Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1993. Ciclo B

3º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 1993)

Lectura del santo Evangelio según san Jn 1,6-8. 19-28
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz. Éste es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?" Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías". "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron. "¿Eres Elías?" Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?" "Tampoco", respondió. Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías". Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay alguien a quien no conocéis: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán donde Juan bautizaba.

SERMÓN

            No: ni de lejos fue una caña sacudida por el viento. Roble en­hiesto. Su figura huesuda y magra, estirada hacia el cielo para poder dominar las multitudes y llegar su voz bien lejos, daba la impresión de una rígida estaca, más dispuesta a quebrarse, que a doblar un milímetro su frente. Y no se doblegó ni siquiera frente a la amenaza del vanidoso, indolente, áspero y artero Herodes Antipas, juntado con Herodías, mujer de su hermanastro, cuando tuvo que enrostrarle sus faltas. El no era predicador de halagar a los poderosos y cebarse con el temor supersticioso de los pequeños. Su voz era todo lo contrario a la de la refinada técnica del orador sagrado o del locutor. Tampoco era el predicador evangelista con su manejo psicológico de las histerias colectivas. Su fonética sonaba más a chasquido de látigo, a estampido de Fal, a manotazo de carateca, que a modulaciones de político, a melifluosidades de trovador.

No: tampoco se vestía con refinamiento, no tenía su peluquero privado, ni modisto que le cambiara el traje cuatro veces por día, ni cirujano plástico, ni maquillador: su barba hirsuta se hubiera resis­tido al peine más cortante; su propia piel, quemada y reseca por el sol, se confundía con la que apenas lo cubría para soportar el rigor nocturno del desierto; sus manos nudosas no hubieran sabido qué hacer con los cubiertos de los banquetes; sus pies curtidos, acostumbrados a la arena y a la piedra, hubieran resbalado en las alfombras de los palacios. El perfume, la seda y los platos exquisitos de los cortesanos le hubieran parecido un mundo irreal, una burla cruel, un insulto despiadado, a él que había frecuentado siempre el dolor de los pobres, la miseria de los campesinos, la angustia de los humildes.

Ese mundo irreal le llegaba ahora, como de lejos, en forma de ri­sas y de voces, de sonidos de platos y de copas, de pífanos y tambori­les, de cascabeles y castañuelas, apagadamente, al oscuro calabozo donde lo habían arrojado encadenado ya hacía cuatro meses.

La imponente masa de la fortaleza de Maqueronte, construída cin­cuenta años atrás por Herodes el Grande, se levantaba, poderosa e inexpugnable, en un pico cercano al Mar Muerto, vecino al monte Nebo. Lugar estratégico, que había elegido el difunto rey idumeo, porque ubicado en la frontera con el mundo siempre hostil de los nabateos, y por hallarse cerca de las fuentes termales de Calirrohe, donde, en sus últimos años, el monarca había buscado alivio a su repugnante enfermedad. También era lugar del agrado de su hijo, Herodes Antipas, cuya capital, Tiberíades, se mostraba excesivamente calurosa en verano; amén de que el haber repudiado a la hija del Rey Nabateo Aretas IV para juntarse con Herodias le valieron, de parte de éste, continuos hostigamientos militares. Era, pues, para él más seguro y fresco realizar sus festicholas en la maciza Maqueronte, que en su abierto palacio capitalino.

Pero Juan ahora apenas oye el ruido de la fiesta. Por la estrecha poterna que se abre al abismo de la roca, a través de la bruma que cubre el Mar Muerto, alcanza a divisar, en la otra orilla, uno que otro fuego encendido en su viejo monasterio esenio de Qum-Ram. ¡Cuántos recuerdos! Allí pasó su juventud, cuando -sus viejos padres, Zacarías e Isabel, fallecidos- pudo iniciar su búsqueda de Dios bajo la dirección del viejo Abad Matatías, el Maestro de Justicia. ¡Cuánta lectura de las Escrituras sagradas, cuánta oración modulada junto a las voces viriles de la comunidad, cuántos ejemplos de austeridad y ardiente espera del Mesías en los viejos monjes, que aseguraban al joven Juan que las profecías ya estaban a punto de cumplirse!

