Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1976. Ciclo B

1º DOMINGO DE ADVIENTO
30-11-75

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 13, 33-37
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Tened cuidado y estad prevenidos, porque no sabéis cuándo llegará el momento. Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela. Estad prevenidos, entonces, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos. Y esto que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Estad prevenidos!».

SERMÓN

Todos los ex alumnos del Nacional Buenos Aires conocemos esos versos de Baldomero Fernández Moreno: “La Ciudad terrible mueve su piqueta. ¿Dónde está mi viejo Nacional Central?“ Y la imagen de la piqueta demoledora se adapta plenamente a la idea que, poco a poco, en nuestra vida nos vamos haciendo del tiempo. Tiempo que construye, pero también, tarde o temprano, tiempo que demuele, tiempo que hace crecer, pero también tiempo que envejece. Tiempo anabólico, tiempo catabólico.

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El antiguo edificio del Colegio Nacional de Buenos Aires, hacia el 1900, construido por los jesuitas en el siglo XVIII. Fue demolido para la construcción de la sede actual, comenzada en 1910 y terminada en 1938,

Y ¡cosa difícil de definir el tiempo! “Cuando no me lo preguntan sé lo que es; cuando me lo preguntan no lo sé”, decía San Agustín.
Porque, aparte la imagen tan clara de nuestros Rolex y Omegas y de ese tiempo con el que contamos para realizar nuestras diversas actividades, en cuanto nos ponemos a reflexionar sobre él se nos escapa como algo inasible, indefinible.
Pasado‑presente‑futuro, conjugación de verbos que pretenden ubicar nuestras acciones en la temporalidad, apenas nos sirven para saber qué es el tiempo. Porque si hay algo difícil de afirmar es justamente que el tiempo ‘sea’: el pasado ya no es, ‘fue’; el futuro ‘será’, peor, ‘sería’. Lo único que ‘es’ es el presente, pero, en cuanto tratamos de asirlo, ya se nos escapa de las manos y se nos transforma en ‘fue’. ¡Pobre segundero de nuestros relojes avanzando a saltos, como tratando de frenarse, de detenerse en cada segundo, pero empujado inconteniblemente hacia el doce y hacia el cero!
Sí. Tiempo que educa, tiempo que crea, tiempo que gesta, germina, florece. Pero, también, tiempo que olvida, tiempo que envejece, tiempo que oxida, arruga, marchita.
¡Ah si pudiéramos detener el instante fugitivo que se nos escurre de las manos! ¡Tiempo inexorable que me arrastra a la destrucción, al olvido y a la muerte; que me arrebata los momentos felices y me obliga a la aventura del hostil futuro! Agujas indiferentes que seguirán marcando horas cuando yo ya me haya ido.

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando.
Y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.1

………………………………………………………

Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.

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Juan Ramón Jiménez (1881-1959)

Pero la nostalgia calma y poética de Juan Ramón Jiménez se transforma en protesta desesperada, en nuestro corazón sediento de vida, de existencia, cuando, por una u otra razón, vemos que el tiempo está por decir su palabra definitiva en nuestras propias vidas o la de nuestros seres queridos.

Los griegos tenían dos palabras distintas para nombrar al tiempo: una ‘kronos’ que señalaba la duración del tiempo, el tiempo en todo su conjunto, el tiempo cósmico. La otra ‘aion’ que significa en cambio el tiempo de la vida, la duración de la vida y, en su sentido más primitivo, simplemente ‘vida’ o ‘fuerza de vida’ o ‘fuente de vitalidad’.
Dicen los filólogos que ‘aión’ –en castellano ‘eón’ o ‘evo’‑ deriva del indoeuropeo ‘aiu’ o ‘iu’, de donde vino la palabra ‘iuvenis’, en latín, ‘iuventus’, juventud. Juventud que, para los antiguos, recién terminaba a los cincuenta años y comenzaba a los veinticinco. El tiempo vital por excelencia, superada la estupidez de la adolescencia y no alcanzada aún la gravedad de la senectud. De allí que, posteriormente, cuando se comience a hablar en términos de eternidad, a ésta no se le llamará simplemente ‘kronos indefinido’, sino, ‘aión’, juventud, plenitud permanente.
Pero, mientras tanto este ‘aión’ vital, este tiempo juvenil es despiadadamente devastado y desmantelado por el ‘kronos’. El ‘aión’ se destruye y perece, el ‘kronos’ impertérrito continúa: “y se quedarán los pájaros catando”.

