Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1996. Ciclo B

3º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 1996)

Lectura del santo Evangelio según san Jn 1,6-8. 19-28
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz. Éste es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: "¿Quién eres tú?" Él confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: "Yo no soy el Mesías". "¿Quién eres, entonces?", le preguntaron. "¿Eres Elías?" Juan dijo: "No". "¿Eres el Profeta?" "Tampoco", respondió. Ellos insistieron: "¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo? Y él les dijo: "Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías". Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: "¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Juan respondió: "Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay alguien a quien no conocéis: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia". Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán donde Juan bautizaba.

SERMÓN

            Aunque Masada , como símbolo del nacionalismo judío, en los últimos años ha adquirido mayor fama, ella no fué sino uno de los varios bastiones construidos por Herodes junto con Cipros, Alexandrium, Herodium, Hyrcania y, finalmente, Maqueronte.

Maqueronte , imponente fortín levantado por Alejandro Janeo, había sido reconstruido y ampliado por Herodes. Ocupado en la guerra judía por los celotes, fue tomado, después de un largo asedio, y demolido, por el general romano Lucio Basso , en el 71 después de Cristo.

Una fotografía aérea de la zona, nos muestra los restos de la fortaleza ocupando el pico más inaccesible de un paisaje desértico, accidentado y montañoso, al otro lado del Mar Muerto. A medio kilómetro: los restos aún visibles del campamento romano que se utilizó de base para el ataque.

Parece mentira que, salvo por razones militares, alguien hubiera querido vivir en semejante paraje.

Y sin embargo Herodes le tuvo, en sus últimos años, a Maqueronte, enorme aprecio, ya que contaba, en su vecindad, con aguas termales que le permitían aliviar los dolores de la repugnante enfermedad que finalmente lo llevó a la muerte en Jericó.

Para poder vivir allí de acuerdo a sus gustos, hizo de la fortaleza también palacio real y, con costosos acueductos, la dotó de jardines y piscinas, salones de fiesta, palestras para gladiadores, viviendas para los servidores, músicos, acróbatas, danzarines, enormes cocinas... además de los cuarteles donde vivía su guardia de galos, tracios y germanos con sus concubinas.

Pero la enorme mole de Maqueronte también era, en sus pasajes subterráneos excavados en la roca, prisión de enemigos del estado. Herodes el Grande a sus opositores quería tenerlos seguros y cerca, para poder él mismo vigilarlos.

Herodes Antipas , uno de sus hijos, a quien como tetrarca tocaron los territorios de Galilea y Perea, heredó también Maqueronte, y el gusto por estar allí.

Con tanta más razón por cuanto sus caprichos amorosos le habían granjeado la enemistad armada de sus vecinos nabateos. En efecto, precisamente para proteger sus fronteras con los nabateos, se había casado con la hija del rey nabateo Aretas IV . Al poco tiempo ella no resultó de su gusto -según las mentas era algo obesa- y chiflado por Herodías, la mujer de su hermanastro Filipo, repudió a aquella. Con lo cual Antipas tuvo todo el resto de su vida a las tropas de Aretas IV insidiando su frontera y a sus asesinos buscándolo. Entre que su capital, Tiberíades, le resultaba demasiado calurosa en verano, que el pueblo lo odiaba y que los nabateos habían jurado matarlo, Maqueronte también se había transformado para Herodes Antipas en vivienda favorita.

Mientras, desde sus jardines artificiales, Herodes es capaz, en los días claros, de ver, más allá del Mar muerto, el monte de los Olivos y parte de Jerusalén, abajo, en un lóbrego y estrecho calabozo socavado en la piedra, casi guardado como un espectáculo más, para las fiestas del tetrarca, con pensamientos más lóbregos aún, espera Yohanán, el rudo profeta bautizador del desierto de Judá.

Arrebatado por el espíritu, ávido lector de los viejos profetas y los escritos apocalípticos, sensible a los signos de los tiempos, Juan había absorbido, hasta por el último de sus poros, las expectativas ya impostergables del pueblo de Israel: sentía flotar en el ambiente, como una carga eléctrica, que se aproximaban los tiempos finales, que algo tremendo estaba por suceder. Se lo habían rugido a los oídos los vientos quemantes del desierto y el aullar estremecido de ansias de las bestias salvajes de la noche. Lo había leído en las extrañas estrellas fugaces que surcaban el cielo de sus velas nocturnas y lo había casi visto en los espejismos de fuego que relucían a lo lejos en los horizontes candentes del mediodía...

Jahvé, Dios, estaba preparando su día, el día de la venida, el día de la venganza, el día de la ira, cuando, a sangre y fuego, implantaría su Reino...

Y el tenía que preparar a su pueblo, al resto de aquellos que, purificados de sus traiciones y pecados, acompañarían la triunfal venida de Jahvé y ocuparían lugares principales de gobierno.

Se había fatigado predicando, bautizando, convirtiendo, preparando la parusía... Y cuando ya creía contar con suficientes seguidores: 'marán athá', 'ven Señor', fue su plegaria favorita, mil veces repetida, como en las cuentas de un rosario alucinado...

