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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Primer día de la novena al Sagrado Corazón de Jesús

San JosÉ de Flores 1971

Hoy en día ya casi nos hemos acostumbrado al clima de desobediencia y contestación que existe en la Iglesia. A nadie se le oculta la rebelión creciente, el resquebrajamiento de la humildad y obediencia, que se extiende por todo el ámbito de nuestra pobre Iglesia: obispos contra el Papa, sacerdotes contra sus obispos, laicos contra sus sacerdotes, todos contra la Ley de Dios. Nuestros chismosos diarios nos ofrecen abundantes ejemplos de ello.

Casos típicos de este morir de la obediencia –que es en el fondo un morir de la fe- han sido la rebeldía y protesta de muchos obispos, sacerdotes y laicos ante la publicación de dos encíclicas papales: la Humanae Vitae , sobre el matrimonio y la Sacerdotalis coelibatus , sobre el celibato sacerdotal.

Pero pocos recuerdan, quizá, que una de las primeras encíclicas papales de nuestro tiempo que despertaron resonantes protestas de muchos católicos fue la que Pio XII dedicó al culto del Sagrado Corazón, la Haurietis aquas. En ese tiempo, las cosas de la Iglesia aún no eran, como son ahora, uno de los temas preferidos de los periódicos y, por ello, dichas protestas pasaron inadvertidas para la mayor parte de los fieles. Además, estas no partieron sino de un grupo reducido de teólogos y sacerdotes, prontamente silenciados por el apoyo mayoritario de los fieles al Supremo Magisterio de la Iglesia.


Estampa calada del fines del siglo XIX

Sin embargo ya en esta reacción de esos pocos teólogos pagados de sí mismos, pueden descubrirse las raíces de muchos excesos y protestas actuales. Se comienza negando o reaccionando contra una verdad de índole puramente dogmático –como el misterio del amor del Verbo Encarnado en el culto del Sagrado Corazón- e, inevitablemente, se pasa a la negación posterior de verdades morales y de las costumbres, como la del matrimonio o el celibato y ¡quién sabe cuántas cosas más que aún veremos!

Porque, en el fondo de toda negación de una verdad superior, se esconde siempre, velado y nefasto, el pecado del orgullo. Por el orgullo quisiéramos elevarnos al nivel de los ángeles, pero terminamos –según la conocida expresión de Pascal-descendiendo al de las bestias.

Y es así que muchos teólogos quisieron poner ‘peros' al culto del Sagrado Corazón: “es una devoción sentimentaloide y sensiblera”, “indigna de la gente espiritual e inteligente” decían unos; “es una devoción más propia de mujeres que de hombres instruidos”, decían otros. “El culto al Verbo, segunda Persona de la Santa Trinidad, no puede rebajarse a esta grosera forma de expresión”, afirmaban algunos “¡que van a decir los hombres de ciencia, los profesores universitarios, la juventud comprometida de nuestra época!”

Pero, mientras todas las sutiles especulaciones de estos teólogos, con sus “Cristos cósmicos”, sus “puntos omegas”, sus rebuscados vocabularios de nuevo cuño –‘escatológico', ‘antropológico', ‘cristocéntrico', ‘parusías', ‘noosferas' ‘paraliturgias'- no eran tomados en cuenta sino por un reducido grupo de cristianos snob, los cristianos comunes, aquellos que vivían con los pies puestos en la tierra de las habituales realidades de la vida, guiados por el seguro instinto de la humildad y por las palabras de los papas y los verdaderos pastores, llevaban en triunfo las imágenes del Sagrado Corazón a sus casas, llenaban las iglesias los primeros viernes, crecían en su devoción al amor de Cristo-Jesús.

