Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1999. Ciclo B

1º DOMINGO DE ADVIENTO

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 13, 33-37
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Tened cuidado y estad prevenidos, porque no sabéis cuándo llegará el momento. Será como un hombre que se va de viaje, deja su casa al cuidado de sus servidores, asigna a cada uno su tarea, y recomienda al portero que permanezca en vela. Estad prevenidos, entonces, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos. Y esto que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Estad prevenidos! ».

SERMÓN

            Esperar, vigilar, estar de guardia, uno de los primeros instintos del hombre, compartido con los animales, en este mundo peligroso en donde en cualquier momento puede aparecer el depredador, el enemigo... Pero también se esperan, se aguardan, cosas buenas: que lleguen las lluvias, que arribe una buena noticia, que las cosechas produzcan abundante grano, que la tierra hacia la cual trashumamos ofrezca frutos y caza en abundancia... El futuro siempre concita el ansia del ser humano con su nebulosa oferta de bienes y de males. Pero esta espera, esta vigilia, este aguardar temeroso o esperanzado, se transforma verdaderamene en humano cuando su inteligencia comienza poco a poco a dominar la naturaleza y a planear sus pasos previniendo el acaso del futuro e incluso, en parte, dominándolo. Mientras apenas se diferencia del animal y solo vive en la pasiva espera de lo que puede traerle la naturaleza y sus fuerzas el hombre concibe su universo como poblado de deidades caprichosas que fatalmente entretejen su existencia y no dejan espacio a su libertad. Cuanto mucho puede propiciar a estos dioses y hados supersticiosamente con sacrificios y ritos. Lo mismo sucede no solo frente a la naturaleza, sino entre los mismos hombres. Antes del neolítico, cuando aún no existían las ciudades, la lucha por la existencia hacía que los grupos humanos estuvieran enfrentados constantemente entre si, vigilantes sus fronteras transitorias, sujetos al arbitrio del más fuerte, en un mundo sostenido solo por el mutuo miedo y el temor a la venganza. Solo cuando comiencen a organizarse las ciudades se podrá recurrir a un orden, a una justicia superior que permita hacer del existir del hombre un vivir humano. También aquí la ineligencia nos diferenciará de la pura animalidad y como aprendimos a manejar poco a poco la naturaleza también aprendimos a hacer previsible y ordenar la vida del hombre con la ley. Pero, mientras tanto, esperar, vigilar, estar de guardia.

            Así comienza esa maravillosa saga, la Orestíada, triología trágica, en donde Esquilo relata míticamente el paso en el mundo griego del mundo del hado y de las moiras y las erinias y de la tiranía de la naturaleza y del crimen y la prepotencia, al mundo del logos, de la inteligencisa y de la ley. Y todo empieza con la espera, la vigilia de un centinela oteando el horizonte sobre las murallas de la ciudad de Argos:

            "Pido a los dioses que me libren de este penoso trabajo, de esta guardia sin fin que estoy haciendo en lo alto del palacio de los Atridas, todo el año alerta como un perro, contemplando las varias constelaciones de los astros de la noche... Siempre esperando... Llega la noche, mas no viene con ella el reposo a mi lecho húmedo de rocío. Jamás le visitan los sueños; en vez del sueño, es el temor quien se sienta a mi cabecera y no me deja cerrar los ojos al descanso. ...¡Venga por fin el dichoso instante que me vea libre de esta fatiga! ¡Aparezca en medio de la noche el fuego de la buena nueva!"

            Así se queja el centinela, en bello discurso que hace de prólogo al Agamenón, primera de las tres obras que forman la Orestíada, trilogía trágica, estrenada por Esquilo en Atenas el año 486 antes de Cristo.

            Y la obra se transforma en una gran parábola de la espera constitutiva del existir humano siempre tendido hacia el futuro, siempre oteando el mañana ansiosamente, mañana que puede venir cargado de novedades luminosas, o, sorpresivo y cruel, volcando sobre nosotros desgracias no previstas. Ansiedad por el bien que llega, miedo por el mal que en cualquier momento puede aparecer.

            La ciudad de Argos espera el triunfo y el regreso de su rey Agamenón. De pronto se enciende en el horizonte la hoguera que anuncia la buena noticia de la caída de Troya. Un heraldo llega y anuncia al centinela la vuelta del victorioso rey. El coro y la ciudad estallan de alegría. Pero en medio del jolgorio y el triunfo, Casandra, la adivina, agorera, anuncia nuevas desdichas. Agamenón es asesinado por su mujer y la sangre y el crimen continúan tejiendo el futuro ominoso de una espera que no tiene nunca visos de terminar.

            En la continuación de la obra, las Coéforas ahora es Elektra, hija de Agamenón, quien espera la venida de su hermano Orestes -el que da el nombre a la Orestíada- y su venganza de la muerte del padre. El ser mismo de Elektra es vivir en la espera. Tanto es así que cuando por fin Orestes llegue ella morirá: sin espera cesa la razón de su existencia.

