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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

1 de Abril de 1984
(A dos años de la guerra de las Malvinas)

¿Quién podrá querer las guerras? El drama de la destrucción, de la muerte, de los heridos y mutilados, de las miles de llagas físicas, morales y materiales que ellas provocan. Guerras tanto más brutales y destructivas cuanto el hombre, en su progreso, ha desarrollado pavorosamente sus técnicas de devastación masiva y arrastra en su desarrollo a las enteras naciones sin respetar blancos civiles o militares. No. Líbrenos Dios de las guerras.
De hecho, tanto el AT como el Nuevo nos hablan de unas promesas en que, en el Reino definitivo, cuando Cristo triunfe finalmente sobre las fuerzas del pecado y así se trascienda lo humano “se forjarán de las espadas arados y de las lanzas podaderas” Sí, más allá de la barrera de lo humano cuando, transformados en Cristo a través de la muerte, se alcance la paz de la Unidad Trinitaria.


Ignacio Díaz Olano, Angelus en el campo, Museo de Álava

Mientras tanto sigue navegando por la historia el viejo Adán, el viejo Caín. Oscuras programaciones genéticas que heredamos de la época de los saurios y los reptiles., instintos de agresividad y territorialidad asumidos por la razón humana en su ambición de infinito falsamente dirigida a los valores terrenos, potenciados en ambición, en envidia, en egoísmo, en nacionalismos feroces, en xenofobia, en sed de poder, en voluntad de dominio, en apetitos de los bienes y placeres ajenos, configuran al Caín adámico que todos llevamos dentro y que está presto a surgir de nuestros fondos subconscientes como brutal demostración de nuestra herencia de animales desequilibrada por la razón y aún ser asumidos diabólicamente por nuestra corrupta libertad, por nuestro espíritu.

La misma supervivencia llevó a la humanidad, desde remotos tiempos, a tratar de morigerar estos instintos encuadrándolos lentamente en costumbres y leyes, para que no estallaran en el seno de las comunidades. Creando a la vez cuerpos selectos de hombres al servicio de esas leyes con el fin de frenar el instinto salvaje de los inadaptados. Pero, a su vez, casi siempre, esos hombres ‑los guerreros‑ sufrían el hipnotismo del poder y transformaban su fuerza en instrumento de dominación y despotismo. Una precaria y falsa paz se lograba a precio de esclavitud y servidumbre.
Pero, si esa especie de tranquilidad se lograba en el seno de las tribus, los clanes y las naciones, no era capaz de garantizarse hacia afuera cuando el complejo de Caín y las ambiciones o necesidades de los pueblos los enfrentaban entre sí.
Los crueles imperios de la historia, Asiria, Babilonia, Egipto, Grecia, Roma, el imperio tártaro, el indio, el azteca, el inca, nos muestran la barbarie de guerras bestiales de conquista, de aniquilación, de servidumbre y, al mismo tiempo, la necesidad de los diversos pueblos de defenderse, de ser fuertes para garantizar su paz.
Fortaleza defensiva necesaria que, en el dinamismo reptílico de la psique humana, fácilmente se transformaba en tentación a su vez de extralimitación y de dominio.

Es en este contexto en donde la guerra no era sino una de las tantas consecuencias del pecado del hombre donde aparecerá Jesucristo, el hombre nuevo, señalando que esa época de paz añorada por el AT se realizaba finalmente en Él, en el Resucitado, señalando un camino de trascendencia donde, superado lo humano, muerto lo adámico y lo caínico, a través de la muerte aceptada en el bautismo, el hombre se hacía y se hace capaz de alcanzar la paz de Dios. Jesús anticipa esa paz en donde no habrá ni odio, ni enfermedad, ni hambre, en sus milagros, en la multiplicación del pan, la curación de la ceguera, la calma de la tempestad, la pesca abundante y, también, en sus actitudes escatológicas, el ofrecer la otra mejilla, el negarse a luchar, el no tener nada para tener todo, el no tener mujer, como abriendo a la mirada del hombre el panorama de lo que habrá de venir, superado este mundo de contradicción y de muerte.
Y, mientras tanto, el combate. La lucha de la luz contra las tinieblas, del bien contra el mal, pero desplazado hacia los hondones interiores del ser humano, insistiendo en que el pecado, raíz de todos los desastres y todas las guerras, se vence ante todo en la guerra de cada uno contra sus propios egoísmos, tinieblas y debilidades.