Aquellos teólogos, ‘sabios de este mundo', reeditaban, sin saberlo, antiguos rechazos, antiguas herejías. Ya el orgullo de saduceos y fariseos se había negado a reconocer a Dios en el pobre niño nacido en la humildad de la gruta de Belén: ellos querían un príncipe todo revestido de oro y plata en las cunas de marfil de los palacios de Herodes y o de Pilatos. Se mofaron hasta desternillarse del Dios cristiano colgando desnudo de la madera infamante de la Cruz. ¡Cómo hubieran vitoreado, en cambio, al jefe guerrero, acero y hierro, espada y sangre, al frente de sus ejércitos victoriosos!

Tampoco los sabios griegos de Atenas pudieron ocultar sus risas ante la predicación de Pablo.

Pero lo mismo, a pesar del orgullo judío, de la sabiduría griega, del racionalismo antiguo y contemporáneo, millares de hombres reconocieron y siguen reconociendo en la humilde humanidad de Cristo el rostro del Dios todopoderoso.

Porque está escrito –dice San Pablo a los Corintios- Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes. ¿ Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? Porque –continúa Pablo- la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres? ” Y, un poco más adelante, afirma: “ Vean quiénes son los que han sido llamados; no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes. Dios eligió lo que es vil y despreciable, y o que no vale nada, para aniquilar a los que vale. ” Hasta aquí San Pablo.

Y, por eso, Dios, para confundir el orgullo de los jansenistas (1)–hombres sabios y eruditos, llenos de vana ciencia, que sostenían que reverenciar el Corazón de Cristo era adorar una víscera ¡fetichismo, ‘cardiolatría', materialismo!- eligió a una humilde mujer Margarita María para confirmar un culto que se había ya extendido de manera sombrosa por todo el Orbe Cristiano.

Dios no es el Ente Superior que nos gobierna desde el empíreo, como Júpiter tonante, manejando como títeres nuestros destinos mortales; es el Padre tierno que nos mira a los ojos en la mirada serena y límpida de su Hijo Jesús. No es el juez implacable que nos tiende celadas y abre imperioso ante nostros las puertas del infierno, es Jesús el pastor, que con sus pies y manos de carne, agobiado por el sol y el cansancio, busca ansioso entre los arbustos espinosos de este mundo la oveja que se había perdido. No es el frio Ser Supremo, espíritu sutil, fria razón, que mueve, lejano y calculador, las despreciables piezas del ajedrez del tablero de la tierra, es el latir del Corazón de Cristo que bate el pulso de su amor de carne por cada uno de nosotros.

Porque, el latido de su rojo corazón, marcando el ritmo de su querer admirable de hombre perfecto, -sangre y huesos, alma y cuerpo- se expresa el amor inmensurable del Dios que quiso estar cerca de nosotros, del Dios que nos ama a través de un corazón de carne.

¡Quédense los sabios con sus especulaciones y sus fórmulas; los químicos con sus probetas, los físicos con sus cálculos! ¡Guárdense los nuevos teólogos sus toneladas de papel impreso, sus risas de suficiencia, su desprecio, sus frías cavilaciones, sus palabras raras, sus desobediencias y rebeldías!

¡Déjame a mi abrazado a la llaga cálida de su costado! ¡Déjame embriagado ocultarme en el pecho de mi amado! Déjame palpar con mis manos azoradas el latir del corazón de un Dios de carne que ha muerto por mí.

Y, a través de esa humilde mujer y de tantas otras –Santa Lutgarda, Santa Matile, Santa Gertrudis-; a través de verdaderos y santos teólogos –Agustín, Bernardo, Buenaventura, Luis de Granada, Luis de León. Diego de Estella, Juan Eudes, La Colombiêre-, a través de la inspirada enseñanza de grandes papas -Clemente XIII, Pio IX, León XIII, Pio XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI-. a través de la devoción de millones de hombres y mujeres de toda edad y condición, Dios ha querido manifestar, en el Corazón de Jesús, Su verdadera naturaleza, la mejor definición de su íntima vida.

1- El jansenismo fue un movimiento religioso extremadamente rigorista de la iglesia europea de los siglos XVII y posteriores. Su nombre proviene del teólogo y obispo Cornelio Jansen (1585-1638).

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