Por eso en la mitología griega Kronos, el dios del Tiempo –identificado en la edad romana con Saturno‑, destrona a su progenitor Urano ‑el padre, con Gea de todos los dioses‑ y le siega la fuente de la vida castrándolo y, una vez casado con su propia hermana Rea, va devorando uno a uno a sus hijos a medida que le nacen. ¡Cruel Cronos! ¡Tiempo cruel que yanta y engulle todo lo que engendra! Vencedor final del ‘aión’ de mi existencia, de mi juventud.

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Saturno, guadaña en mano, devorando a uno de sus hijos, Rubens 1635-37

Sí: ¿Cómo escapar a este tiempo que engulle mi ser, más esperanzas, esclerotizando en pasado muerto mi presente, aventando mis instantes, amenazándome desde lo que vendrá? ¿Cómo superar esta ‘angustia’ de la cual habla Heidegger, la angustia de estar arrojado en un mundo que es anterior a mí y que seguirá siendo aún sin mí? ¿No será lo mejor dis‑traerme, di‑vertirme, no pensar, vivir ‘proyectado’ en las cosas, en los acontecimientos ‑como decía Kierkegaard‑, tratar de no pensar que el hombre es un ser destinado a morir, un ser vacilante, muriente –como afirma Heidegger‑ y vivir ‘fuera de mi’, dis‑perso, arrastrado por las cosas, ‘inauténticamente’? O ¿habrá que enfrentar la cosa? En la desesperanza ‘sartriana’ cuya muerte condena al absurdo toda la existencia; o en las diversas esperanzas de perduración que se ha fabricado y se fabrica el hombre.

El pensamiento antiguo percibía dolorosamente la caducidad de la vida y la inminencia de la muerte y tanto griegos como orientales intentaron responder a su angustia. Todos veían claramente que el tiempo –‘kronos’‑ era el gran liquidador de las cosas, pero también se daban cuenta de que si los individuos perecían, ‘la vida’ lo mismo continuaba.
Sí: hay otoños e inviernos, pero también primaveras y veranos que vuelven una y otra vez. La planta crece, florece, da su fruto y muere; pero el fruto que muere cae en tierra, germina y vuelve a florecer. La noche es el fin del día, pero también es el anticipo del alba. Mueren los viejos, pero nacen los niños. Y, entonces, para el pensamiento primitivo, especialmente en oriente, el tiempo se prolonga indefinidamente en ciclos que se repiten constantemente. La vida siempre continúa. Los ciclos se reiteran, todo comienza, termina y vuelve a comenzar. La imagen del tiempo es el círculo, la serpiente que se muerde la cola, todo lo que es fin es también principio. Y los orientales se conforman con esto: ¡total para ellos la existencia individual en las tiranías asiáticas poco interesa! Como mucho existe un más allá para los faraones y los jerarcas.


A muchos griegos esta solución no satisface y, sin embargo, no pueden escapar a la idea del círculo, de los ciclos que se repiten, del eterno retorno. “Nada nuevo bajo el sol” –tomado por el Eclesiastés a esta mentalidad‑. Las almas pueden volar a la región de lo divino, pero tarde o temprano volverán a ser arrojadas al mundo y se reiniciará, otra vez, un nuevo ciclo, idéntico al anterior, y así indefinidamente. La rueda que gira y que gira incansablemente. El cosmos de los científicos soviéticos con su eterna pulsación: expandiéndose, comprimiéndose, expandiéndose.
Para la revelación judeo‑cristiana la cosa no es así. El tiempo no se repite, no es un círculo, no retorna constantemente. El tiempo es una línea recta, una dirección, tiene un sentido, tiene una meta. Es un apuntar hacia algo, es sobre todo un esperar algo.