Algunos hombres y mujeres ‑monjes y monjas‑ harán o intentarán hacer en la Iglesia como de garantes de esa realidad definitiva, como anticipo de  lo que vendrá, en una imitación literal de la vida de Cristo, en la renuncia a los bienes, a los placeres, a la libertad, e incluso a la propia defensa –fuentes, en el hombre, de todos los desgarramientos internos y exteriores‑ y querrán o intentarán entablar el combate allí en donde se deciden las definitivas batallas. Ellos tendrán o tendrían que hacer de ‘sal de la tierra’ y ‘luz del mundo’ y ayudan a que esas mismas virtudes de vencimiento de sí mismo, de muerte al propio egoísmo, sean vividos, en el amor a Dios ya a los demás, por aquellos cristianos que han de estar en el mundo, construyendo el mundo, defendiendo el mundo camino hacia el cielo.

Es a esa luz donde nace un nuevo tipo de guerrero. Porque, mientras subsista el hombre en su condición terrena, es decir en su condición pecadora, siempre habrá pasiones y ambiciones que lleven a la opresión y al uso injusto de la violencia y por lo tanto al legítimo derecho de individuos y de pueblos de defenderse de ella.
Querer erradicar totalmente la violencia en nombre de no sé qué pacifismo a lo Ghandi es desconocer totalmente la condición del hombre. Es ignorar que existe el mal y el pecado, es no saber que no existe ni prudencia, ni templanza, ni justicia sin fortaleza, olvidada virtud cardinal que tanto se silencia predicar en nuestros tiempos y que, aún a nivel de las virtudes teologales, es uno de los dones del Espíritu Santo.
Sin fortaleza no hay virtud, no hay posibilidad de vida humana.
Sin fortaleza, no hay posibilidad de vida nacional.

Justamente, el nuevo tipo de guerrero que intenta fabricar el cristianismo mira a constituir el sistema vertebral de las naciones, su fortaleza, sin la cual no hay posibilidad de patria ni de sociedad.
La fortaleza, la fuerza, no es ahora el instrumento de opresión de un pueblo sobre otro pueblo, de un grupo sobre los más, del tirano sobre sus siervos y lacayos. La fortaleza ‑como en el edificio de las virtudes cristianas‑ mira a defender la fe, la esperanza, la caridad, dando argamasa a la justicia, a la prudencia y a la templanza, sin las cuales no existe verdadera nación.
Desde Cristo ser soldado ya no significó simplemente ser el más fuerte, el más hábil con las armas, al servicio de cualquier interés egoísta o bastardo, de cualquier imperialismo, partido o empresa mercante, mercenario de sí mismo o de los demás, sino llegar a ser hombres señores de sí mismos, iluminados por la verdad, educados en la templanza y la prudencia, poniendo su fortaleza al servicio de Dios y de los demás.
A estos hombres se reservó el uso de las armas. A aquellos que habrían de usarlas no para servir a sus intereses personales, no para medrar con ellas, sino para desarmar a los prepotentes, a los delincuentes, defender a los débiles y servir a Dios y a la Nación.
Así nació la Orden de la Caballería. Ese es el origen de los ejércitos cristianos y, si bien la realidad no siempre coincidió con el ideal, la iglesia supo formar una escuela de hombres cuyas banderas fueron siempre los valores supremos de la vida y cuyo oficio no era simplemente matar, sino sobre todo saber morir por defender a los demás.

