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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Navidad, 2010, Marcos Paz

En vísperas, casi de la Navidad, los cristianos ya podemos comenzar a festejar en nuestros corazones el nacimiento del Rey. Hemos de prepararle cobijo dentro nuestro y montar guardia a su alrededor, porque muchos son los enemigos de afuera y de adentro –quizá nuestras desesperanzas- que de allí quieren destronarlo.

Lugar propicio éste de Marcos Paz, para festejar una verdadera Navidad. No, quizá, la de las reuniones familiares, ni las que adereza la propaganda que incita al consumo y la fiesta puramente sentimental y que, en nuestros días, incluso, se intenta mezclar con la celebración judía de la Hannuká.

Aquí no la podemos vivir solo como una honesta y alegre reunión familiar, sino que estamos casi obligados a verla en su dimensión profunda, sobrenatural, verdaderamente cristiana, del Dios que asume nuestra humanidad.

Navidad en las trincheras, navidad de soldados, porque, aún los que no somos hombres de armas de profesión, lo somos como cristianos, como soldados de Cristo. Eso que, antes de edulcorar el ser cristiano con falsas doctrinas, se vivía desde el momento de la Confirmación, cuando el sacramento nos transformaba en milicia de Cristo, pueblo en armas reunido para la guerra, que es el significado etimológico de la palabra Iglesia.

Navidad en las trincheras.

Quizá la última verdadera Navidad en las trincheras fue la del 24 de Diciembre de 1914, pocos meses después de iniciada la Gran Guerra, en el frente occidental de Flandes. De un lado de la ‘Tierra de nadie', las tropas alemanas; del otro, la de ingleses, belgas y franceses. El barro entre ambos frentes sembrado de cadáveres. Nadie se atrevía a recogerlos so pena de ser fusilado por bala enemiga.

Pero, sorpresivamente, a partir del mediodía del 24, los binoculares y periscopios de los ingleses observan que sobre el borde de la trinchera germana comienzan a agitarse carteles: “Frohe Weihnachten”, “Feliz Navidad”, “Dios nos bendiga a todos”… Los ingleses comienzan a responder de la misma manera. A la noche las alambradas de las trincheras se iluminan con velas. Se oyen cantos navideños a lo largo del frente en todos los idiomas. Callan las armas. Los capellanes celebran de los dos lados la misa de Gallo. Al día siguiente, algunos comienzan a salir de sus fosas de barro a buscar a sus muertos. Oficiales y suboficiales, con sus uniformes lo más aseados posible, salen y saludan marcialmente a sus dignos enemigos en la ‘tierra de nadie'. Intercambian cigarrillos, petacas. Muchos soldados se abrazan.

En algún punto de la ‘Tierra de nadie' a lo largo del frente interminable, mientras entierran en fosa común a sus muertos, oficiales alemanes e ingleses recitan al unísono en latín el salmo 23

El Señor es mi pastor, nada me falta.

Sobre pastos verdes me hace reposar,

El Señor me da nueva fuerza,

Me lleva por el buen camino,

por amor de su nombre.

Aunque camine por oscuras quebradas

no temeré ningún mal, porque Él está conmigo.

Pocos días después se reinicia la carnicería. Los altos mandos, movidos por los políticos masones que habían desatado esa aciaga guerra suicida para destruir el Occidente cristiano, no quieren más ‘navidades en la trinchera'. No saben nada de honor, del respeto entre enemigos, de los códigos de los guerreros cristianos.

Ya en la segunda guerra apenas quedarán caballeros. Nunca más una navidad cristiana como aquella, heredera de las ‘treguas de Dios' de las guerras medioevales, aún contra los moros.

No digamos nada de las guerras sucias de las ideologías anticristianas y de la guerrilla aleve.

El rey nace, el Mesías ungido por Dios, el legítimo descendiente de David. Pocos lo sabrán hasta que no sea ungido visiblemente por el profeta que debía señalarlo, Elías, en la figura de Juan el Bautista.

Nace en Belén, la ciudad del fundador de la dinastía, David, el hijo menor de Jesé, ungido por el profeta Samuel hacia el 1000 AC.

