Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

2004. Ciclo A

4º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP, 19-12-04)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo   1, 18-24
La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados»   Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, -que traducido significa: «Dios con nosotros»-. Despertado José del sueño, hizo como el Angel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.

SERMÓN

Hablar de historia de amor a propósito del evangelio parece algo cursi o sentimental. Sensación que se desvanece tan pronto nos damos cuenta de que no solo los evangelios sino toda la Creación es una gran iniciativa de amor en el tiempo, mediante la cual Dios quiere seducir al hombre. La historia del universo, la del cristianismo, la de nosotros mismos solo se funda en el proyecto amoroso que Dios nos propone desde su juvenil y permanente eternidad. Que dentro de esa gran historia, especialmente allí donde Dios se revela con mayor plenitud que es en la historia de Israel y finalmente en Cristo todo sea cuestión de amor nadie que sepa algo de cristianismo puede ponerlo en duda.

Quizá no surja tan evidente el que en esas historias de amor luzcan con especial énfasis la de los amores del varón y la mujer, sobre todo si nos centramos en el nuevo testamento en donde la gran figura es un varón célibe y las urgencias del anuncio apostólico hacen que tanto en los evangelios como en los hechos de los primeros decenios de vida de la Iglesia no aparezcan tan notables historias románticas de enamoramientos de varones y mujeres. Cosa que no se puede decir del Antiguo Testamento en donde no solo uno de sus libros canónicos es una de las obras cumbres de la poemática de amor de la literatura universal: el Cantar de los Cantares, sino que son frecuentes las historias de relaciones de novios y novias, maridos y mujeres. Hasta el punto que, finalmente, y eso queda como un hito central en la teología del nuevo testamento, las relaciones de Dios con su pueblo, de Cristo con su Iglesia se conciben fundamentalmente como las relaciones de marido y mujer. Y Jesús es presentado, en casi todas las parábolas, como ‘el novio' o ‘el esposo'.

Pero eso no obsta para que, además, contemos entre los episodios más lindos de nuestros evangelios, aunque de por si solo insinuados ya que cubiertos por acontecimientos más importantes, algunas bellas historias de amor y no es falta de respeto decir que una de esas preciosísimas historias es la de José y María que se deja entrever tan especialmente en el evangelio de hoy.

Qué hacía José, siendo oriundo de Belén, allá lejos, en el norte galileo, en la aldea de Nazareth. Cómo conoció a María; con qué proyectos se acercaron al matrimonio: los datos propios de los evangelistas son escuetos. Empero, los acontecimientos y circunstancias que, por otras fuentes, rodean su historia nos permiten reconstruir bastante fidedignamente los hechos reales.

  Antes que nada, ya sabemos de la larguísima historia de la monarquía davídica. Una dinastía que haya durado ininterrumpidamente cinco siglos en el poder, difícilmente la encuentren Vds. en la historia de ningún país. Esos cinco siglos de la misma casa, la misma sangre dávida gobernando a un pueblo, no podían dejar sino profundos rastros en la historia de Israel. Era lógico que esa estabilidad fuera para sus súbditos signo de una protección divina especial. Esa idea quedó escrita en el segundo libro de Samuel (7, 13) como palabras del profeta Natán, que terminan: “Tu casa y tu reino durarán eternamente delante de mi, y tu trono será estable para siempre”. Aún cuando la desaparición del trono davídico por obra de los ejércitos babilonios esas viejas frases suscitarán, en muchos nostálgicos de la dinastía, esperanzas de una futura restauración, que vendría unida a un nuevo esplendor de Israel. De hecho serán frases que, repetidas en diversos lugares de la Biblia, finalmente se atribuirán al mismo Jesucristo, descendiente de David.

