INICIO
otros Sermones
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

La muerte de mi madre.
Septiembre 1988
(Solo escrito)

Ella estaba allí.
Estirada piadosamente con las manos cruzadas sobre el pecho. Su cara blanquecina rescataba el brillo de las luces del cuarto en frías transparencias de cera. Sus ojos cerrados velaban la carencia del que perdiera en el estallido repentino del glaucoma.
La habían empujado hacia allí en la camilla silenciosa. El viejo de la entrada había mirado el rápido escurrirse de las cifras digitales y el palpitar fluorescente de la pantalla y había hecho un gesto de asentimiento.
Estaba adentro.
No le gustaban los hospitales. Los sanatorios ejercían siempre sobre ella la ominosa opresión del Espadol y sus olores eran primos hermanos del de las flores abusadas en velorios.
Entreabió los ojos y vio como un revuelo de médicos y enfermeras en blancos guardapolvos. Y sintió la música que llegaba del algún lugar al fondo del corredor. No oía bien últimamente, pero tampoco le gustaba la música fuera de las salas de concierto o de la tranquilidad del living. La funcional le producía el efecto aplastante de la cinta igualadora en donde inatendidos se engrillaban juntos Bach, Mozart y Sinatra sin el homenaje del aplauso ni de los expectantes silencios.
La enfermera de ojos celestes se acercó. Que no me ponga la ridícula bata. La pasaron a la silla. La enfermera de ojos índigos tenía un cepillo en la mano. Qué raro me van a peinar. Se acercó la enfermera de ojos castaños. La enfermera de ojos verdes se acercó.
Sobre los pelos grises y blancos, opacos y entecos, el cepillo subía y bajaba. Bajaba y subía. Y brillantes y fuertes y lacios y nacarados y la plata del cepillo y el ámbar del mango y el chispear de las cerdas y su pelo se esponjaba en reflejos de colas de cometa y de algas submarinas, de cielos mañaneros y meridianos trigales.
Le caía el pelo sobre la espalda y las manos de las enfermeras se lo hilaron en trenzas y corchetes, se lo enlazaron en cintas y en pétalos, se los aromaron en rosa y en lavanda.
El enfermero de hombros anchos se acercó. Se acercó el enfermero con guiños de pícaro. La enderezaron. Su espalda se estiró sin ruidos ni dolor. Pudo empinarse y miraba con asombro la pechera del enfermero alto.
La opresión que durante tanto tiempo le había hecho parecer todo cansancio y a la cual se había ido acostumbrando poco a poco en los últimos años de pronto desapareció. No me acordaba lo que era estar realmente bien. Dieciocho años. El enfermero de manos de terciopelo le masajeaba los brazos. Las piernas le masajeaban. Ya quería pararse y caminar.
Todavía no.
Se acercó la doctora de pies bonitos. La doctora con hoyuelos en las mejillas se acercó. Abrieron la caja dorada y las espátulas y los pinceles y los potes y las cremas. Cerró los ojos. Sintió que le tiraban de la piel y las yemas presionaban su carne, dibujaban contornos, acariciaban las arrugas, cosquilleaban sobre sus poros. Eléctrica ternura, mórbida calidez, vibración magnética. Todo su cuerpo fosforecía en nuevas energías, en vigores antiguos, en juventudes permanentes. ¿Qué me está pasando?
Abiertos los ojos había recuperado las tres dimensiones y descubría nuevos colores y profundidades, como si la tormenta que la invadía proyectara iridiscencias extrañas, caprichosas y cambiantes, incidiendo en ignotos ángulos a su alrededor.
Comenzaron a llegarle proteicas y ondulantes fragancias y sonidos familiares. Tañidos y sabores de mar y de sierra y de vacaciones olvidadas, olores del ropero de su madre y paternos pañuelos, la vieja farmacia, eucaliptus, tomillo y menta, repiques de escuela. Llegaban frescamente, como fotografías envejecidas recuperando contornos definidos, despertando. Renacidas.
El corredor parecía ir subiendo en suave pendiente y ensanchándose como para violar las perspectivas habituales. Enfermeras, enfermeros y médicos revoloteaban a su alrededor y reían y jugueteaban. La empujaban suavemente, ya sin la silla. Flotaba.
Se acercó el oficial bizarro, ceremonioso, serio, con un cartapacio, para presentarla. Ella empezó a alarmarse. El oficial risueño, apuesto, se acercó. Le hizo señas de que no se preocupara.
La estaban esperando.
La saludaban con la mano y comentaban, sonreían y cantaban. Algunos iniciaron aplausos. Ritmos de palmas.
Y maravillada reconoció rostros. Las caras de jóvenes de papá y de mamá, de mi hermano Alberto, de Horacio rejuvenecido, de los nietos crecidos. Todos la saludaban. La abrazaban.
El ujier ceremonioso carraspeaba a su lado. El risueño le tocó con su ala. A la derecha, le indicaba. Sus hijos y su marido la esperaban. Y se confundieron en alegría de asuetos y bienvenidas, de festejos y de bodas, de cumpleaños y nochebuenas, de ágapes y cabalgatas.
Y la luz y el alboroto crecían.
Más arriba el Rey la Reina se miraron y gravemente aprobaban.
También ellos la aguardaban.

Volver