Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2001. Ciclo a

1º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 02-12-01)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 24, 37-44
En aquél tiempo Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé. En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos. Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado. De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada. Estad prevenidos, porque vosotros no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Entendedlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa. Vosotros también estad preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada»

SERMÓN

            Uno de los primeros etólogos y estudiosos de la psicología animal, el berlinés Uexküll-Kriszat, allá por los años 1934 ya había acuñado el término de "mundo circundante" para acotar el campo fragmentario de intereses vitales que conforma el pequeño mundo de los animales. Esa hormiga o gusano de nuestro jardín, por ejemplo, para cuya conciencia no existen ni las estrellas, ni la cordillera de los Andes, ni la gran muralla china, ni los electrones y los protones, ni existió Alejandro Magno, ni Pablo VI, ni, al menos para los gusanos, los colores, los paisajes, los amaneceres... Su pequeño mundo de hormiga está circunscripto a su minúsculo puñado de instintos, a la percepción de las hojas que tendrá que cortar para alimentar a los hongos que a su vez proveerán de comida a sus larvas y obreras, a las feromonas que marcan sus senderos... No sabe ni le interesa nada ajeno a ello: ni la vida de los perros, ni la existencia de hormigueros más lejanos, ni de los océanos, ni del lenguaje de las ballenas... Sus conocimientos, si así pueden llamarse, están estrictamente limitados por la naturaleza a lo que es de interés para la subsistencia del hormiguero...

            Ni siquiera los animales superiores van más allá, en sus intereses, de los límites de su territorio y, aún en él, ven solamente lo que les afecta a su sobrevivencia específica. Nunca veremos un león escudriñando las estrellas para preguntarse sobre ellas, ni tratando de indagar la longitud de una raíz o a donde desemboca el río o de donde proviene el agua del manantial y, mucho menos, de interrogarse sobre si mismo y lo que significa ser león. Cada especie animal -no digamos nada de las plantas- está encapsulada en el micromundo de lo que le es necesario para vivir -su 'nicho ecológico', diría un etólogo contemporáneo- su 'mundo circundante', decía Uexküll.

            Frente a estas constataciones y situándose en el estricto campo de la biología pocos años después, en 1940, el también berlinés Arnold Gehlen en su libro "El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo" -que tantas ediciones tuvo en años posteriores y constituyó un lugar común de los estudios antropológicos- sostenía precisamente que la peculiaridad del ser humano consistía en no tener mundo circundante, ni estrictamente nicho ecológico, que la curiosidad del hombre desbordaba absolutamente sus intereses inmediatos, que no había horizonte que lo contuviera, que su mirada y pensamiento no quedaba atrapado por sus concernencias cercanas sino que, además de preguntarse sobre si mismo y el sentido de su existencia, podía volver su mirar no solo a lo que le devolvía inmediatamente su entorno, sino lo que estaba detrás y más allá de éste. En resumen, decía Gehlen, el ser humano es el único animal capaz de escrutar no solamente su limitado mundo, su "aldea", sino el universo. Y universo es otra forma de decir sencillamente el todo. El hombre quiere saber del Todo y sobre todo. No hay nada sobre lo cual no pueda volcarse su curiosidad, su gana de conocer: todo lo que existe puede ser para él -en la medida en que es justamente hombre- motivo de investigación, de asombro, de estudio.

            Otra forma de decirlo: el hombre es por naturaleza, contrariamente al puro animal, filósofo, investigador del ser, aunque tantas veces renuncie a pensar verdaderamente como hombre y se cierre en el aquí y ahora de sus incumbencias próximas e individuales, sin intenta ubicarse conscientemente en la existencia, en el 'universo'.

            Pero eso pasa también con su temporalidad: el animal no vive sino el ahora. Aún la previsora hormiga que, según la fábula, desprecia a la cigarra, no tiene idea de 'para qué' acumula ramas y hojitas para el invierno y las seca. Lo hace no por una presciencia que mire al futuro sino movida por un instinto que la supera y en la cual no existe conciencia del mañana. También los animales migratorios se desplazan impulsados por un instinto que no anticipa praderas pastosas, calores primaverales, lugares de apareamiento, como lo hace la mente del hombre. Sus movimientos gregarios son normados por programaciones genéticas de las cuales ellos no son conscientes. La golondrina que, terminado el verano en el hemisferio sur, se fatiga en raudo vuelo nocturno guiada aparentemente por la posición de las estrellas, ni sabe lo que son las estrellas o las constelaciones, ni anticipa con alegría la bonanza del clima de California y la belleza de los viejos conventos franciscanos donde año tras año anida... Puede que el león que acecha a su presa y anticipa sus movimientos tenga, a su manera, alguna idea previsora de ese proximísimo futuro de caza, pero nunca del mañana, del mes que llega, de los años que vendrán...

