Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1976. Ciclo B

2º DOMINGO DE ADVIENTO
7-XII-75  

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 1-8
Principio del Evangelio de Jesús, Mesías, Hijo de Dios. Como está escrito en el libro del profeta Isaías: «Mira, yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos », así se presentó Juan el Bautista en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados. Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo: «Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con el Espíritu Santo» .

SERMÓN

Hagamos dos listas de palabras: unas, que se reúnan bajo el rótulo común de ‘vicio’; otras bajo el de ‘virtud’. Por ejemplo, una: orgullo, egoísmo, celos, envidia, duplicidad, lujuria, cobardía, avaricia, error, crueldad. Otra: fe, coraje, lealtad, pureza, generosidad, amor, veracidad. Y, si tuviéramos que encontrar un concepto o, mejor, una sensación, común a cada columna de palabra pienso que no sería inexacto decir que una de las listas va inmediatamente asociada a la ‘tristeza’, sensación de obscuridad, de mezquina pequeñez, pálidos colores. La otra, asociada a la alegría, el entusiasmo, la luminosidad.
Decía alguien que ‘la tristeza es la enfermedad más típica de nuestra época’. Y yo me pregunto si las listas antes mencionadas no tendrán algo que ver con esto.

Pero ¿qué es la tristeza? O, quizá, antes ¿qué es la alegría? Y contestamos empezando por los ejemplos más tangible y banales: “Tengo hambre, como, me satisfago, estoy contento”, “Tengo hambre, no como, sigo con hambre, estoy molesto” Y ¿no son estas las primeras alegrías y tristezas del hombre? Los primeros berridos que humedecen nuestros ojos ¿no son producidos acaso por la mamadera que no llega?

Y es que todo deseo insatisfecho produce en nosotros un vacío, un hueco. Y, por ello, Aristóteles decía que si la alegría es el efecto del bien presente, del bien poseído, la tristeza es el efecto del ‘bien ausente’.
Y habrá tantas tristezas, entonces, como objetos deseados no poseamos; y tantas alegrías como objetos deseados poseídos.

Hasta aquí todos de acuerdo. Pero el asunto se complica cuando nos ponemos a estudiar el dinamismo profundo del deseo humano. Y tocando este tema estamos incursionando en uno de los problemas fundamentales de la filosofía y del pensar. Porque si los seres se definen sobre todo por sus fines, por sus objetivos, descubrir hacia que bienes se encamina el hambre humana es prácticamente definir lo que es el hombre: “dime lo que quieres y te diré quién eres”.
¿Acaso cuando intentamos clasificar o definir a una persona no la juzgamos justamente por lo que busca? “Ese lo único que busca es la plata” o “lo único que le interesa son las mujeres” o “trepar” o “estudiar”. Y, entre esos que lo único que les importa es la plata o su familia o su profesión o la música ¿no establecemos acaso inmediatamente una comparación? ¿una escala de valores? Como si espontáneamente supiéramos que hay cosas que ambicionar que valen más la pena que otras; que nos hacen más hombres que otras.
Y la cosa no tendría importancia o sería extremadamente fácil de llevar adelante si uno pudiera determinar a su arbitrio qué objetivos, qué fines, qué deseos proponerse y realizar. Si así fuera, en el fondo, si uno elige como meta de su vida la plata o las mujeres, nos podrá parecer bajo, inferior, pero, si consigue lo que quiere, no sería por eso menos feliz.

Pero supongamos que yo no sea dueño de mis hambres y apetitos. Imaginemos que el hambre que me mueve está ya de entrada, antes de mis opciones, encaminada a ser saciada por determinado tipo de alimentos ¡qué trágico error sería entonces, engañado, tratar de calmarla devorando comida sin vitaminas, sin proteínas o peor, ponzoñosas, deletéreas! Sí, quizá pueda engañar el hambre comiendo arena –madera y cuero como los marineros de Magallanes‑, o a la sed el náufrago que toma agua de mar, pero, a la larga, quedaré después peor que antes, a lo mejor incluso con el apetito estragado, incluso ya sin hambre, sin ganas de buscar, de luchar, de alimentarme. Y, entonces, ¡cuántos apetitos del alma estragan hoy el mundo moderno hartándonos de falsos alimentos!

Nos has hecho para ti, Señor, e inquieto, hambriento, estará nuestro corazón hasta que no te hayamos encontrado”, dice San Agustín.
No. No es que indiferentemente uno pueda elegir a Dios, otro la materia, otro sus placeres, otro el dinero o cualquiera de las cosas de este mundo. El hombre está hecho, fabricado, construido, puesto a punto, determinado, a realizarse en Dios y no otra cosa.
Eso no lo puede elegir, no puede escaparse a este su sino: todos sus mecanismo vitales, fisiológicos, morales e intelectuales han sido preformados, planeados, estructurados, para plenificarse y realizarse solamente en Dios. Nacemos con un hambre de infinito que solo Él puede saciar y, cuando equivocados –trágicamente equivocados‑, pensamos que puede llenarnos cualquier otra cosa que no sea Dios, ese hambre de Dios –que tengo yo y vos y Castro y Mao, aunque no lo sepan, aunque no lo sepamos‑ ese hambre de Dios podrá engañarse un tiempo con aserrín y arena, pero, a la larga y en el fondo del alma y de las sociedades, si insatisfecha, engendra tristeza, mesticia, desolación.