Descendientes de su sangre –‘hijos de David' los llamaban, los ‘dávidas'- ocuparon el trono ininterrumpidamente hasta la desastrosa caída de Jerusalén en el 586 AC, con el degüello de la familia del último rey y de los nobles de Judá. Casi medio milenio los ‘hijos de David' habían llevado continuadamente el cetro y blandido sus espadas a favor de su pueblo. Y los descendientes de David que no ocupaban el trono habían sido todos leales oficiales y soldados.

Después de esa catástrofe no habrá ya más independencia. Persas y griegos se suceden en el poder sobre Judea y Palestina. El breve lapso de independencia del gobierno de macabeos y asmoneos no fue reconocido como legítimo por los verdaderos israelitas, porque no llevaban la sangre de David. Mucho menos el espurio e ilegítimo gobierno del astuto y habilidoso Herodes, montado al trono tras seguidilla de crímenes y traiciones, protegido de los romanos, que ni siquiera era de sangre judía, sino idumeo, de la descendencia de Esaú.

Hasta Herodes, había pasado otro medio milenio sin reyes ‘hijos de David'. Pero de boca en boca, de noche en noche, a la luz de las fogatas y en la lectura de los viejas gestas del pueblo y de sus héroes, permanecía, en los verdaderos patriotas, la nostalgia y la espera de un rey auténtico, de un genuino ‘hijo de David'. Herodes y su corte corrupta lo sabían. Y, a pesar de su oro, de sus tropas mercenarias, del apoyo imperial romano, temen. Ha habido muchas purgas, los descendientes de David tienen prohibido llevar armas, no pueden ejercer en Israel su condición de hombres de guerra. Pero de padres a hijos se cuentan las antiguas historias, se muestran donde tienen escondidas las viejas espadas. Y esperan.

Durante mucho tiempo. el término griego ‘ katalima' del texto original, se tradujo como ‘posada'. “ No había sitio para ellos en la posada ”. Hoy sabemos que dicha palabra no habla de posada -que en esa zona y ese tiempo no existían- sino de la única sala grande en donde, en las austeras casas de Belén, dormía toda la familia. Cuando José, descendiente también de David y María llegan a su lugar de origen, a Belén, la pequeña ciudad está abarrotada y todas las casas llenas de huéspedes y familiares venidos de lejos. Porque los hijos de David más tradicionalistas no querían nacer sino en la patria de su lejano antecesor y, si debían censarse, era timbre de honor para ellos que figuraran como ciudadanos de Belén.

Allí subsistían, en digna pobreza, viejas familias davídicas, las de más prosapia, todas emparentadas entre si. Pero no era lugar para sostener a demasiada gente. La juventud emigraba a otras regiones: Babilonia, Egipto, Galilea, como lo habían hecho José y los padres de María.

No era digno que María diera a luz en la sala atestada de dávidas, viejos y jóvenes. Se prefirió el establo, donde -casi más cómodos que los humanos- se conservaban el valioso asno, el infatigable buey. Porque tampoco Herodes permitía a los dávidas tener caballos, que en aquel tiempo servían solo para la guerra. De todos modos el asno era cabalgadura de ceremonia y el rey había siempre entrado en asno en Jerusalén. Así entrará, un día, Jesús, hijo de David, a su capital.

Mientras María da a luz, seguramente, en la sala de la casa de los padres de José y en las otras casas todos estarían esperando. Un nuevo retoño para la estirpe.

Brindis y alegría general habrá despertado en los presentes el oír el llanto de la criatura recién nacida.


Fra Bartolommeo (1472 - 1517). Navidad , Uffizi, Florencia

En Roma, en Santa María la Mayor, la primera iglesia dedicada en el mundo a la Virgen, se conserva, bajo el altar mayor, una urna con lo que se tiene por las maderas de la cuna-pesebre donde nació el Señor. Los análisis demuestran que se trata de madera de cedro de probablemente dos mil años de antigüedad. La misma madera y misma edad de los trozos de la Vera Cruz, el ‘Lignum Crucis', que se conservan en Roma y en Santo Toribio de Liébana, en España.


