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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Noveno día de la novena al Sagrado Corazón de Jesús

San JosÉ de Flores 1971

Hoy, pues, cerramos nuestra novena al Sagrado Corazón de Jesús. En el transcurso de ésta hemos tratado de preguntarnos cuál es la santidad a la cual el Corazón de Cristo nos invita.

Y decíamos que ser santos era cambiar nuestro corazón por el suyo, no por medio de una operación a la Christiaan Barnard , sino por un asimilarnos a su querer de Dios y de hombre, amando las mismas cosas que él amó y ama, aún en la aparente banalidad de nuestra vida cotidiana.

Y, así como Cristo desea para nosotros la felicidad –y sobre todo la eterna- así nosotros la debíamos desear y procurar para los demás, despojándonos de todo egoísmo.

Pero –hicimos notar- el Corazón de Cristo es un corazón herido, sangrante, rodeado de duras espinas. Porque Cristo, sí, vino a enseñarnos el camino único que conduce a la felicidad, predicando, realizando milagros, haciéndose amigo de los hombres, curando enfermos, multiplicando panes, enderezando entuertos. De esta manera demostró, sí, su amor por los hombres. Pero su acto más sublime, la acción por la cual no solo alcanzó en su amor a unos cientos de judíos, griegos y romanos que tuvieron el privilegio de verle, sino a todos y cada uno de nosotros y a los que vivan hasta el fin de los tiempos, fue su muerte en cruz.

La Cruz fue la suprema manifestación del amor de Dios por nosotros. El resumen de todas sus enseñanzas; el mayor de sus milagros, el compendio sumo del cristianismo.

Y, si nosotros queremos hacernos santos y amar como amó Cristo, debemos cambiar nuestro corazón robusto, sano y satisfecho de sí mismo por Su llagado Corazón.

¡Qué difícil predicar hoy el cristianismo! En un momento en que todos pugnan por ofrecer el oro y el moro.

Los políticos, hasta el cansancio, pregonan sus fórmulas fáciles de terrenos paraísos; las propagandas plenas de sonrisas profesionales nos apuntan los felices caminos de la sociedad del consumo y del confort; la medicina pugna por erradicar el dolor físico, y la psiquiatría curar todos los traumas.

Cuando todas son ilusiones de un porvenir mejor, de una comunista sociedad perfecta, de un mundo donde ningún tabú, ninguna opresión impedirá satisfacer cualquier deseo, vienen los curas aguafiestas y pregonan su desagradable mercadería, nos hablan de cruz, nos ofrecen un sórdido madero, predican aburridamente sobre el sacrificio, la disciplina, la castidad, la monogamia, el martirio.

Algo de razón tienen los que así piensan. Nunca a nadie le gustó la cruz. Ella es –en Cristo y en su simbología profunda- el compendio de todos los males, de todos los dolores, de todas las muertes. ¿A quién le va a gustar la cruz?

Pero la cruz cristiana es la única manera lógica de llevar el dolor. Y el dolor –a pesar de la ciencia, de los políticos, de los médicos y los psicólogos, de la industria y de la aspirina, de la televisión y del cine, del sexo y de la droga- aparecerá siempre, tarde o temprano, en nuestras vidas. Ningún progreso podrá terminar con los fracasos, con la soledad, con la muerte del ser querido, la amistas mal paga, la traición, la envidia, la vecina molesta, la angustia inexplicable.

Cristo no pide a todos que busquen cruces, dolores, sacrificios, pero nos ha dado, para siempre y en su propia carne, la sublime lección de cómo tenemos que llevarlos cuando algún día, irremediablemente, aparezcan.

Más aún: Cristo no llevó un dolor inevitable y, aprovechando la ocasión, nos enseñó cómo llevarlo. Él no tenía por qué llevar ningún dolor. El sufrimiento no apareció ineluctablemente en su vida. Lo buscó voluntariamente. Porque quiso.

Porque nos amó y quiso descargar de nuestros hombros el peso inevitable de nuestras propias cruces. Y, porque Él, sin necesidad, tomó la cruz, nuestra cruz necesaria será menos pesada.

No somos meros individuos que vivan únicamente para sí. Somos personas y la persona no puede ser tal sin los otros, sin la sociedad. Y la sociedad es solidaria. Un mal hombre corrompe el aire que alrededor respiran los demás; un hombre bueno contagia con su ejemplo a los que trata. Un padre incapaz arruina su familia; un hijo descarriado hace infeliz un hogar.

Y existe una solidaridad aún más honda, por la cual hacemos daño o bien a los demás aunque no nos vean, aunque no nos conozcan, en una misteriosa comunión de bienes y de males que a todos nos toca: “la comunión de los santos” que profesamos de palabra en nuestro Credo, pero que no siempre entendemos lo que es.

Mi soberbia, mi lujuria, mi avaricia, mi blasfemia, mi pecado, infecta a mis hermanos. Aunque cometa esos actos en medio del desierto o en la soledad hermética de mi cuarto. Mi acto de caridad, mi sacrificio, mi santidad, santifican a mi prójimo; aunque esté enclaustrado en un convento, aunque nadie me salude o conozca, aunque yazga innominado en mi anónimo lecho de enfermo.

Y así como el desnivel de uno de los vasos comunicante se compensa con el de los otros vasos; así como, en las batallas, la cobardía de unos ha de compensarse con el valor de otros y, en las cinchadas, la debilidad del enclenque con el vigor del fuerte; así, en la Iglesia, la maldad de unos se compensa con la santidad de otros; la indiferencia del mundo con la oración del cristiano; la vana y falaz alegría el pecado con la cruz del santo.

El dolor que asumo voluntariamente descarga los hombros de mi hermano. La cruz que rehúyo cobarde, cae sobre sus espaldas.

Por eso ¡guay de la sociedad donde comiencen a faltar las fuerzas compensadoras; donde la balanza se incline peligrosamente hacia el pecado! ¡Guay de la sociedad sin santos, sin hombres y mujeres de oración, sin portadores de cruces!

Nuestro mundo moderno necesita a gritos santos, con terrible urgencia -que lo digan, si no, Fátima, La Salette, Garabandal-. La balanza está ya excesivamente inclinada. La Iglesia mendiga a los suyos oración y penitencia y pide la limosna de sus penas a los solos, a los enfermos, a los que sufren.

A todos solicita que ofrezcan sus inevitables penas. A los que se sienten capaces, también, las voluntarias.

¡Cómo no va a haber nadie, aquí, entre los presentes, rico o pobre, joven o viejo, obscuro o conocido, capaz de acompañar aunque más no fuera unos pocos metros a Cristo en el camino hacia el Calvario!

Y en eso consiste la ‘reparación', el apostolado de la oración, que ha pedido el Corazón de Jesús a Santa Margarita.

Sagrado Corazón de Jesús, enséñanos a amar desde la Cruz.

Haz nuestro corazón semejante al Tuyo.