Pero lo cierto es que, salvo alguna aparición esporádica, en los siglos que separan el gobierno del último dávida hasta el adviento de Cristo, la casa de David apenas desempeñó papeles de importancia. Israel bajo dominio persa, luego griego, un breve lapso de independencia bajo los macabeos –no dávidas- y, finalmente, el yugo romano apenas tolerando autoridades locales como los Sumos Sacerdotes o los reyes de la casa ilegítima de Herodes, los dávidas representaban siempre un peligro potencial. Su viejo prestigio podía ser utilizado incluso por impostores, como de hecho sucedió varias veces. De tal manera que, despojados de sus antiguas riquezas, salvo sus pergaminos, su orgullo y sus tradiciones familiares, fueron siempre mantenidos fuera de toda proximidad con el poder, y con prohibición expresa de integrar los ejércitos locales y ejercer el oficio de guerreros dentro de las fronteras de Israel.

En realidad el único grupo de dávidas que no desapareció en ese largo tiempo, subsistió penosamente en viejas casas señoriales de la parte alta de Belén, como lo han demostrado recientes excavaciones. Recuerden Vds. que Belén era la ciudad real por excelencia; su ejido las tierras originales de la familia de David, de su padre Jefté. El más tradicional feudo de los reyes, aún cuando ya instalados en Jerusalén. Allí iban, después de su unción y coronación a recibir ritualmente el homenaje de los pastores de Belén. Y era en Belén donde se enterraban sus príncipes y monarcas. Los peregrinos del siglo V después de Cristo, antes de la brutal y destructiva llegada del Islam, todavía visitaban allí lo que se decía era el panteón real y las tumbas de David y de Salomón.

Pero claro, Belén era un lugar relativamente pobre. Las tierras de los dávidas solo alcanzaban para mantener pocas familias. Los jóvenes que allí encontraban trabajo eran pocos. La mayoría debían ir a buscar trabajo y subsistencia a otros lugares. Para ello era necesario que aprendieran un oficio, ya que las espadas propias de su casta -aunque las sabían usar y todavía conservaban las de sus antepasados y las tenían siempre afiladas y relucientes y las practicaban a escondidas, preparados siempre (pobres ilusos) para la llegada del Rey, del Mesías- les estaban vedadas. Elegían pues un oficio honorable, sin duda, y con él marchaban a buscar trabajo a lugares más prósperos.

El oficio de José, según el nuevo testamento, era el de tektón , que se usó traducir por ‘carpintero'. Más bien se trataba de un constructor, mezcla de albañil, de maestro mayor de obras y también, por cierto, de artesano de la madera. Es lógico, pues, encontrar a José en la próspera Galilea, donde no solo la riqueza del suelo se trasladaba a la construcción de casas lujosas y extensas ciudades, sino que Herodes el Grande había puesto especial empeño en embellecer. Una de sus ciudades favoritas era Séforis, aunque no nombrada nunca, ‘ la ciudad puesta en la cima de una montaña que no se puede ocultar ', según Jesús. Se hallaba en una encrucijada de caminos donde solían detenerse las caravanas que venían del este y donde era habitual que se alojaran soldados y comerciantes romanos. El tenerla bien cuidada era una excelente propaganda para Herodes. Multitud de constructores y obreros eran necesarios para mantenerla y seguir haciéndola crecer. De Séforis con sus imponentes mercados –también recientemente excavados- dónde se vendía de todo, dependían casi todas las aldeas de sus alrededores, que allí iban a comprar carne, verdura, aceite, cueros, tejidos, artículos de cerámica, de cobre, de hierro.... Entre esas aldeas, la más cercana, Nazaret, a apenas siete kilómetros.