            Pero la llegada de Orestes no cierra la tragedia, su venganza antinatural, matar a su propia madre, el matricidio, no pone final a la obra, el crimen lo persigue bajo la figura monstruosa de las Erinias, las Furias, las Euménides. La espera se transforma en huida. El antiguo mito sobre el cual Esquilo teje su tragedia no se resuelve sino en esta perpetua huida de Orestes figurando el destino de dolor y de muerte que siempre adviene al hombre.

            Pero el espíritu griego no sería lo que fue si hubiera soportado en su tradición este desastrado final de Orestes y hubiera continuado sosteniendo este terrible pesimismo de concebir al ser humano como obligado por los dioses incluso sin saber, a la manera de Edipo, a cometer crímenes nefandos y al mismo tiempo ser castigado implacablemente a causa de ellos mediante la rabia de las Furias. Es sabido que esta persecución de las Furias, en el mito de Orestes ya elaborado por el genio griego, un día cesa, precisamente cuando la inteligencia, el logos, la ley, son asumidos por el hombre en la sociedad de los libres -que son libres precisamente porque se ajustan a la ley-. El hombre deja de estar sujeto al puro destino, a la sola espera de que algo le acaezca, al desgobierno de las pasiones, a las iniciativas tumultuosas de las espontaneidades individuales y toma con su inteligencia las riendas de su existir. Y la forma de esta inteligencia del vivir libre, así como frente a la naturaleza toma el aspecto de técnica y de arte, tampoco queda en lo social, en lo humano en algo puramente abstracto, para el griego se materializa en la ley, en la justicia, y bien concretamente en los tribunales ciudadanos, en el areópago. El griego tenía clara conciencia de que la libertad frente al hado y frente a las furias, solo era pasible de ser vivida en sociedad y que no había verdadera libertad si no se garantizaba la justicia. Justicia por supuesto falible la de los hombres, pero no por ello menos necesaria. Tanto es así que Sócrates aceptará más adelante, sin vacilar, por respeto a la necesaria justicia, su injusta condena a muerte.

            Pero en Esquilo el mito de Orestes no se reduce a la legitimación de los tribunales y de la justicia humana liberadora de las Furias, cuando Zeus mediante Apolo legitima el poder del Areópago y somete a las Erinias, a las Furias, transformándolas en Euménides, en genios protectores de la polis. (Así -las Euménides- se llama la tercer y última tragedia de la Orestíada.) Todo hombre de bien se daba cuenta de las múltiples fallas de la justicia humana, de sus errores y de sus corrupciones. En esta tragedia que Esquilo escribe poco antes de morir, a los 67 años, su espíritu nobilísimo se había ya elevado a la expectativa de una justicia superior. En frases que presagian lo que será plena luz en la concepción cristiana de Dios Esquilo entrevé en lo divino no el destino implacable figurado en las moiras y las erinias, ni la fría justicia de un juez supremo moviéndose con códigos inmutables, sino la figura de un Padre capaz más allá de la justicia, de comprender y perdonar. El es el que, finalmente, inspirando al areópago, absuelve a Orestes y le permite vivir en paz. Antes que Platón Esquilo deja entrever que no basta la sola justicia, ni el mero gobierno de ley. La ley, dirá Platón no puede abarcar la infinita variedad de la vida humana, y así, en los casos particulares, no siempre logra determinar lo justo. De allí que para Platón, es preferible a la ley escrita el juicio del hombre sabio. Un hombre sabio y razonable capaz de corregir la ley con una equidad superior, con la epiqueia, dirá Aristóteles. Pero Esquilo había visto más lejos: ¿de dónde sacamos esos hombres buenos y sabios, jueces magnánimos, prudentes e incorruptibles? En sociedades sin moral y sin gracia mejor ser juzgados imperfectamente por los códigos que por el arbitrio del juez. La verdadera justicia amalgamada con el perdón solo la puede dar finalmente Dios. Y aún las injusticias de este mundo son manifestaciones de la bondad de Dios: canta el coro de los Ancianos al comienzo de Agamenón: "¿Durará siempre esto, esperar mal sobre mal inevitablemente? No: todo lo gobierna Zeus, que da el poder de aprender con el sufrimiento y de pensar, de conseguir sabiduría mediante el dolor" Y así aunque salvando la libertad, iteligencia e iniciativa del hombre, Esquilo levanta ahora su mirada a una espera, un advenimiento superior, que los hombres no pueden obtener con sus solas fuerzas.