La humillación de Israel estaba por ser vengada. Las viejas pala­bras de Isaías sonaban ahora con urgencia nueva, vibrante de inminencia: "Digan a la hija de Sion: Ahí llega tu Salvador; el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede"

Pero el celo juvenil de Juan gozaba sobre todo en las descripcio­nes tremendistas de la apocalíptica, que pintaba con tonos tenebrosos y sangrientos el día de la venganza de Yahvé, el Dios de Israel. "Llega la venganza, la represalia de Dios ", hemos oído hoy en la primera lectura. Descripciones que autores no bíblicos se habían encar­gado de cargar de tono, y que mostraban la intervención divina en profecías como éstas: "Entonces Dios nombrará al Ángel Miguel para que lo vengue de sus enemigos. Dios se levantará de su trono real y saldrá de su santa morada, lleno de indignación y de cólera en favor de sus hijos... Vendrá a los ojos de todos a vengarse de las naciones paganas y aniquilar sus ídolos. " Autores que hablaban del Mesías en estos tér­minos: "¡ Que hermoso el Mesías que ha de surgir de la casa de Judá! Ciñe sus lomos y sale al combate contra sus enemigos y mata a reyes y príncipes. Tiñe los montes con la sangre de sus víctimas y rocía las colinas con la grasa de los guerreros muertos. Sus vestidos están ba­ñados de sangre, parecido a un lagarero ."

Toda la humillación e indignación de los judíos dominados y sus deseos de venganza hervían de entusiasmo en las venas del Bautista, frente a frases como éstas. Y ya le parecía poco estar encerrado en las estrechas paredes de su convento esenio rodeado de los ancianos cenobitas.

Un día se decidió: se despidió del viejo Abad que, aunque con pena, aprobó su decisión, y se fue a vivir y a orar solo al desierto, allí donde, en la historia del pueblo judío, Dios había renovado una y otra vez a su pueblo y hecho surgir a sus caudillos. Fue allí, en el brillo deslumbrante del mediodía, en el soplar del siroco abrasador -el khamsin -, o en la serenidad oscura de las noches estrelladas y su silencio aplastante y gélido, cuando Juan el Bautista supo de pronto que había llegado la hora, que el Mesías ya estaba presente entre su pueblo y que en breve se proclamaría tal, y que él, Juan, debía ser su pregonero, y había de comenzar a preparar sus tropas.

Cuando bajó al Jordán a gritar la noticia con su voz ya ahora acostumbrada a hablar de igual a igual con los vientos del desierto, una multitud se precipitó a escucharlo. Juntó discípulos, preparó co­razones, suscitó esperanzas, hizo afilar espadas y tronó la proximidad del día de la ira del Señor.

Y una mañana lo vió. Estuvo seguro: aquel que venía también a bautizarse, ese primo que nunca más había visto desde su infancia, ése era el elegido. Y le cedió sus mejores discípulos, y cuando Jesús se fué a predicar a los pueblos y ciudades, él siguió en el desierto reclutando soldados y partidarios para la lucha final; preparando un pueblo purificado de pecado capaz de dar dignos combatientes a las huestes del ungido.

Ahora que sabía que el verdadero Rey había llegado, que el Mesías estaba por fin con los suyos, el valor de Juan se multiplicó. ¿Qué daño le podía causar el incestuoso Tetrarca, reyezuelo de cuarta, cuando el verdadero Rey ya había comenzado a implantar su reino? Y no fue político, no supo callarse la boca, no hizo ecumenismo, no transi­gió.

Como si fueran pulseras de oro y sortijas de plata, calzó orgulloso las cadenas que los sayones de Antipas le remacharon en sus mu­ñecas y tobillos y, como en carro triunfal, se dirigió a Maqueronte, arrastrado por las cabalgaduras de sus carceleros.

"El traerá la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros", resonaban en sus oídos las vibrantes palabras de Isaías. ¿Cuánto podía durar en prisión el heraldo del Rey? En pocos días las murallas de Maqueronte, como las de Jericó antaño, caerían hechas pedazos y él, Juan, saldría a ocupar un puesto de honor a la derecha de su Monarca.