Por eso el pecado es siempre triste, porque nos aleja de Dios, porque busca satisfacción en lo que no alimenta, lo que no llena, lo que no tiene vitaminas ni proteínas.

Discúlpeme que lo interrumpa, Padre, pero ¿cómo es entonces que hay tantos cristianos tristes y ateos y pecadores  que parecen alegrísimos?” Dificultad bien puesta. Y no la voy a soslayar contestando que el cristiano triste es un mal cristiano –aunque muchas veces esto sea verdad‑ y que detrás de la alegría del ateo se esconde siempre la tristeza, porque, aunque, a un cierto nivel podría ser cierto, no lo es desde el más tangible punto de vista psicológico.
Una cierta presentación moderna del cristianismo, en fácil apologética, insiste en que el cristianismo es alegría y que el cristiano ha de estar siempre alegre. Y esto es verdad en el hondón del alma, pero no siempre a nivel del sentimiento –bombo y guitarra‑. Que me perdonen, pero si me duele la muela, por más cristiano que sea, por más que rece, que lo ofrezca, no puedo estar contento. Me duele, estoy molesto y no por eso dejo de ser cristiano. Si me siento solo, abandonado, si me bochan en un examen, si estoy enfermo o si enferma o muere alguno de mis seres queridos ¿en nombre de qué cristianismo irreal me van a pedir que ría, que baile en una pata? Amén de que el mismo Jesús dijo una vez “mi alma está triste hasta la muerte”.

Y es que el ser humano es un ser complejo y a la vez limitado y si bien es cierto que en su apuntar más profundo y último lo que busca es Dios –y allí se juegan sus tristezas y alegrías más vitales‑ esto no excluye que, más superficialmente, no tenga otros apetitos, otros deseos y, por ende, otras tristezas, otras alegrías. Mi carne busca el placer; mi cansancio desea el reposo, mi paladar disfruta del dulce; mis ojos ambicionan la belleza, mi piel anhela la caricia, mis sentidos ansían la ternura, mi hombría pugna por el éxito y la victoria. ¿Quién podrá negar esto? Y no está mal, mientras todo se ordene y subordine al objetivo supremo de mi ambición humana. El problema es el desorden, desorden con el cual todos nacemos desde nuestra situación de original pecado.

Nuestros apetitos inferiores piden más de lo que naturalmente les corresponde y, cuando su deseo es sofrenado por la razón para encauzarlo hacia sus legítimas aspiraciones, ellos protestan, engendran dolor, tristeza. ¡Buscar llenarnos humanamente supone tantas veces sacrificar lo infrahumano! ¿Quién no ha experimentado que la alegría de la castidad coexiste tantas veces con la angustia y hasta la tristeza de la continencia; el placer de la virtud con la protesta de los instintos; la satisfacción del deber cumplido con la nostalgia de las comodidades y bienes sacrificados; la paz de la humildad con la humillación dolorosa de la soberbia; la felicidad de la limosna con la añoranza del bien cedido?

Sí: pierde mucho más el que abandonándose a las satisfacciones ínfimas y groseras no da curso a las verdaderas. Pero ningún bien superior excluirá del todo el dolor del sacrificio de los bienes inferiores, a veces más tangible, más palpables, más inmediatamente punzante.

Y, cuando se trata de Dios, la cosa se complica más aún. Porque indudablemente eligiéndolo a Él de hecho no perdemos nada, porque Él es la suma de todos los bienes. No es un ‘bien superior’ que se contraponga a uno inferior: es el Todo que se compara a la parte. Mejor: es el Todo que incluye la parte. Optando por Dios no renunciamos a nada porque elegimos Todo.
Pero esto será verdad solamente en el cielo, cuando lo poseamos plenamente. Mientras tanto lo tenemos solo en la Fe y en la Esperanza. Es Todo, sí, pero es un Todo futuro, poseído en ‘adviento’, un bien que llega. Que anticipa, sí, su venida en la gracia, en la fe, pero que tenemos oscuramente en promesa.
Y la promesa del cielo no es bastante para consolar sensiblemente mis huertos de los olivos.

Y sin embargo esa promesa no es una promesa cualquiera, es la promesa de Dios, que cumple su palabra, es el ‘dalo por hecho’ de nuestros amigos de confianza, es el ‘ya arreglé todo’, porque hablé con aquel ministro poderoso que puede y quiere solucionarme el problema.
Y, por eso, aunque no en la seguridad de lo poseído ni en la plenitud de lo logrado, el cristiano ha de vivir en la alegría de lo prometido, del pagaré firmado, de la esperanza asegurada, no siempre eliminando, pero si sobrevolando y asumiendo sus penas y tristezas.


Duccio di Buoninsegna, Isaías, c. 1308-1311

Y al mundo triste, al mundo de hambres famélicas o de hambres engañadas, de apetitos extraviados, Isaías, en nuestra primera lectura, predica hoy la alegría profunda, verídica y austera del Adviento: “Consolad, si, consolad, a mi pueblo; (…) hablad al corazón de Jerusalén (…) Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sion y clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén (…); di a las ciudades de Judá ‘Ahí esta vuestro Dios’”.

Sí; “comienzo, inicio, ad‑viento, de la ‘buena gozosa noticia’ de Jesucristo, el hijo de Dios”, así empieza el evangelio de San Marcos que hemos leído.
Adviento que, un día, se transformará en la eterna y alborozada para siempre Navidad.

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