Y por fin su plegaria fue escuchada: estuvo seguro; lo vio: aquel primo del cual no había tenido noticias desde su niñez; lo percibió con esa seguridad que solo pueden dar las intuiciones que vienen del espíritu; lo supo: él era el que había de venir, el elegido, y ya estaba maduro y adulto para iniciar su día, para comenzar su hora.

Con la emoción del que ve a aquel del cual no se siente digno ni de desatar la correa de sus sandalias, lo señaló con el dedo, y lo indicó a sus discípulos: "Este es el cordero de Dios..." Y con su venia, muchos de los que hasta ese día lo habían seguido se fueron con Jesús. Quedó casi solo. Pero para eso había trabajado.

Loco de alegría, su imprudencia ya no conoció límites: se enfrentó con el mismísimo tetrarca y le reprochó su incesto con Herodías. Herodes que vivía de la realidad contundente de sus guardias, sus murallas y sus arcas llenas de oro, no podía sino reírse de este predicador inerme y seguido por un puñado de civiles y gente curiosa que iba casi como un paseo de vez en cuando a escucharlo. Solo porque Herodías lo tenía loco con sus protestas quejumbrosas se decidió a ponerlo a buen recaudo en Maqueronte.

Pero Yohanán en su imaginación vive esa prisión como un último servicio a aquel que, seguramente, pronto tomaría con sus tropas Jerusalén y, fortaleza tras fortaleza, reconquistaría toda la Judea y finalmente abriría las puertas de la prisión de Maqueronte y se abrazaría con él.

Pero el tiempo ha pasado: primero días, luego meses, ahora casi un año; y nada sucede. No hay movimiento de tropas, no hay levas, no hay noticias de un Mesías que llame a la batalla, no hay armas que se aguzan, no hay arengas ni proclamas... Y su calabozo parece más chico, más húmedo, más maloliente, más cerrado que nunca... El Mesías no viene a liberarlo.

Las noticias que le llegan a través de los mensajes que le alcanzan los guardias con permiso de Herodes lo desconciertan: su primo ni se ocupa de lo que tendría que ocuparse: no establece campamentos: junta gente, predica y se va; una que otra curación, un grupo de zaparrastrosos que están a su lado y parecen ser la negación misma de un estado mayor.

Y de él, de su fidelísimo primo, de su heraldo más valiente; de él, Juan, Yohanán, que incluso le cedió sus discípulos... ni un intento, aunque más no fuera diplomático, de liberarlo; ni siquiera un mensaje, una señal de agradecimiento, una palabra de consuelo...

Y cada día que va pasando va matando una de sus ilusiones, una de sus esperanzas; tachando uno tras otro los renglones preñados de amenazas, de anuncios, de promesas, de los viejos profetas que Juan se conoce de memoria.

El, que, sin saberlo, es el último de los profetas, más que un profeta, finalmente se ha quedado sin nada que señalar, sin nada que proclamar, sin horizontes ni respuestas para dar... En el calabozo oscuro de Maqueronte, en el cerebro de Juan, caduca finalmente impotente la voz del antiguo testamento.

Ahora la mente de Juan es pura oscuridad. Y espera la respuesta que, en su desesperación, escandalizado, ha mandado urgir a Jesús.

Y la respuesta llegará casi como un reproche: ¡Feliz aquel para quien yo no seré ocasión de escándalo! Los versículos de Isaías, salvados de la catástrofe del viejo testamento, "los ciegos ven, los paralíticos caminan..., la buena noticia es anunciada a los pobres" golpean como una bofetada los oídos de Juan. El no había querido fijarse en esos versículos perdidos; solos en los que anunciaban el castigo, el triunfo, la victoria, la gloria del Reino... Como luego muchos cristianos expurgarán los evangelios y leerán de ellos solo lo que les gusta, lo que les conviene, y protestarán cuando las cosas no les salgan como a ellos les agrada o cuando Dios les pida transitar caminos que ellos no han elegido y leer versículos que ellos no hubieran querido leer; cuando la fe se topa con la cruz y Jesús se hace motivo de escándalo...

Pero Yohanan, que ha escuchado silencioso la repuesta de Jesús, ahora entiende, o al menos trata de entender o de aceptar...

Y es allí, cuando ese hombre, el más grande del Antiguo Testamento, cuando con un esfuerzo sobrehumano renuncia a todo lo que ha esperado humanamente hasta ese momento, es en ese instante, cuando de ser el más pequeño, se transforma en uno de los primeros verdaderamente grandes del Reino...

Y aunque todo es dentro de él, y fuera de él, oscuridad, esa oscuridad, finalmente aceptada, será transformada en luz.

Y ahora si, ya está preparado.

Como preparadas, arriba, en el jardín, las mesas del banquete; como afilada la espada del verdugo; como lleno de resentimiento el corazón de Herodías; como ágiles y descansados, dispuestos a la danza, los pies de Salomé.

Marán Athá. Ven Señor Jesús.

Menú