Urna del pesebre en Santa María Mayor, Roma

a antiguos autores habían hecho correr la leyenda que del mismo enorme cedro -cuyos bosques en aquellas épocas poblaban Palestina- se había sacado el leño para la cuna y para la Cruz.

Con su madre, el pequeño príncipe de la casa de David, desde su nacimiento ya vive crucificado, entregado a Dios y a su pueblo, entregado a nosotros. A la manera del guerrero, que no es solamente el que sabe matar, sino, sobre todo, el que sabe dar la vida por Dios y por la patria. ¡Y hay tantas maneras de dar la vida y de morir!

Los parientes del niño, austeros ancianos y jóvenes, guerreros desarmados y empobrecidos, festejaron ese día el surgir de una nueva esperanza.

Meses antes ya había nacido el profeta, Juan, también de sangre davídica, que habría de señalarlo como el ungido del Señor, como el Mesías, como el verdadero rey de Israel. Lo hará treinta años después, a orillas del Jordán.

Y el Señor recién será por todos reconocido Rey cuando el letrero con sus títulos figure sobre su cabeza coronada, y sea levantado a lo alto en el mástil de la cruz, flameando en sangre, sus brazos abiertos abrazando al mundo, estribos y manoplas de hierro sosteniéndolo en su trono de cedro.

Pero ahora, como en todo nacimiento de un dávida, en el pueblo real de Belén de Efratá, todavía la sonrisa ilumina los curtidos rostros.

El infame Herodes -con sus cortesanos y sus mujeres fáciles- goza de sus palacios mal habidos, del la pleitesía vil de sus personeros, de sus riquezas, de sus placeres prohibidos, de la complacencia de los sumos sacerdotes del Templo. Su poder está sostenido por su rapacidad cruel, por sus escribas y doctores de la ley con sus normas y tribunales amañados, por su sometimiento al imperio pagano de los romanos.

La aldea –casi- de Belén, a pesar de la cantidad de descendientes de David que allí se apiñan por el censo, es en realidad una pequeña isla en una patria que ya no lo es y sobre la que el mismo Rey, Jesús, un día llorará.

Herodes es afecto a la sospecha: ha matado a varios de sus hijos, a su mujer, a toda la descendencia de los asmoneos. Cuando se entere de que esos ilusos legitimistas han vuelto a dar que hablar, también intentará acabar con ellos, sobre todo cuando unos sabios de oriente en sus investigaciones hayan detectado su presencia.

La sangre de los dávidas volverá a inundar Belén, en la salvaje matanza de sus niños. Y habrá muerto, allí, también, más de un mal armado viejo guerrero intentando defenderlos.

En el asno, el bien más preciado de la familia de los padres de José, el pequeño dávida será, justo a tiempo, llevado a parientes en Egipto.

Luego, la restauración no será empresa solo de pescadores y aduaneros. Cuatro nombres de descendientes de David lo acompañarán al menos, en su gesta, cuando, ungido por Juan en agua y fuego, anuncie la llegada del Reino: Santiago el Menor, José Barsabas, Simón El Celote, Judas Tadeo. Todos originarios de Belén y descendientes de David.

Navidad es el comienzo. Pero la verdadera batalla se dará en la colina del Calvario, en la tierra de nadie del Gólgota, en el silencio de la prisión del sábado Santo, en el inesperado triunfo, más allá de toda esperanza, de la Pascua de Resurrección.

Ya había dado batalla pocos años antes –y la había ganado, a pesar de su momento de duda y desesperanza- en su oscuro calabozo de Maqueronte, Juan el Bautista, desde la lobreguez de su prisión, oyendo sobre su cabeza, en la lejanía, los bailes de las prostitutas de la corte y los cantares ebrios de los comensales de Herodes.

Y, para no terminar tan solemnemente, les rescato una vieja copla castellana de viejos cristianos en la época de la lucha contra el musulmán

"El vivir que es perdurable

no se gana con estados

mundanales,

ni con vida deleitable

en que moran los pecados

infernales;

mas los buenos religiosos

gánanlo con oraciones

y con lloros;

los caballeros famosos,

con trabajos y aflicciones

contra moros".

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