Porque esa fue siempre, para el cristianismo, la suprema forma de la fortaleza, el estar dispuesto a morir, aunque, por supuesto, haya tantas veces que estar dispuesto a matar.
El estar en disposición a morir es lo que diferencia al mercenario del soldado. La Fortaleza se hace cristiana justamente por eso. Porque con el mismo estar en actitud de entregar la vida biológica no solo confiesa y proclama que hay cosas que valen más que ella, sino que nadie podrá comprarlo, nadie podrá vencerlo, nada podrá acobardarlo, porque ¿qué más le pueden hacer, que más le pueden quitar, cómo podrán chantajear a uno que está preparado para entregar la propia vida?
Y, en cambio, si no estoy dispuesto a morir, por ese mismo hecho soy débil y me podrán quitar el honor, la verdad, la libertad, los bienes económicos impunemente a cambio de mi vida miserable.

Este fue el espíritu con que nació nuestra Patria, fundada por la España católica sobre el heroísmo y la misión, sobre el honor y la verdad, sobre la Cruz y la espada, sobre valores que hacían del hombre algo más que estómago e instinto y, de la vida, etapa del combate hacia la conquista de un Reino más alto.
Y esa savia floreció en la conversión de los indios y en la defensa contra sus tradiciones bárbaras y creó naciones hermanadas en una misma fe y en una misma imagen heroica del hombre.

Los avatares de la historia, la rebeldía del hombre moderno contra Dios, hicieron que un día nos encontráramos mirando un panorama de desolación. El pueblo argentino, lanzado por la revolución mundial hacia metas pedestres, ávido de riquezas, amnésicos de alturas, timoratos, convertidos en buscadores de sensaciones y de consumos, sacudidos por odios y envidias, embretados internacionalmente y sometidos a la pobreza por aquellos mismos que nos habían intentado cambiar prometiéndonos el oro y el moro, aparentemente faltos de calidad espiritual, hueros de cultura, sumergidos en la lucha por intereses personales y sectoriales a nivel de ombligo para abajo, corriendo en cuatro patas hacia los poderes y banqueros del mundo para mendigar poder y seguir viviendo y trabajando para nosotros pero, sobre todo, para ellos y ocupados económicamente por las finanzas internacionales, por ideologías foráneas e, incluso, admitiendo la suprema vergüenza, en nuestro territorio, de la afrenta de una bandera pirata, a la cual rendíamos, por otro lado, pleitesía en los altares del dólar y de la libra.
¿Quién no recordará entonces, con emoción exultante, la embriagadora experiencia, única en nuestra pobre vida de Argentina grandilocuente pero vencida, del dos de Abril de hace dos años? ¡La savia patria aun latía en las arterias nacionales! Existía aún la fortaleza cardinal alentando en las profundidades de la Patria. ¡La Patria vivía! No ya la empresa mercantil, no ya la colonia más o menos próspera anhelante de bienes materiales, no ya la sociedad hambrienta de goces inferiores, sino ‘La Patria’. Gestora de hombres, progenitora de héroes, de guerreros capaces de la suprema fortaleza de dar la vida.


Claro: hubo los que prefirieron la vida biológica y los que, en el momento supremo, temían más por sus cuentas y sus negocios que por la Patria; los que en los momentos más terribles llenaban bochornosamente las calles Corrientes y Lavalle y Santa Fe con su avidez de cine y de diversión; los que, a último momento, prefirieron la vida de la carne que pasearon luego triste e impúdicamente por la rambla de Mar del Plata –general lamentable, muerto en vida- en lugar de la vida verdadera. Pero hubo, sobre todo, los Pedro Giachino que vencieron sin matar, muriendo; y hubo los que estallaron en luces en el cielo; y hubo los que se hicieron semillas en la tierra y los que se hicieron espuma de gloria en el mar. Y hubo un pueblo por una vez sacudido y despierto y orgulloso de ser argentino, dispuesto a todo, aunque no supieron pedirle casi nada.
Y eso queda y eso está.
Por eso: gracias a los que murieron, gracias a los que combatieron, gracias los heridos y mutilados, gracias a todos los que quisieron darse y morir.
Aún en la momentánea derrota, ellos nos gritan en el interior de nuestro corazón en lágrimas: ¡Aun tenemos Patria!

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