siempre estemos frente a ti confiados, pero nunca confianzudos. Que el amor increíble que así nos demuestras y el amor que queremos tenerte coexistan siempre con el respeto y reverencia que, como criaturas e hijos, Te debemos. Y, ante este sacramento donde abdicas toda pompa para bajarte a nosotros, haznos aprender la humildad.

Tu, que eres Dios y vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.

 

Oremos cinco minutos en silencio.

----------------------------------------------

2° parte

El sol brilla, enorme, candente, encandilante, en medio de desierto. El aire sofoca. Arena y polvo vuelan enloquecidas en el viento. Los labios se agrietan sobre las bocas resecas. Falta agua, el hambre aprieta.

La caravana avanza lentamente. Los hombres arrastrando sus armas; las mujeres apenas sosteniendo sus bultos y enseres; y los niños ya sin fuerzas ni siquiera para llorar.

Y, al frente, el caudillo alucinado, empecinado en la marcha. “ ¡Allá, allá! ” Apunta al horizonte lejano. “ Allá esta la tierra prometida; la tierra que mana leche y que mana miel ”. Los hombres aguzan los ojos; entrecierran los párpados las mujeres y se empinan en los pies. Pero, ni siquiera el engaño del espejismo: el horizonte es polvo, viento, hirviente sol.

Y hambre, y sed.

Sí: los han sacado de Egipto. Eran esclavos; y el hombre enviado por Dios los ha liberado. Pero ¿para qué quieren la libertad en este desierto hostil? ¿Quién se acuerda ahora de los latigazos de los capataces, de las cabezas gachas, de la amargura de la servidumbre?

¡Ah! Cuándo aprieta el tormento de la sed ¡qué bellas y frescas aparecen en el recuerdo las aguas del Nilo! Y, en medio del hambre, ¡qué banquete parecen las ollas de carne que allá comían! Y, cuando la arena se mete en los ojos y en la boca y en los oídos ¡ah! ¡el recuerdo de las sólidas paredes de las casas allá dejadas! ¡Qué importa la esclavitud cuando hay agua, comida, techo y pueden las madres cantar el arrorró a su niños y, a la tarde, los jóvenes danzar y cantar a la luz de las fogatas! ¿Por qué se nos habrá ocurrido prestar oídos a este loco y a su libertad y a su tierra prometida?

Los hombres murmuran, protestan sordamente las mujeres, y el clamor llega a Moisés: “ Ojalá –cuenta la Biblia- el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto cuando nos sentábamos delante de las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. Nos has traído a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud

Se eleva la queja al cielo.

Y también ora Moisés:”¿ Por qué tratas mal a tu siervo? ¿Por qué, señor, no he hallado gracia a tus ojos, para que hayas echado sobre mi la carga de todo este pueblo?”

Y Dios escucha. Y responde: “ Yo haré caer pan para ustedes desde lo alto del cielo ”.

Y el maná cae como copos de nieve refrescante para alimentar a su pueblo. Y las fuerzas vuelven, y el desierto ya no parece tan desierto, y los cuerpos agobiados ya pueden erguirse nuevamente, y mirar al horizonte –y hasta parece que ya, a lo lejos, pero no tan lejos, se ve algo- y, restaurados, siguen la marcha hacia la tierra prometida.

También Jesús un día llamó a nuestras puertas. Nos sacudió, nos despertó. Estábamos en Egipto, entorpecidos por el mundo que nos rodeaba, esclavos del ambiente, esclavos de nuestra pereza, de nuestros gustos, de nuestra mediocridad, de nuestros sentidos. Bajábamos la cabeza ante los capataces del mundo, de la moda, del qué dirán. Humillábamos nuestra inteligencia ante la opinión de los otros, de los diarios, de las revistas, del cine, de la televisión. Comíamos de las ollas de carne de la pavada cotidiana, de la charla tonta, de la fiesta, del bailecito, del chisme de familia, de oficina y entre vecinos. Se nos hacía agua en la boca ante las pirámides de las riquezas, de los autos último modelo, de la técnica, de los negocios y de las vidrieras de los supermercados. Bebíamos en las tranquilas aguas del Nilo nuestra pachorra burguesa –o nuestra rebeldía adocenada- buscando el placer y la comodidad. Que los látigos de los capataces siglo XX ya no duelen, sino que hipnotizan y acarician, engañan y adormecen. Quizá sí, un día, hirientes, silbarán, pero ya será tarde para escapar.

Sí, así estábamos. Hasta que un día tú, Señor, Moisés, Jesús, nos llamaste y despertaste. Nos hiciste sentir la bajeza de nuestra condición esclava y nos mostraste el sublime camino de la libertad. Tu evangelio nos habló de otros senderos; nos excitó a la lucha y al combate; nos señaló el horizonte estupendo de tu compañía en la eternidad.