            El cristianismo salva mucho más tanto el concepto de la libertad y la iniciativa humanas, como el de la auténtica espera que ahora se abre no a las realidades mundanas objeto del dominio del hombre, sino a las sobrenaturales. Pero con toda su visión de la gratuidad de la salvación y de la imposibilidad que tiene el hombre de alcanzar la plenitud con sus solas fuerzas, el evangelio no soporta concebir la vida como una mera espera de algo que vendrá. Ciertamente, si Dios no viene a rescatarnos de nuestro límite, nosotros con nada que hagamos podremos llegar a Él. Lo humano solo es capaz de alcanzar lo humano, no lo divino. Dios tiene que venir Él mismo a lo humano para que lo humano pueda llegar a Él. Ese es el sentido de la Navidad y por lo tanto de este tiempo de adviento que hoy comenzamos. Prepararnos para recibir al Dios que llega: el que llegó hace dos mil años; el que llega constantemente a nuestros corazones cada vez que le abrimos sus puertas en nuestros actos de fe; el que llegará un día cualquiera a llevarnos finalmente con Él. En una espera, sin embargo, qu no es la temblorosa vigilia del centinela, sino la gozosa expectación del novio que llega, del esperado Mesías, de la salvación, en una alerta alegría, que tiñe de serenidad todas las actividades humanas del cristiano en esta tierra por más que le sobrevengan pasajeros males.

            De eso se trata en nuestro evangelio de hoy, que en el relato de Marcos corresponde a las últimas palabras de instrucción de Jesús a sus discípulos antes de iniciar el camino de la Pasión, una especie de última exhortación y de resumen de lo que ha de ser la vida cristiana: una espera si, pero una espera gaudiosa y activa, un constante estar en disposición de encuentro con el Señor que llega, precisamente cumpliendo su ley y asumiendo nuestras responsabilidades mundanas.

            En realidad nuestra traducción castellana traiciona el espíritu del texto original. Le da un tono de urgencia y de amenaza que éste no tiene. "¡Tened cuidado!" y, por tres veces, "¡Estad prevenidos!", como si las palabras del Señor quisieran asustarnos a la manera de un funesto augurio de Casandra, y revivieran en nosotros el cansancio y el miedo del centinela del Agamenón de Esquilo o, peor, el miedo a la justicia de las Furias que persiguen a Orestes..., como si tuvieramos que aguardar temblando la iracunda justicia de un juez celeste acechando sorprendernos en falta y no la de un Padre misericordioso dispuesto al perdón que corrige a la justicia, como lo había entrevisto Esquilo.

            El texto griego tiene otro sentido: es un llamado a la libertad, a la inteligencia y a la actividad. Lo que nuestro leccionario traduce "tened cuidado", blépete, quiere decir sencillamente 'mirar', 'dirigir la mirada', 'ver'. Es algo así como decirnos, "no sean necios, no miren las cosas superficialmente, no gasten la vida en pavadas, sean inteligentes, dénse cuenta del sentido de su vida, manéjenla con ese cerebro que Dios les ha dado y que ha iluminado con su palabra. Vivan en libertad y como señores de si mismos y no manejados por los demás conducidos a tanteos por sus pasiones o la prepotencia de los medios."

            Y el "¡estad prevenidos!", vierte incorrectamente, transformándolo en una advertencia, en una especie de ¡cuídense!, ¡cuidado! el verbo griego agrupneo que significa simplemente "no estar dormidos". "No se duerman, hay mucho que hacer en este mundo; hay que llevar adelante con empuje, con alegría, las tareas que el buen Dios nos ha asignado, sobre todo la de crearnos a nosotros mismos en el ejercicio virtuoso de nuestra libertad y en la despierta oración que nos abre a las maravillas del amor de Dios y nos hace desbordarlo hacia los demás".

            Por cierto que nuestra vida cristiana descansa en la esperanza, en la expectativa del Señor que finalmente vendrá a buscarnos, pero no ha de hacerlo en la pasividad de la inacción, o en el temor a una aparición suya intempestiva e iracunda. Dios está viniendo a nosotros en cada momento, a la mañana, a la tarde, a medianoche, cada acto libre y bueno que hacemos en estado de gracia es un encuentro con Él, el médico que sana, el pastor que busca la oveja perdida, el Padre que perdona en superior justicia.

            Un encuentro con Él que realizamos en la Iglesia, en la sociedad del pueblo de Dios. Esta verdad del espíritu griego también la hereda el cristianismo. No podemos vivir nuestra condición de hijos de Dios solos, sino formando parte de la Iglesia y en el respeto a sus leyes y mandamientos. Leyes presididas por el amor y que son el camino inteligente de nuestra realización y libertad.

            Nuestra vida cristiana no es pues la espera medrosa del centinela, tampoco la huida de los problemas y las penas, ni el miedo a los castigos, es la actividad creativa de los servidores de la casa, es el mutuo amor de los cristianos, es la lúcida toma de conciencia del sentido de nuestra vida, es la dichosa serenidad que nos da el saber que el Señor está llegando constantemente a nosotros, no como el policía o el juez que quiere sorprendernos en falta, sino como el Padre que, mediante el Hijo, viene a buscarnos lleno de amor para conducirnos a su Reino.

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