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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Llegada Virgen Fátima
Inmaculada concepción
5-5-74

Estaban reunidos los señores y los nobles y los ricos en sus grandes palacios, en sus casa rosadas, en sus salones de fiesta, en sus banquetes. En la sonrisa hipócrita de las reverencias, del protocolo, del armiño y del visón, en el ruido bullicioso de la danza, en el tintinear de las copas y la algazara de los disc-jockeys.
No vino a ellos.
Estaban los magnates y los plutócratas en sus telonios, en sus bancos, en sus grandes y lustradas oficinas, en el repiquetear de las teclas y de las sumas y las restas, en el si bemol del oro y el fa sostenido de la plata, en el destellar de sus IBM.
No vino a ellos.
Estaban los doctores y los escribas en sus escritorios, en sus mesas redondas, en sus conferencias, en sus charlas eruditas y sagaces, sus grandes y sabias palabras, sus micrófonos, sus libros, sus grabadores y parlantes.
No vino a ellos.
Estaban también los sacerdotes y prelados, entre nubes de incienso y perfumes de sándalo, entre las filigranas de sus arneses y gualdrapas, sus vasos de oro y de brillantes, sus mentones erguidos, su boato.
No vino a ellos.
No. No vino a ninguno de ellos.

Aquella sagrada noche, cuando su mirada, a la luz tenue de la luna, recorrió la tierra, huyó de la ciudad y de las luces, de los sabios y de los ricos y, allí, en el llano salpicado de arbustos, muy cerca del desvalido pesebre, descubrió a los pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno, durante la noche su majada.
A ellos vino.

Les anuncio la alegría –dijo‑ un niño les ha nacido: Cristo Señor”. Y ellos se levantaron y fueron y La encontraron y Lo encontraron. María, a ellos, los primeros, lo levantó en sus brazos y les mostró a su hijo.

Portugal. Contrafuertes de la Sierra del Aire, Diócesis de Leiria, Cova de Iria, Fátima. Jacinta, Francisco y Lucía, pastores y niños.

A ellos vino.
Zampoñas y cayados, muñeca y juegos, ojos limpios.
A ellos vino.

Si no se hacen como niños no entrarán en el Reino de los Cielos”. “Yo te bendigo Padre Señor del Cielo y de la tierra porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños”. “Porque miraste la pequeñez de tu servidora por eso me llamaran feliz todas las generaciones

Si, señores, Dios huye de las miradas altivas de los perfectos, de los grandes pensamientos que inventó mi sagaz caletre, de mi importancia de hombre grande, de mi cuenta bancaria. Dios cierra los ojos al fariseo que, de pie en primera fila, se piensa inteligente y justo. Reserva su ternura al publicano niño que, a distancia, sin atreverse a alzar los ojos al cielo, se golpea el pecho.
Porque ¡qué pavote el que llegara a creerse algo delante de Dios! Microscópica creatura ante la inmensidad tremenda del Creador. Fósforo apagado su inteligencia frente a la luz encandilante del hacedor. Mezquina su bondad y su alma en el espejo límpido de la bondad de Dios. Feble y exangüe prepotencia frente al omniinfinito poder del Todopoderoso.

Pero, “Seréis como dioses”, ladró el demonio. Y aquí estamos, altivos, vanos, infatuados, soberbios, altaneros, con nuestras ciencias y nuestras cuentas, nuestros misiles y nuestras atómicas bombas, nuestras poses doctorales y nuestras supremas inteligencias de hombres del siglo XX.
Pero Dios se ríe. O, mejor, Dios llora.

Porque ¿dónde nos ha llevado tanto orgullo, tanta ciencia? Además de la heladera y el marcapasos, el aire acondicionado y el Torino, el turismo y la licuadora, la TV y el disco, la IBM y el tomógrafo, ¿qué nos han dado? Caras adustas de los porteños, neurosis, fusiles y bombas, matrimonios rotos, niños huérfanos con padres vivos, hachís y sexo, soledad, vacío, envidia, odio.