Y, entonces, abandonamos Egipto -¿te acuerdas?-. Aquella vez que, harto de mis pecados, me volví a Ti y tu me sonreíste. O esotra, a lo mejor, cuando, después de ser cristiano durante tanto tiempo, me di cuenta finalmente lo que ser cristiano quería en serio decir. O, quizá, esa vez que, cansado de tanta nauseabunda chatura y mediocridad, me sacudiste con tu mirada de jefe. O esa otra en que, después de tanto tiempo, me confesé. O aquel retiro cuando me alisté en tus filas. O, simplemente, cuando de niño crucé el mar rojo del las aguas del bautismo y esa semilla creció siempre en medio de mi familia buena. Sí: me llamaste y tomé tu bandera y te seguí al desierto. Hacia la prometida tierra.

Pero ¿para qué lo vamos a negar Señor? Al principio corríamos entusiasmados. Todo parecía fácil. ¡Qué alegría ardía en nuestro pecho! ¡Descubrir la belleza del darse a los hermanos, del ser dueño de si mismo, del ser amigos tuyos, del vivir con la frente bien alta!

Pero, el camino es largo. No es la huida presurosa de un día. Es la marcha fatigosa y lenta de los años. Y tus desiertos, Señor, a veces, se transforman en calvarios. Y, perdóname Señor, si te lo digo ¡qué lindo aparece Egipto a nuestro lado! Y ¡qué lejos, qué nublado e inasible, se nos aparece tu cielo prometido! ¡Qué tentación las ollas de carne egipcia!

Sí, cristianos. Dios, Jesús, Moisés, no nos ha llamado a un fácil camino. Sed y hambre habrá. Y espina y clavos. Las oscuras noches de la oración no respondida; del precepto exigente; de los fracasos; de las caídas; del llamado de Egipto; de las penas; de la salud herida; de las ingratitudes y abandonos.

Y tendremos hambre y tendremos sed. Y solo habrá, para nosotros, hiel y vinagre.

Pero, Jesús ya lo sabe. Y Jesús no te deja solo. Y Jesús calma tu hambre. Y Jesús hace llover sobre tu alma hambrienta el pan de los ángeles.

“Yo soy el pan de vida” –dijo-.

“El que viene a mi jamás tendrá hambre;

“El que cree en mi jamás tendrá sed.”

“Yo soy el pan de vida”.

“Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para el que lo coma no muera.”

“Yo soy el pan vivo bajado del Cielo. El que coma este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.”

Cuando se haga penoso tu camino; cuando te tiente Egipto; cuando quieras reponer tus fuerzas y seguir el combate; cuanto te abrume el estar solo entre tantos egipcios porteños que se burlan; cuanto te apriete la angustia, el dolor, o la soledad y se empañe tu esperanza de eternidad; ¡soldado, ven al sagrario, Jesús te da su pan!

 

Canto: “Cuerpo y sangre de Jesús”.

 

Alma de Cristo, santifícame.

Cuerpo de Cristo, sálvame.

Sangre de Cristo, embriágame.

Agua del costado de Cristo, lávame.

Pasión de Cristo, confórtame.

¡Oh, buen Jesús!, óyeme.

Dentro de tus llagas, escóndeme.

No permitas que me aparte de Ti

Del maligno enemigo, defiéndeme.

En la hora de mi muerte, llámame.

Y mándame ir a Ti

Para que con tus santos te alabe.

Por los siglos de los siglos.

Amén

 

Oremos en silencio cinco minutos.

 

Señor Jesús, Pan aquí presente en la multiplicación milagrosa de los sagrarios; Dios todopoderoso, caudillo nuestro que te nos das en este maná. Preso en el copón. Preso esta noche, mañana morirás en el calvario.

No prometemos acompañarte –al menos no te lo prometemos en alta voz, para que no nos oigan: Pedro gritó su promesa delante de los demás y después te negó tres veces-. Queremos hacerte, en cambio, una promesa más modesta, silenciosa y tímida. Una promesa condicional, humilde; porque nos conocemos y nos sabemos débiles:

Si Tu nos lo pides; si nos das las fueras; si es necesario; si nos acompañas; ¡que se haga en nuestra vida tu voluntad!; aún –y “si es posible apártese de mi este cáliz”- aún si nos quieres llevar a la Cruz.

Pero, entonces, no nos niegues nunca de este Pan. Que encontremos aquí el gozo y aliento de tu compañía; que, en tu sagrada mesa, repongamos nuestras fuerzas y encontremos ayuda para nuestra debilidad. Amén.

 

Bendito sea Dios.

Bendito sea su Santo Nombre.

Bendito sea Jesucristo verdadero Dios y verdadero Hombre.

Bendito sea el Nombre de Jesús.

Bendito sea su Sacratísimo Corazón.

Bendito sea su Preciosísima Sangre.

Bendito sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar.

Bendito sea el Espíritu Santo Consolador.

Bendita sea la Incomparable Madre de Dios la Santísima Virgen María.

Bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción.

Bendita sea su gloriosa Asunción.

Bendito sea el Nombre de María Virgen y Madre.

Bendito sea San José su casto esposo.

Bendito sea Dios en sus Ángeles y en sus Santos.

 

Canto: “Alabado sea el Santísimo…”

 

C. Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar.

P. Sea por siempre bendito y alabado.

 

1- Poeta español, Feliz José Reinoso (1772-1841)

Volver