Pero los días pasan, y el agujero estrecho -y ahora fétido- de la prisión sigue siendo su alojamiento. Sus amigos se han arreglado con la servidumbre y la guarnición para hacerle llegar y llevar sus mensajes. El tiempo corre y las murallas de Maqueronte parecen más inexpugnables y sólidas que nunca.

Las noticias que le llegan le hacen fruncir el ceño, lo dejan perplejo, lo desconciertan. No hay concentraciones de tropa; no hay terremotos, ni tempestades, ni signos en el cielo. Su primo, curiosa­mente, no habla de castigo, de rebelión, de venganza. Se ha rodeado de galileos insignificantes, se junta con pecadores, y no rehúsa hacer favores a los romanos. Habla de perdón, de reconciliación, de amor a los enemigos. Pero insiste en que el Reino ha llegado. Se asegura a Juan que ha hecho cantidad de curaciones, que ha dado de comer a mul­titudes, que su palabra convoca muchedumbres; pero en realidad nada espectacular, -y la gente mucho exagera-. No es lo que exactamente se aguardaba.

Juan no abriga dudas respecto a ese momento de revelación en que supo, mucho más allá de toda humana seguridad, que Jesús era el Un­gido; pero francamente no entiende. Entre otras cosas ¿cómo es posible que él ya haya pasado todos esos meses en la cárcel y su primo no haya hecho nada por liberarlo? Ni siquiera una petición a las autoridades, un acercarse a Maqueronte a manifestar, a apoyar, ¡ni siquiera un men­saje!. No, allá sigue, en su lejana Galilea, aparentemente despreocu­pado de la suerte de su heraldo.

No es que le importe por si mismo. El está dispuesto a todo y lo único que ha querido es cumplir con la misión que Dios le ha encomendado; pero ciertamente el Ungido no responde a la imagen que Juan en sus lecturas bíblicas y sus expectativas se había formado de él. ¡Extraños caminos de Dios que, cuando da respuesta a nuestra plegaria, lo hace de modos diferentes a los que nosotros hubiéramos escogido!

Y Juan, finalmente, se decide: el mismo Cristo podrá explicarle mejor qué es lo que hay que esperar. Y le envía sus dos mensajeros.

Cuando le llega la contestación siente dolorosamente el reproche de su primo el Rey:"¡ Feliz aquel para quien yo no seré ocasión de escándalo !"

Pero Juan no se ofende; él es el que ha fallado al pedir explica­ciones. Por supuesto que el Mesías no tenía que venir tal cual las pa­siones nacionalistas del pueblo de Israel lo pretendían; ni de acuerdo a los deseos humanos de Juan. Y los signos que hace Jesús, para el que quiera ver y oír, son suficientes para atestiguar el cumplimiento en él de las profecías.

Por caminos que él no alcanza a entender del todo el Mesías está fundando su reino. Por senderos que él no hubiera elegido, a él mismo, a Juan, le va a llegar la liberación. Y, aunque sigue sin comprender, ahora, Juan, está otra vez seguro. Ya no se volverá a escandalizar.

Hace largo rato, los dos mensajeros se han retirado. El Bautista hunde su cabeza en las manos y ora, en su abandono, en su noche os­cura, a Dios. Y allí, en esa transformación de su esperanza, de ser un pequeño grande hombre nacido de mujer, se muta en un verdaderamente grande del Reino.

Arriba, en la sala del festín, el bullicio de los invitados ebrios se hace de pronto silencio, que llega, ahora si, con nitidez, a los oídos del Bautista. En ese silencio, irrumpe un ritmo lento de flautas y panderos que, en paulatino crescendo, cada vez más veloz, se expande por los rincones más recónditos de Maqueronte. Los vigías en las torres se espabilan. Los ayudantes en la cocina dejan de fregar y aguzan la atención. Juan no lo sabe: la lujuriosa hija de Herodías, Salomé, frente a los lascivos ojos del Tetrarca, ha comenzado a danzar.

Asunción de Moisés , 10, 2-4, 8.

Neofiti I , Gn. 49, 10-12

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