Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2000. Ciclo C

3º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 17-12-00)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     3, 10-18
La gente le preguntaba: «¿Qué debemos hacer entonces?» El les respondía: «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto» Algunos publicanos vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer?» El les respondió: «No exijan más de lo estipulado» A su vez, unos soldados le preguntaron: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?» Juan les respondió: «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo» Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: «Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible» Y por medio de muchas otras exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Noticia.

SERMÓN

            Aunque la liturgia de este domingo ' Gaudete ' está toda ella dedicada a la alegría, ésta adquiere solo su pleno relieve por contraste con las tristezas que reemplaza o con los esfuerzos y desdichas que hay que enfrentar para conseguirla.

Despojado del párrafo que lo precede en el texto completo del Evangelio, este pasaje de la predicación de Juan el Bautizador , a pesar de su increpación final, queda de tal modo suavizado que apenas reconocemos la figura del estentóreo profeta capaz de desafiar, no solo a los poderosos sacerdotes, sino al mismísimo Herodes Antipas, famoso por su crueldad.

Pero los compiladores de nuestra liturgia han considerado a Juan demasiado duro cuando, en esos versículos inmediatamente anteriores a los leídos, increpaba a sus oyentes llamándoles "¡ Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escaparos de la ira inminente?... El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: todo árbol que no da fruto será cortado y arrojado al fuego" .

Es allí, recién, que la gente aterrorizada le consulta " ¿Qué tenemos que hacer?, " no a la manera de pregunta teórica -como se escucha en nuestra mocha lectura fuera de contexto- sino a modo del ruego a un médico que acaba de diagnosticarle a uno enfermedad terminal, o a quien le ha anunciado subitáneo e imprevisto peligro.

Pero no son extrañas estas suavizaciones a la actitud de muchos eclesiásticos actuales, que lo único que enseñan es un cristianismo aguado, sin decisiones, sin coraje, sin opciones, sin renuncias, sin del otro lado, riesgos, descalabros, desastres, ruinas...

Se piensa que el evangelio ha de ser todo positivo, livianamente alegre, guitarra, sin drama, sin la contraparte de nada sombrío, amenazante, ominoso.

Pero es que si esto fuera así, no se ve entonces porqué Cristo se presenta como 'salvador', como 'redentor'... "Os ha nacido un Salvador ", " el Mesías" , oiremos en Navidad. Pero no sabemos porqué habríamos de llamarlo así, "salvador", o para qué diablos necesitaríamos un "mesías", si no hay nada malo de lo que nos salve.

Es verdad que hay temas que son sumamente difíciles de tratar, pero sería perverso no señalarlos. Como sería insensato no avisar a los que van a emprender un viaje a un lugar espléndido por camino azaroso de los peligros que este entraña. Yo no puedo lealmente invitar a nadie a que me acompañe a un viaje por el Amazonas sin, al mismo tiempo, advertirle del peligro de los mosquitos, de las pirañas, de los caimanes, de -hace no tanto tiempo-, los reducidores de cabeza. Al contrario, justamente demuestro mi amor al invitado y lo serio y valioso de mi invitación cuando describo de que modo preservaré al viajero de esos peligros. Tampoco puedo ponderar la excelencia de una medicina sin antes señalar y diagnosticar al enfermo la amenaza extrema de su dolencia. No solo desvaloro el fármaco, sino que hago la terapia intrascendente.

¿Qué podemos entender de la Navidad, del misterio de la Redención, de la ansiada llegada del Mesías, del hermoso anuncio " Os ha nacido un Salvador ", si no tenemos idea o se nos oculta la situación de peligro de la cual Dios nos rescata?

Claro que el hombre común tiene alguna vaga idea de que Dios, Jesús, la Virgen, los santos, son múltiples y variados recursos para liberarnos de ciertos problemas difíciles de resolver con nuestras solas fuerzas: desavenencias de familia, inconvenientes de trabajo, escollos en los estudios, estrecheces económicas, salud comprometida, inseguridades psicológicas, y que, por otra parte, son maestros y ejemplo de moral, de convivencia, de virtudes domésticas y aún cívicas. Pero, reducido a esto ¿no estaríamos transformando el cristianismo en una religiosidad -por no decir superstición- puramente terrena, psicológica, infantil, sociológica?