Sí, Dios llora.
Porque Él nos creó para la felicidad y ¿cómo nos va a hacer felices si, mirándonos a nosotros, no lo miramos a Él? ¿Cómo nos va a abrazar si le damos la espalda en el pecado o la indiferencia? Su amor rebota en la frente altiva ¿qué Dios puede hacer un favor al que se cree Dios? ¿Qué padre puede actuar como padre con el hijo rebelde y contestatario? El amor del padre está allí, pero el hijo lo rechaza, da un portazo, golpea la puerta de su casa. El ya es grande ¡basta de consejos y de sermones! ¡Hago lo que quiero!
Un padre solo puede ser padre con el que se siente hijo. Dios solo puede ayudar al que se siente creatura. Solo puede extender la mano al que se la abre, mirar al que lo mira, amar al que lo ama. Ser papá con el que se siente hijo, pequeño, infante, humilde, niño.

Y por eso nos ha dado a María, Su madre, como nuestra madre. Porque quizá con el padre sea más difícil sentirse hijo –al menos así lo explica Freud, complejo de Edipo, qué se yo‑ pero ¿quién no se siente hijo, pequeño, ante su madre, si no ha endurecido su corazón o ha pervertido su alma?

Por eso María es el último salvavidas que nos arroja Dios.
De allí que, cuando a pesar del pecado, del alejamiento de la Iglesia y de los sacramentos, cuando, a pesar de la superstición y la ignorancia, se conserva aún la devoción a María ‑aunque más no sea el tenue lazo de la medalla al cuello o en el tablero del auto o la ida a Luján todos los años‑ todavía hay esperanzas. María los llevará a Jesús.
Y, al contrario, cuando comienza a olvidarse a María o, en la torpeza del teólogo soberbio, helarse la ternura hacia Ella ¡Cuidado! ¡Peligro! ¡Semáforos rojos encendidos! Porque todas las herejías, todas las torpezas, todas las apostasías, nacieron sin María.

El cerrojo del corazón que no se abrirá al llamar del padre se entornará derretido en las lágrimas de la madre. Y, por eso, quizá, a este mundo que no ha escuchado la voz de Dios, que ha hecho oídos sordos a sus profetas, a su Iglesia, hoy habla María.
La Salette, Lourdes, Fátima, Garabandal y tantas otras misteriosas visitas de la madre, alumbradas en distintas partes de la tierra.
Nunca como ahora había multiplicado su real presencia en un llamado angustioso, repetido, instante, a la conversión, a la vuelta a Dios, al reencuentro con el Padre.

¡Gracias, María, por tus visitas!
Pero, al mismo tiempo ¡qué temor! Dios no gusta recurrir a los gestos extraordinarios, los milagros, a las apariciones Son el último recurso. La última cuerda que se arroja al que se está ahogando o camina tambaleante sobre el abismo. Algo horrible estará por ocurrir. Y debiéramos sospecharlo, por el solo hecho de tanto aparecer, aunque la Virgen no nos hubiera advertido nada, como en Fátima, donde dijo que la humanidad va al desastre si no se convierte.

Y ¿Quién no se da cuenta de que vivimos horas en que el horizonte está preñado de tormentas? ¿Cuál es el futuro que parece estar gestando el hombre? Cualquier dirección hacia donde apuntemos la mirada está pintada de negro.
¿Hacia dónde nos encaminamos? ¿Acaso hacia la sociedad esclavizada por la tecnocracia, por el burócrata, teledirigida y arrastrada de las narices por sus deseos más bastos, por su sed de tener y de placer, por sus pasiones liberadas, por el sexo bastardeado y abusado? ¿Acaso hacia la sociedad envilecida y reglamentada de la utopía socialista y la sombra roja del martillo y de la hoz? ¿O al conflicto permanente de los pobres y los ricos? ¿O al igualitarismo chato y gris de la democracia senil? ¿Hacia dónde? ¿Quizá ‑¡horror!‑ a la incandescencia homicida de protones y electrones desatados del átomo por la demencia de sabios y políticos?

Pero, hoy, en nuestra Iglesia de Belgrano, resuena el eco de Fátima en la imagen de la Virgen que nos visita. “Nada de eso sucederá” –nos dice‑ “si se convierten, si hacen penitencia, si rezan”.

Y su sonrisa de yeso es ya como un esbozo de esperanza.
Dejemos de lado nuestros egoísmos, nuestro orgullo de adultos, nuestro pecado, nuestros inteligentes pensamientos, seamos pastorcitos, seamos pequeños, seamos niños.
Seamos sus hijos. Busquemos Su caricia y Su regazo; aferremos el Rosario y, Ella, entonces, vendrá a nosotros, nos mostrará a Jesús, nada pasará, nada nos pasará.
Ella, María, mamá, nos cuidará.

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