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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Inicio novena Inmaculada Concepción de María.
Noviebre
1972

Vamos, desde hoy, a prepararnos especialmente para la jubilosa fiesta de la Inmaculada Concepción. Fiesta de nuestra Madre, fiesta de María, durante la cual, como broche de oro a todos sus estupendos adornos, la Iglesia le reconoce el privilegio único de haber nacido –en un mundo lleno de pecado-, por la gracia de Cristo, sin el más mínimo pecado, ni siquiera aquel que heredamos, por el solo hecho de pertenecer a su descendencia, de nuestro rebisabuelo Adán.

“María; sin pecado concebida”. Jamás pudo el pecado adueñarse de ella. Jamás pudo ni siquiera rozarla con su sombra. Satán mordió ante ella permanentemente el polvo y ni una gota de su baba de rabia logró jamás salpicarla.

Sí: Madre purísima; Madre intacta; Madre inmaculada; Madre del Creador; Virgen poderosa y clemente; Virgen fiel; Causa de nuestra alegría; Reina de los ángeles; de los patriarcas, de todos los santos. Reina concebida sin pecado original. Las letanías no tendrían que acabar jamás para ponderarla adecuadamente.

¡Y pensar que, a veces, nos parecen largas! ¡Y pensar que hay –no hablo de los protestantes- hay ‘católicos' que dicen que hemos exagerado el culto a María! ¡Y hasta hemos visto iglesias en donde se han sacado sus imágenes y en donde no resuena más el murmurio de los rosarios!

Porque –afirman- el culto a María disminuye el culto a Dios, el culto a Jesús. ¡Que la gente ignorante adora a María! Que muchos la convierten supersticiosamente en una diosa.

¡Falsos! ¡Mentira! Quieren justificar su frialdad personal, su falta de fe, con afirmaciones embusteras.

Porque pienso que esa frialdad y olvido que tienen de la bendita Madre proviene de que no tienen en cuenta suficientemente el que Jesús, su hijo, no es un hijo cualquiera, es el eterno Hijo de Dios.

Porque, es claro: si Cristo fuera solo profeta, reformador social, un moralista, un prócer, un personaje extraordinario pero solo humano, un ejemplo a seguir, tendrían razón. A nadie se le ocurriría venerar especialmente a la madre de Napoleón, o de Buda, o de Irigoyen. Cualquiera puede pensar “yo tengo mi madre que vale tanto como esas”. Ninguna madre de solo mortal tiene derecho a que se la quiera más que a las demás madres. No creo que nadie elegiría a la madre de ningún hombre, por excelente que fuera, como Madre de las madres.

El mandamiento de ‘honrar al padre y a la madre' no nos obliga a honrar especialmente a la madre del Mahatma Gandhi ni al padre de Belgrano.

Pero tampoco nos impide el mandamiento de honrar a nuestro padre el adorar al Padre Celestial. Y, si el Padre Celestial envió a su Hijo –y el Hijo es Dios, como el Padre es Dios y el Espíritu Santo es Dios- a esta tierra entonces tampoco el mandamiento de honrar a nuestra madre terrena nos vedará venerar a la Madre del Hijo de Dios.

Si la Virgen no fuese más que la madre de otro hombre, entonces no podría ser al mismo tiempo también madre nuestra. Los lazos de la carne son demasiado fuertes y exclusivos. La sangre no admite más de una madre. Y largo es el paso, la distancia, entre una madre y una madrastra.

El Espíritu en cambio admite otra madre.

Siendo María Madre de Dios, puede ser también la Madre de cualquiera que haya redimido Jesucristo elevándolo a su fraternidad como hijo adoptivo.

Y, por eso, el secreto para comprender a María es el tomar, como punto de partida, a Cristo, Hijo de Dios, segunda persona de la Trinidad, y no a la Virgen. Cuanto menos adore la sublime personalidad divina de Jesús, menos motivos tendré para respetar a la Virgen. Cuánto menos piense en Él como Dios, menos pensaré en Ella como Madre. Cuanto más adore la divinidad de Cristo, más veneraré la maternidad de María.

La maternidad de María es diferente de todas las demás maternidades de la tierra, justamente porque su Hijo es diferente de todos los demás hijos.

Hace unos años un chico del catecismo hablaba de la Virgen con un profesor vecino suyo, que vivía en el mismo piso del departamento. Uno de esos profesores con más instrucción y vanidad que inteligencia. Se burlaba del chico y le decía: “¡ Pero si no existe diferencia alguna entre Ella –la Virgen- y mi madre !” Y el chico le contestó: “ Eso lo dice usted , pero, por lo que veo, al menos hay una enorme diferencia entre los dos hijos .”

No; la Virgen no es cualquier madre –porque no tuvo cualquier hijo-. Y no somos nosotros con nuestro culto quienes la hemos hecho diferente de las demás. Ha sido el mismo Señor quien la ha creado distinta, para gloria de Dios y para nuestro bien y consuelo.

Porque ella ha sido el paso necesario, el acceso obligado, el puente que debió atravesar ineluctablemente la divinidad para hacerse carne en Jesucristo. A través de María, Jesús se hizo mediador entre lo divino y lo humano. Sin ella, sin su fe y aceptación de la divina palabra, o Dios no sería hombre, o el nacido de Ella sería hombre y no Dios.

Sin María no tendríamos en modo alguno a nuestro Señor. Cualquiera que tenga una caja fuerte, una caja de caudales, un armario, sabe muy bien el cuidado que tiene que tener con la llave. No que crea que la llave sea el dinero que se guarda en la caja, pero sabe que, sin la llave, no puede acceder a los tesoros que contiene y resguarda.

María es esa llave. Sin Ella no podríamos tener al Señor; porque El nos vino mediante Ella.

No se trata de equiparar a María con Cristo, pues Ella es criatura y El, en su divinidad, Creador. Pero, sin la Virgen, no hubiéramos podido nunca llegar al Señor.

Que el que quiera diga -si lo desea y se siente con eso muy inteligente-: “Me basta Cristo, no tengo necesidad de la Virgen”.

Pero piense un poco, y sepa que Dios –algo más inteligente que él- sí tuvo necesidad de María.

Y fue Él mismo, quien un día –para más datos, un Viernes Santo-, izado en la Cruz como bandera sangrante de salvación, nos reafirmó que tenemos necesidad de Ella.

Mujer, he ahí a tu hijo”.

Cristiano, he ahí a tu madre

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