            Solo el hombre es consciente -a veces dolorosamente consciente- de su temporalidad, de su futuro. Así como es capaz de interesarse por el universo, por el todo del espacio; también es capaz de preguntarse sobre el todo del tiempo. No está enquistado en el ahora de su animalidad sino que vive, armado de pasado, anticipando constantemente lo que vendrá. Preguntándose por el mañana, adelantando situaciones: "¡cuando sea grande!", "¡cuando termine el secundario!", "¡cuando me reciba!", "¡cuando me case!", "¡cuando me mude!", "¡cuando me jubile!"... Vivencias del futuro que tantas veces hacen bello el presente: el viaje anticipado en folletos de turismo; el sueño de mi próximo encuentro con mi novia; los chicos que me esperan; en medio del arduo estudio, el consuelo de la previsión del día que aparezca en casa con mi título... Cuántos años de ascesis y de angustias y de destierro en el seminario lejos de mi familia no fueron consolados y alentados por "¡el día en que celebre mi primera Misa"!

            Contrariamente al animal, el futuro se introduce en el hombre en el presente como una dimensión fundamental, como un acicate de vida, como algo que da sentido o sin sentido a sus fatigas, penas o alegrías del hoy. El animal apenas puede vivir los placeres y dolores del ahora. Solo el hombre es capaz de postergar sus gratificaciones en función del mañana. Para una vida auténticamente humana es mucho más poderoso el gozo futuro que los placeres del escurridizo hoy.

            Y es que en realidad esto le viene al ser humano por una cuestión no solo de temporalidad sino de ser. El hombre no es lo que es, sino lo que puede o ha de ser. Mientras vive en este mundo el hombre todavía no es, es un 'aún no', un 'todavía no', en la terminología marxista de Ernst Bloch, o cristiana del católico Gabriel Marcel o del protestante Wolfhart Pannenberg.

            No estoy hecho, me estoy haciendo. Vivir no es un 'ser', es un 'hacerse', un proyectarse. Proyecto viene del latín 'iacio' -arrojar- y 'pro' -hacia delante-: 'pro-iacio'. El hombre es un constante ser arrojado hacia delante, un permanente ser en proyecto, al menos hasta su muerte.

            Por eso mismo Dios, en cada instante, no me juzga por lo que soy o por lo que estrictamente logro o hago, sino por lo que quiero ser, por mis ideales, por mis valores, aún cuando no siempre pueda cumplimentarlos. En ese sentido no es verdad que el camino del infierno esté pavimentado de buenas intenciones. Puede que de febles deseos, de veleidades, pero jamás de verdaderamente buenos quereres. Por eso nunca abajes tu ideal y tus principios a lo que hoy mezquinamente sos. Ni se te ocurra ir al psicoanalista para que te disculpe de tus desvíos y fracasos: asumilos siempre virilmente en el reconocimiento de la culpa y en el salto adelante del perdón. No te justifiques con el médico o el psicólogo, pedí perdón por tu pecado. Y aunque estés lejos de ello, elevá siempre tu ideal a la dimensión del santo. -"Sed perfectos como mi Padre es perfecto", nos dice Jesús. Utópico e imposible mandato- y ese proyecto, por si mismo, te redimirá, aunque no lo alcances, tan siquiera en ese otorgado perdón.

            Magnánimo -de 'magna' 'ánima', de grande alma- llamaba la antigüedad clásica al que se atrevía y deseaba siempre las grandes empresas aunque no siempre los hados le ayudaran a ganarlas. Pusilánime en cambio -de 'pusillus', pequeño: pequeña, mezquina alma- llamaba al de corazón corto, abajada mirada, pedestres ideales, incapaz de acometer nobles empeños, arduos acometimientos.

            Pero el hombre es animal magnánimo por naturaleza. Solo por vileza o perversión adquiridas o desviada educación puede rebajar la vocación a las cosas grandes para las cuales ha sido o, mejor dicho, 'está siendo' creado.

            Esto es algo de lo cual deberíamos ser una y otra vez conscientes: no es que hayamos sido creados, no es que Dios nos 'ha' creado: Dios nos 'está' creando hacia lo que realmente seremos cuando alcancemos nuestro ser definitivo. El 'todavía no', el 'aún no' del ser humano, su pro-yecto, se dirige a una realización plena y acabada que se dará recién en los nuevos cielos y la nueva tierra, horizonte último de la generosidad divina.