Revisando hace unos días un programa de un instituto de teología, llegando a los capítulos que debían tratar las realidades últimas, escatológicas, encontré -o, mejor dicho, no encontré- después de alusiones bíblicas a la Parusía de Jesús, a la Consumación del mundo, a la Resurrección, ninguna mención de la posibilidad del infierno, de la condenación, o, si esto suena muy fuerte, de una frustración o fracaso final. Esa posibilidad ¿no merece ser recogida por la enseñanza de la teología o, alguna vez, de la predicación? Si ese riesgo existe, por más mínimo que fuera, ¿no habría que referirse a él con tanta o mayor urgencia como sobre el respeto a los derechos humanos, o la desocupación, o las acechanzas del fondo monetario internacional, o de la globalización, o de las injusticias sociales, con las cuales se llenan la boca tantos eclesiásticos?

Es verdad que, en otras épocas, algunos abusaban del fantasma del infierno y sus espantosas y tremebundas torturas. (Así me cuentan; aunque, a decir verdad, desde que soy católico muy pocas veces me hablaron de él.) Puede que las imágenes poéticas del Dante o las espeluznantes figuraciones de Jerónimo Bosch hoy nos parezcan casi caricaturescas. Es cierto también que el espectáculo de un lugar creado especialmente por Dios para torturar perennemente a los condenados con hornos inextinguibles -u oscuridades y hielos árticos-, parezca darse de patadas con la figura amable que el evangelio nos da de la paternidad y misericordia de Dios. Es obvio que, cuando la sagrada Escritura nos habla de los castigos divinos, lo hace con alegorías y comparaciones que sería torpe tomar en su literalidad. Pero, esas imágenes, ese " infierno tan temido " del cual hablaba Santa Teresa ¿será realmente un cuco inexistente, una amenaza hiperbólica a la manera como a los chicos de antes los asustaban con el hombre de la bolsa; y no algún tipo de realidad? El problema es ¿qué tipo de realidad infernal condice con la bondad divina? ¿Valdría la pena la creación, aún cuando culminara con una mayoría de varones y mujeres salvados, si uno solo tuviera que sufrir sempiternamente cualquier tipo de penas infernales?

Están, entonces, los que no pudiendo negar la existencia del infierno dadas las evidencias que de él presentan la Escritura y la Tradición, afirman alegremente: "¡Por supuesto que el infierno existe!, pero nadie hay en él. Dios no permite que ninguna de sus creaturas se precipite en esa trampa." Pero ésto ¿no es un simple juego de palabras que, en el fondo, dice lo mismo que la afirmación de que el infierno no existe?

El teólogo protestante Karl Barth sostenía bellamente que el infierno existía, pero que el único que había ingresado en él, asumiendo todo el dolor, todo el pecado, toda la muerte de la humanidad, había sido Cristo y, allí, los había derrotado: " descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos ".

Que Jesucristo bajó a lo más profundo del dolor y del morir y de la náusea y de las consecuencias del pecado, nadie lo duda. Que, justamente por ello, mereció ser resucitado por el Padre y acceder a la Vida nueva y de allí transmitirla a los suyos, tampoco. Pero que eso automáticamente haya merecido para todos, subjetiva y objetivamente, el cielo, la vida resucitada, no parece admisible. Siempre defendió la Iglesia que el don merecido por Cristo y ofrecido a todos los hombres, para poder producir sus efectos debía encontrarse con la respuesta libre y afirmativa de cada uno. Dios no violenta la libertad humana y si ésta no se abre al don de Dios en la fe y en el amor queda encerrada en su pura humanidad. ¿Y que injusticia o maldad haría Dios al hombre con dejarlo sujeto a su sola nativa condición y a su natural destino biológico? ¿No sería eso lo normal? ¿Morir y 'chau'?

