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Pbro. Gustavo E. PODESTÁ
S. TH. D., Prof. Ordinario de la Facultad de Teología de la UCA. Buenos Aires.

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

1987
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 5, 1-12a
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo»


SERMÓN
(GEP 01/11/87)  

            Si fuera tan difícil llegar a ser santo como a ser canonizado por la Iglesia, ciertamente todos los que estamos acá podríamos desesperar de hacer realidad aquello para lo cual hemos nacido, que es, precisamente, llegar a ser santos.

Por eso, de alguna manera, la solemnidad de hoy, Todos los Santos, a la vez que repara de alguna manera una injusticia, levanta nuestros ánimos hacia la posibilidad de que, después de nuestra muerte, toda la Iglesia se acuerde de nosotros al menos en este día.

Porque es verdad que las listas oficiales cuentan a los santos por miles, pero, aún así, no alcanzan de ningún modo a identificar a todos los que han logrado, como cristianos, la santidad. Tanto es así que el viejo Martirologio Romano, que cada día del año recordaba algunas decenas de santos, ni siquiera con sus trescientos sesenta y cinco días podía abarcarlos todos y, luego de cada enumeración diaria, añadía: " Y, en otras partes, otros muchos santos mártires confesores y santas vírgenes ". Y aclaro que los confesores no eran sacerdotes que confesaban sino cualquier cristiano que con su vida y su palabra hubiera "confesado", "proclamado" su fe delante del mundo.

Pero, ya que estamos, será bueno preguntarnos ¿cómo se han integrado estas listas de santos, tanto de la Iglesia universal como de las iglesias locales?

Vean. Al comienzo de la historia de la Iglesia, para ser añadidos a la lista de los santos oficiales, no se necesitaba estrictamente ningún acto especial. Aquellos personajes que habían sufrido el martirio eran, de inmediato, venerados por el pueblo. Los obispos aprobaban este culto y mandaban redactar actas conteniendo las circunstancias del martirio, muchas de las cuales han llegado a nuestros días. El nombre de estos cristianos triunfadores era mencionado en la Misa y en muchísimos casos se levantaban iglesias sobre sus tumbas.

Más adelante, no solo a los mártires, sino -sobre todo en el ámbito del monaquismo- a los que se habían destacado por su conducta moral y por su fortaleza en vivir y declarar la fe: los confesores. En la alta Edad Media fueron también los obispos quienes confirmaban o permitían el culto que los fieles tributaban espontáneamente a los que morían en fama de santidad.

Es recién en el siglo XII cuando Alejandro III intentó reservar a la Santa Sede las causas de beatificación. Pero recién esta norma empezó a cumplirse en serio con la constitución apostólica ' Caelestis Ierusalem ' de Urbano VIII, en 1634, que prohibió severamente rendir culto público a quien no hubiera sido regularmente beatificado o canonizado por Roma. Permitió, sin embargo, que a todos aquellos que hubieran ya cumplido más de cien años de culto oficial se les siguiera honrando como santos, aunque no hubieran sido regularmente beatificados o canonizados.

El asunto es que, desde Urbano VIII, hay que perder las esperanzas de alcanzar fácilmente la peana u hornacina propia, a menos que muera uno notoriamente mártir, con lo cual los trámites se abrevian y, en estos tiempos, no suena del todo imposible. Pero el procedimiento normal es terriblemente largo, tedioso, prolijo y, para peor, costoso.

Primero hay que hacer una investigación a nivel diocesano; luego, si el caso es aceptado y pasa Roma, allí se desarrollan amplias investigaciones a modo de juicio con abogado defensor y con 'promotor de la fe', llamado vulgarmente 'abogado del diablo', proceso tendiente a ir promoviendo, poco a poco, al candidato de simple difunto a 'siervo de Dios', de siervo de Dios a 'Venerable', de Venerable a 'Beato' y, finalmente, de Beato a 'Santo'. Y para eso ya han debido pasar decenas de años y montañas de papeles.

Miren nomás los diversos personajes que el procedimiento canónico exige para cada paso: 'actor' y 'postulador' y 'vicepostulador' de la causa. 'Cardenal relator', 'promotor' y 'subpromotor' de la fe, 'canciller', 'notarios' y 'abogados', 'notarios adjuntos', 'procuradores' y 'testigos', 'peritos médicos', 'peritos psicólogos', 'peritos teólogos'. El postulador, por lo menos, debe residir durante el proceso en Roma. A todos estos señores hay que mantenerlos y compensar sus molestias y por lo menos pagarles viáticos, bics y papel con membrete y/o secretarios con máquinas de escribir.

El proceso versa no solo sobre la vida del candidato, para lo cual se necesita recoger la información de múltiples testimonios y testigos, cuando los hay, sino sobre sus escritos -y cuanto más haya escrito peor-.

Santa Teresita tuvo la feliz idea de escribir poco y bueno y su proceso avanzó rápidamente. El pobre vizconde Carlos de Foucauld que, en el Sahara, donde vivió como monje después de haber sido allí militar, consignó todas sus meditaciones por escrito y sostuvo una copiosísima correspondencia con sus familiares, ex camaradas del ejército y otros religiosos, tiene el proceso empantanado porque no se termina nunca de revisar sus escritos.

A eso hay que agregar que, de alguna manera, Dios tiene que señalar especialmente la santidad de su servidor y, para ello, la Sagrada Congregación para el Culto exige, en cada paso, nada menos que dos o tres milagros convenientemente probados hechos por intercesión del santo.