Desde el comienzo Dios suscita en el pueblo hebreo la conciencia de su estar en camino, en movimiento –no perdidos en un bosque volviendo siempre al mismo lugar‑ sino imanados por un Norte. La vida es una búsqueda, un ‘éxodo’, en donde, con Abrahán, dejan la ciudad de Ur hacia la tierra de la promesa, con Moisés abandonan Egipto hacia la tierra que mana leche y miel, con el Déutero Isaías urgen a la partida desde el exilio en Babilonia a la tierra santa y, con los profetas, están en camino, a la espera, a la expectativa del ‘advenimiento’ del Reino.
Y, por eso, toda la vida del pueblo hebreo es una experiencia de espera, de ‘todavía-no’, de indigencia y hambre de algo que ha de venir y hacia lo cual vamos.
Ese hambre y espera indigente que refleja la primera lectura que hemos escuchado (Isaías, 16b-17.19b;64,2b-7).
Si: la angustia de nuestra caducidad, de ser ‘proyectos’ de algo que no podemos todavía poseer, que dice Heidegger, es realidad. Pero, para el judío y el cristiano, no es angustia destinada al fracaso de la muerte, mera impotencia, sino que es expectativa, espera, aguardo, acecho de otra realidad que vendrá.

Más aún: es espera no de ‘algo’, sino de ‘otro’ –como afirma Marcel‑; es la espera de ‘alguien’ que viene, de ‘alguien’ que ‘adviene’.
El tiempo no es círculo que gira, el tiempo es ‘adviento’. Porque toda la historia no es sino una larga espera del “que es del que era y del que vendrá”, en términos del Apocalipsis (1,8).

El hombre que, ambicionando perpetuarse en el ‘aion’, en la juventud y, superando el tiempo, hacerse Dios, proyecto vital que se esconde en el deseo y quehacer de todo ser humano ‑como afirma Sartre‑ no termina en el absurdo y el fracaso ‑como el mismo Sartre sostiene‑, sino que se finaliza en el encuentro con ‘Aquel que viene’ y que, siendo hombre y Dios, tiempo y eternidad, puede insuflar en nuestro confinado ‘aión’ su propio ‘Eón’ de eterna juventud.

Y así, aunque toda nuestra vida es adviento, espera, la Iglesia quiere suscitar en nosotros, especialmente en esta porción de tiempo que prepara la Navidad, la ‘venida del Señor’; que aún cuando se festeje en una determinada fecha, está llegando constantemente a nosotros. Quiere suscitar ahora, especialmente digo, esa actitud de espera y a la vez de sentimiento de indigencia, de angustia ‑en el sentido heideggeriano derivado de ‘angosto’‑, que abrirá nuestros corazones al encuentro con Jesús.

Y, a la vez, quiere prepararnos a la Navidad definitiva que se dará recién después de la muerte y para la cual el tiempo largo o corto de nuestras vidas no es sino también preparación, adviento.
No. ‘Kronos’ no será el último vencedor. Incluso en el mito griego Zeus, uno de sus hijos escapados a la antropofagia paterna, finalmente logra destronar al padre. Le hace devolver a sus hermanos y se van todos a vivir a la isla de la Bienaventuranza.
Esta utópica ilusión griega la realiza definitivamente el Señor. Cristo vence a Cronos, el tiempo no nos envejece sino biológicamente y, mientras caduca el hombre viejo, va naciendo el hombre nuevo –dice Pablo a los corintios‑. La vejez o la enfermedad, en el hombre, no es sino señal de que el encuentro se aproxima.

Aunque, no nos engañemos, porque, en frase de Boehmedesde que nace el hombre está maduro para morir”. ¡Cuidado las navidades sin adviento!

Estén prevenidos, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. No sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos.”

1 Párrafo faltante:
Se morirán aquellos que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y lejos del bullicio distinto, sordo, raro
del domingo cerrado,
del coche de las cinco, de las siestas del baño,
en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu de hoy errará, nostálgico...

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