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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

Sexto día de la novena al Sagrado Corazón de Jesús

San JosÉ de Flores 1971

Decíamos ayer que la santidad consistía en cambiar nuestros corazones por el Corazón de Jesús, teniendo el mismo querer de Dios, sus mismos deseos, aceptando su santa Voluntad en el cumplimiento exacto de nuestros deberes de todos los días, en las pequeñas y grandes circunstancias de nuestras vidas, en los acontecimientos tristes o alegres, dulces o amargos. Cada cual en lo suyo. El ama de casa, en sus tareas de hogar; la madre, como educadora de sus hijos; el marido, como jefe de familia; el empleado, en la oficina; el obrero, en la fábrica; la monja, en la obediencia a sus constituciones; el estudiante, en sus estudios y virtuosas relaciones con sus amigos.

Pero ustedes dirán: “Hay muchas amas de casa que cumplen con su deber y no son santas y muchas madres, muchos padres, maridos, empleados, obreros, estudiantes que hacen lo que deben. ¿Cómo es eso de que basta cumplir con su deber para ser santos?”

¡Cuidado! No he dicho que no haya nada más, ni que allí termine, ni que en eso consista la santidad. He dicho que la santidad no tiene por qué expresarse externamente en una determinada forma de vivir o de hacer penitencia o de rezar o de ser religioso. He dicho que la santidad es compatible con cualquier tipo de vida honesto y que no es necesario realizarla a través de maneras de proceder extraordinarias.

Porque, de hecho, aún las formas exteriores y aparentemente más sublimes pueden ocultar un corazón egoísta y soberbio.

Ni el voto de pobreza, ni la virginidad, ni la penitencia, ni la obediencia, ni los sacrificios, ni las enfermedades o trabajos valen nada por sí mismos. Detrás de todas estas realidades ¡cuántas miserias humanas pueden ocultarse!

Ya decía San Agustín: “Prefiero mil veces una mujer de la vida humilde que una virgen orgullosa”. Y Santa Catalina de Siena afirmaba que las penitencias de por si nada valían y que era mejor dejarlas si ellas servían para fomentar sutilmente el aprecio de nosotros mismos.

Y ¡cuántos sacerdotes y monjas y señoras devotas conocerán ustedes que, aún en contacto diario con las cosas de Dios y llevando aparentemente una vida más sacra que la de los demás, somos más malos y fríos que mucha de la gente que no pisa las parroquias más de lo necesario!

Y, entonces, ¿qué es la santidad?

Recordemos nuevamente la definición de Benedicto XV que les leí ayer: “la santidad consiste propiamente, solo en la conformidad al querer divino, ‘expresada' en un continuo y exacto cumplimiento de los deberes del propio estado

Es decir: la santidad no consiste en el cumplimiento de los deberes del propio estado, sino que ‘ se expresa ', se da a conocer, se manifiesta, se palpa, se toca, en el cumplimiento de los deberes del propio estado.

Y, entonces, me levanto temprano y voy al trabajo, no porque yo lo quiera y necesite trabajar para comer, sino porque Dios quiere que me levante y trabaje y coma. Salgo de casa con este frío y voy a Misa no porque yo lo necesite o tenga ganas, sino porque creo que eso es lo que Dios quiere que yo haga. Limpio mi casa, tengo en orden mis cosas, no porque no soporte la suciedad y el desorden, sino porque pienso que eso es lo que quiere el Señor yo realice todos los días. Como no porque tenga hambre sino porque el Señor quiere que yo coma y tenga fuerzas para su santo servicio. Y duermo y veo televisión y juego con mis hijos y duermo con mi marido porque sé que Dios, Padre bondadoso, quiere que yo haga esas cosas. Y doy una limosna aun pobre porque Dios me lo pone por delante y quiere que se la dé. Esta actitud los cristianos de antes la ponían en acta con breves oraciones o jaculatorias o aún la señal de la cruz antes del trabajo o de la comida o del estudio. O, más sencillamente, en el ofrecimiento de todas las acciones y pensamientos del día en la oración de la mañana o en el ofertorio de la santa Misa.

Y así en todos los pequeños y grandes actos de mi vida, deseo y quiero las mismas cosas que Dios desea y quiere para mí y porque Dios las quiere.. Y así también, dolorosamente, quiero esta enfermedad que me molesta, esta vejez que me quita fuerzas día a día, esta soledad que humedece mis ojos, ese desagradecimiento o desprecio que me subleva, esa persona que ya apenas puedo soportar, porque Dios –que me ama más de lo que yo pueda amarme a mí mismo- quiere esas cosas para mí.

Pero la voluntad de Dios, el querer de Dios, el amor de Dios, es la Caridad. Y, entonces, querer como Dios, querer las mismas cosas que quiere Dios, es tener Caridad.

Si nosotros, como decía Benedicto XV, conformamos nuestros querer al querer divino, como el querer divino es Caridad, entonces también nosotros tenemos Caridad, nos hacemos santos.

Y, a propósito, los he querido traer a la caridad dando un pequeño rodeo, porque no quiero que confundan la caridad con un mero sentimiento: ni con los suspiros, ni tampoco con la limosna, ni con los ojos en blanco, ni con las grandes acciones.

Tendremos caridad cuando nuestro querer, a través de las pequeñas o grandes cosas de cada día, no sea ya el nuestro, sino que sea el querer de Dios. Tendremos caridad y seremos santos cuando en la humildad de las acciones cotidianas, en la exactitud del fatigoso deber cumplido, lata en nuestro pecho, en lugar del nuestro, el Sagrado Corazón de Jesús.

Y esa es la caridad y, sin la caridad nada vale en el orden de nuestra santificación: ni las penitencias, ni la oración, ni los conventos y ni siquiera el martirio. Por eso decía San Pablo:

Aunque yo hable todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta la caridad, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tenga el don de la profecía y conozca todos los misterios y toda la ciencia, aunque tenga toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si me falta la caridad, no soy nada. Aunque reparta todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, no sirve de nada (1)”.

Pero, si tengo caridad, si mi querer ya no es el mío sino el querer del Corazón de Dios, entonces ni la más pequeña de mis acciones de todos los días, desde que me lavo la cara a la mañana hasta que me acuesto en el cansancio de la noche, ni la más tenue de mis lágrimas, ni la más flaca de mis sonrisas, de mis caricias, de mis retos, dejará de contribuir a mi santidad y a la del mundo. “Más vale levantar una paja del suelo por caridad que ir caminando a Santiago de Compostela sin ella”, decía Santo Tomás de Aquino .

Sagrado Corazón de Jesús, danos la caridad.

Haz mi corazón igual al tuyo.

1- Las novias suelen elegir esta lectura para la ceremonia de su matrimonio. En la malhadada traducción de ‘caridad' por ‘amor'. Y, casi seguramente, el amor entendido, cuanto mucho, si no sentimental, humanamente. Ese amor no sirve para nada en orden a la verdadera Vida. Ni tampoco para el auténtico matrimonio cristiano.

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