Antes, en esta materia, se era más fácilmente crédulo, pero, hoy en día, la Santa Sede anda aquí con pies de plomo. Más bien los últimos Papas han preferido prescindir, en algunos casos de probada santidad, de este último requisito que aceptar milagros dudosos. De hecho, para el proceso de los mártires contemporáneos los milagros no son necesarios.

El asunto es que la complejidad y el costo del proceso es tal que resulta humanamente lógico que en sólo casos muy particulares y notorios se lleve adelante la postulación de la causa.

Sucede lo mismo con las causas de nulidad matrimonial que se realizan frente a los tribunales eclesiásticos: el proceso es tan complejo y exige tanto tiempo e intervención de testigos, abogados y jueces eclesiásticos que, aunque en teoría está abierto a todos y aún se prevé la gratuidad de las costas, y abogados 'de oficio' para los que no pueden pagar, de hecho la gente más sencilla se retrae de iniciar un juicio semejante y resulta que, al final, las nulidades las obtengan solo cristianos con un cierto nivel. Pero ¿qué se puede hacer? ,

En las canonizaciones igual. Es evidente por ejemplo que las órdenes y congregaciones religiosas poseen medios y motivos suficientes para llevar adelante la "causa" de ciertas personas que, en otras circunstancias, solo habrían sido conocidas por sus íntimos. Es obvio que, para promover el prestigio de su espiritualidad, las congregaciones tengan interés especial y vuelquen todos sus esfuerzos en lograr el reconocimiento público de las virtudes de su fundador. En este sentido Escrivá de Balaguer, por ejemplo, es 'una fija' (1). Y, por motivos semejantes, es más fácil llevar adelante la canonización de un Papa que la de un Obispo, la de un Obispo que la de un simple sacerdote, la de un sacerdote que la de un laico.

También cuenta la política del momento. El proceso de Edith Stein, hebrea conversa, avanzó velozmente; el de Isabel la Católica, que expulsó a los judíos de España, está parado.

De hecho, si se habla únicamente de aquellos que han sido beatificados o canonizados regularmente, es cierto que hay entre ellos muchos más religiosos que laicos, más obispos que sacerdotes -a menos que hayan sido 'fundadores'- y más varones que mujeres.

Sin más hay que reconocer que en esta desproporción intervienen muchos factores puramente humanos. La Santa Sede, empero, últimamente está tratando de revertir esta situación y atender con preferencia -nombrando postuladores de oficio- a los casos no respaldados por congregaciones, como recientemente el de Federico Ozanam, Contardo Ferrini, Luis Necchi, Matías Talbot y otros tantos cristianísimos profesionales y obreros y madres de familia.

Pero aún teniendo en cuenta todo esto, examinando la impresionante lista de los santos los encontramos entre todos los estamentos y edades, razas, sexos y pueblos sin distinción. Unos nacidos en palacios, otros en cabañas o villas miserias, unos militares otros comerciantes, magistrados, comerciantes, magistrados, gobernantes; hay clérigos, monjes, religiosos, personas casadas, viudas o separadas, esclavos y hombres libres, señores y proletarios, sanos y enfermos, robustos y lisiados. La santidad, aun la oficializada, no es privilegio exclusivo de nadie: no existe ningún estado de vida en el cual alguien no haya sido santificado.

Todos los santos se santificaron, precisamente, en las ocupaciones de su estado y en las circunstancias ordinarias de su vida: como religiosos, como madres de familia, como médicos, como militares, como solteros o como casados, como varones, bien varones, y como mujeres, bien mujeres. Y no solamente en la adversidad, sino también el la prosperidad, no solo en la enfermedad sino también en la salud, no solo en las humillaciones sino también en los honores, no solo en la pobreza sino también en la riqueza. Porque aunque en lo primero suele ser más fácil y obligado volverse a Dios -como dicen las bienaventuranzas- el verdadero cristiano sabe hacer de cualquier circunstancia aparentemente buena o mala de su vida un medio de santificación.

Dios no exige que el hombre abandone, de hecho, necesariamente, al mundo -eso se lo pide a unos pocos- sino que cada cual viva, en su estado propio, el amor a Dios sobre todas las cosas y el amor al prójimo, esencia de toda santidad.

Aún así, la Iglesia quiere, hoy, ir más allá de los santos oficialmente canonizados por diversas circunstancias -no ajenas, ciertamente, a la Providencia- y de los cuales garantiza que han seguido caminos legítimos e imitables de santificación, siendo propuestos como ejemplos para todos los fieles. Hoy, la liturgia quiere agregar a éstos, la multitud mayor de los anónimos, de los que vivieron su vida en fidelidad a Cristo pero de los cuales nunca se hizo ningún proceso curial, y que son la inmensa mayoría de los elegidos que pueblan la Ciudad Celeste y constituyen el objetivo final de la Creación y de la Redención del universo.

A ellos ciertamente no les importa nada el no haber sufrido la tortura del proceso burocrático. Gozan, por otra parte, de toda nuestra simpatía, porque sabemos que si, los que aquí estamos algún día llegamos al cielo y, por lo tanto, seremos santos, difícilmente obtengamos 'postulador' de nuestra causa y es más fácil que nos festejen junto con ellos, el 1º de noviembre, que -como decía al principio- estén nuestras imágenes incómodamente paradas en hornacina, peana y fecha propia.

1- "La Fija" era una revista que usaban los 'turfistas' en donde los apostadores estudiaban cuidadosamente las cualidades de los caballos, los jockeys y las casas que representaban, antes de hacer sus apuestas. "Tener una fija", era poseer el dato de un ganador seguro.