'Superno' -es decir superior, de arriba, celeste, sobrenatural- e 'infierno' -es decir inferior, de abajo, humano, natural- son, en su simbolismo espacial, dos realidades que se contraponen o, al menos, superponen. El que no acepta el don celeste, sobrehumano, queda recluido en los límites de lo biológico, en lo humano destinado a la muerte. " El que no renace de lo alto " -como dice Jesús a Nicodemo- " no puede alcanzar el Reino de Dios" , permanece en lo de abajo, en lo infernal, en lo signado por el límite del tiempo y el espacio. Que frente a la posibilidad ¡sobrenatural! que Dios da a todo hombre de alcanzar la vida verdadera morir sea, por comparación, mucho peor que una pura muerte animal y no haya descripción suficientemente horrorosa para expresar esa pérdida de cielo, no quiere decir que las imágenes infernales de la tradición antigua sean ni literalmente exactas ni de por si falsas. Frente a la oportunidad derrochada de la vida divina ofrecida gratuitamente a todos suena tan frustrante hablar del 'fuego inextinguible', como lo hace nuestro evangelio de hoy, como de la 'muerte definitiva' como la describe San Pablo.

Soy el primero en desear que el infierno o como quiera llamárselo no exista o que no haya nadie en él. Pero entonces ¿las advertencias de la Escritura son puro 'bluff'? ¿El pecado solo tiene consecuencias temporales? ¿Es lo mismo creer o no creer? Si las cosas son así, ¿para qué la Iglesia , para qué los curas, para qué las misiones? Evidente: si la salvación, es decir la Vida eterna, está garantizada de entrada para todos, ¿para qué predicar a Cristo, para qué exigir sacramentos y preceptos, para qué portarse bien más allá de las reglas mínimas de convivencia y siempre y cuando ese portarme bien no me haga sacrificar nada de lo que humanamente puede complacerme?

Si el evangelio solo hubiera consistido en una doctrina de anuncio de salvación universal e irrestricta y, al mismo tiempo, de moral elemental para poder vivir más o menos potablemente durante esta existencia temporal, hubiera bastado con el bautismo de Juan. Una exhortación a los políticos a que no roben ni cobren más impuestos y 'retornos' de los necesarios para cumplir con su tarea, una invitación a la policía -que eso eran estos soldados de nuestro evangelio: no tropas de ejército, sino hombres de seguridad a sueldo-, a que cumplan con sus tareas con rectitud, sin chantajes, contentándose con su soldada, y un ruego a todos a ser solidarios con los más pobres. Cosas elementales; aunque ya sabemos qué imposibles de cumplir entre nosotros, y qué extraordinarias serían en sus efectos si se llevaran a cabo: ¡un poco más de solidaridad, y políticos y policías cumplidores y honestos! Eso si que sería un buen lavado, un buen bautismo con agua.

Pero eso es solo el anuncio de Juan, el más grande hombre del antiguo testamento, no es lo de Jesús. El viene a bautizar en el Espíritu Santo y en el fuego. Porque no se trata de rectificar la moral del hombre para que pueda llevar adelante una vida más plena, más humana y confortable en esta tierra, sino que llega Jesús a concedernos inmerecida, gratuitamente, la Vida divina. Por eso no se presenta solo con agua para lavar nuestras deshonestidades, sino a darnos fuego para que vivamos noble, heroica y santamente.

Pero aún aquí los términos evangélicos no dejan de tener su lado estremecedor: también el espíritu santo en el lenguaje de la Escritura puede significar el poderoso aliento del juicio de Dios que, ayudado por el fuego, consumirá la paja.

No edulcoremos ni hagamos intrascendente el lenguaje del evangelio; no degrademos su alegría; no reduzcamos a una ñoñez sentimental el significado de la Navidad. Dios viene a salvarnos del peligro extremo de perecer para siempre. Su venida es también una venida de juicio, una condena del pecado, una leva para el combate, un llamado urgente a la conversión, a salir de la mediocridad, a encontrarnos con la gracia candente de Jesús en la auténtica alegría de la salvación.

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