            La creación del hombre, la creación de cada uno de nosotros está en gestación, en camino. Somos, como afirmaba Gehlen, animales 'embriónicos', abiertos a una adultez que trasciende el ahora, el aquí. Ya Aristóteles sostenía que el alma humana era de alguna manera, potencialmente, todas las cosas, "anima est quodammodo omnia", porque abierta a la totalidad, al ser, al universo, a la plenitud del existir. El alma es magna alma, magnánima por naturaleza. Mientras no se llene del todo, del infinito, nunca quedará colmada. Su ser es intrínsecamente hambre.

            Animal de insaciables deseos el hombre tiene como instrumento para tratar de calmarlos la libertad. La libertad -la verdadera libertad, la de adentro, no la falsa de afuera que canta nuestro himno o defienden los falsos derechos humanos- es el instrumento que desde el 'todavía no' de lo que somos nos recrea hacia el ideal que queremos ser y que, dada la magnanimidad del alma, nunca acaba, al menos aquí, por ser alcanzado.

            Peor aún: todo proyecto, toda ambición, todo querer del hombre se muestra finalmente vano en el límite extremo de la muerte. De allí la afirmación del absurdo del ser del hombre que sostenía Sartre. El hombre, libertad, ambición de infinito, ¡destinada a la frustración del finito morir! Paradójicamente -decía Sartre- cuando ya no somos 'todavía no', 'no ser', cuando ya no podemos ser otra cosa que lo que somos, es que estamos muertos.

            También el cristianismo se ha planteado -y mucho más agudamente que el paganismo- esta tensión entre lo que somos y lo que hemos de ser; y ha definido la vida humana como intrínsecamente tendencia, posibilidad, proyecto, a realizarse mediante la libertad y la gracia, a imagen del que es el mismo modelo del ser humano, el hijo de Dios, el hijo del Hombre que viene.

            A esta realización el hombre no puede llegar con sus meros deseos, ni con sus puras fuerzas naturales, ni con cualquier ejercicio de su libertad y, sin embargo, Dios le da, más allá de sus posibilidades naturales, en forma de gracia, las energías divinas necesarias para lograrlo. Esas energías gratuitas le son alcanzadas mediante la virtud de la esperanza, fundada en la fe, realizada en la caridad.

            La esperanza, contrariamente a lo que parece indicar el lenguaje común, no es un mero aguardar, un esperar, una expectación flotando en ineficaces deseos. Es una fuerza que se inserta en nuestro ánimo prestándole sobrenatural magnanimidad y, aunque dada por Dios, bien nuestra, de modo que concede a nuestra libertad el poder realizarnos a nosotros mismos, no pasiva sino activa, meritoriamente.

            La esperanza cristiana no mira a cualquier bien terreno, a este mundo circundante. Tampoco es la vana seguridad, por más puesta en Dios que esté, de que las cosas nos van a salir bien en este mundo, que mi empresa no va a quebrar, que los políticos y sindicalistas van a cambiar, que no me van a robar mis depósitos o plazos fijos, que mi enfermedad se va a curar... El 'todavía no' del hombre que define la Esperanza va a la consecución de los bienes definitivos, y a la victoria conseguida, en alianza con Dios, no sobre cualquier mal, carencia o desgracia, sino sobre la desdicha extrema de la muerte. De la muerte definitiva, digo, la 'muerte segunda' que decía San Pablo. No de la preanunciada por la vejez o por la terapia intensiva, sino la engendrada por el pecado, por el alejamiento de Dios, por la falta de fe y de caridad.

            Adviento, este tiempo que vuelve a iniciar nuestro año litúrgico, nos pone nuevamente, nos renueva -cualesquiera sean los años que tengamos, cualesquiera nuestros problemas de trabajo, de salud, de plata- en nuestra situación de esperanza, de proyecto, de seres en gestación. Adviento, pequeño doble de la cuaresma, nos habla de ese esfuerzo, a la vez obra de Dios y de su perdón y de nuestra lábil libertad que, más allá de nuestros objetivos terrenos, próximos, casi animales, inadecuados a nuestra alma grande de cristianos, apunta a la santidad, a lo inalcanzable de Dios que Él nos alcanza en esperanza próxima de Navidad. Esperanza no de los bienes de este 'mundo circundante', sino de santidad, de 'universo', de eterna felicidad y plenitud, para lo cual Dios nos da el 'todavía no' de esta vida, nuestra cristiana magnanimidad.

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