Seguramente, José, a los trece años, cuando un muchacho era declarado adulto y no se sentía más su familia en la obligación de mantenerlo, los suyos , su familia lo habría ‘fletado' de casa y mandado a trabajar a Galilea. No solo para ayudar a los que se quedaban en Belén sino para ir ahorrando el dinero suficiente para que, cuatro o cinco años después, se pudiera casar -como era obligación lo hiciera todo joven israelita-. Cuando José, pues, se pone en marcha de su ciudad natal con su bastón, sus pocas pertenencias en un bulto atado a su extremo y su espada oculta colgando a sus espaldas, su futura mujer, fuera quien fuera, no podía tener más de siete u ocho años, ya que si era bueno que el varón no dejara pasar los dieciocho años para casarse, la mujer solía hacerlo a los catorce. Ha de haber sido emocionante a los ojos de Dios ver a este adolescente dejando su casa y marchando a buscar trabajo sin saber que había de encontrarse con la mujer más excepcional de la historia, niña todavía jugando con muñecas, sin ni el uno ni el otro tener la menor idea del papel que Él les reservaba.

Si José en Galilea encontró parientes donde alojarse mientras trabajaba en Séforis, si vivía en su lugar de trabajo o en alguna aldea cercana o en la misma Nazaret, si María, Mariam en hebreo, -no Miriam como dicen algunos-, tenía algo que ver con estos parientes o conocidos, no lo sabemos. Seguramente no fue un encuentro casual. Difícilmente uno encontrara por casualidad una señorita de buenas costumbres suelta por la calle. Más afín con los hábitos de la época es que se la hubieran recomendado. Que algún mayor tratara con el padre de ésta y que, de allí, surgiera el compromiso en el cual el evangelio de hoy los sorprende. Y no es verdad que esos matrimonios convenidos –por más que la novia o el novio finalmente tuvieran la libertad de aceptarlos o no- no se hicieran por amor. Los novios estaban preparados desde chicos para enamorarse verdaderamente de aquel con quien sus mayores decidieran casarlos. Estaban enamorados el uno del otro antes de conocerse. Y hemos de decir que, la mayoría de las veces, esas uniones funcionaban mejor y más tiernamente que las que luego, en nuestras épocas, quedaron libradas a la ingenuidad, las pasiones o las atracciones momentáneas de los contrayentes.

José no habrá visto demasiado a María, ni antes del compromiso, ni después de él. Aún comprometidos -en un compromiso que obligaba tanto como el matrimonio y ya los hacía legalmente esposos- no estaba bien visto que se encontraran antes de que el matrimonio alcanzara su plena vigencia cuando el marido se llevaba a su mujer a la casa.

Lejos de su familia de Belén, en esa región semipagana de Galilea, habrá sido un refugio de religiosidad y de cariño para el joven extranjero la piadosa familia de Mariam. Algunas visitas a la casa y graves conversaciones con Joaquín. Las mujeres retiradas; y los ojos de José buscando sorprender el pasar de María y, quizá, encontrarse, velozmente, con sus ojazos detrás del velo -que raudamente se desviarían hacia el suelo-. Las ponderaciones de la madre, de Ana, “coma Vd. uno de estos dátiles que ha preparado nuestra niña”; “pruebe este quesillo también hecho por ella”...

Y los pensamientos de los padres de María y de María misma sobre la suerte de haber conseguido tal muchacho. Ellos, aarónidas, levitas, de familia sacerdotal, no podían encontrar para su hija un partido mejor que un joven dávida, aristócrata -es verdad venido a menos-, que no llevaba vida muelle ni relajada, trabajador, y juntando su pequeños haberes -con su espada siempre oculta y preparada entre los pliegues de su ropa-.

Que todo esto baste para una historia de amor lo muestra el hecho de que una verdadera historia de amor no tiene muchos más elementos: un joven y una joven enamorados y, al mismo tiempo, alguna misión o ideal que los una. No el amor furtivo y estéril de la pareja empalagosa, sino el proyecto de familia y de santidad y de patria, que ambos albergaban con pura nobleza en sus valerosos corazones.

Que José, descendiente de David, guerrero de alma, albañil y carpintero para servir y vivir, estaba realmente enamorado de su mujer lo muestra su actitud frente al desconcierto momentáneo en que lo sume el embarazo. La reacción normal hubiera debido ser, para salvar su honor, la denuncia pública, el divorcio, en otras épocas la lapidación de la mujer... Era pésimamente mal visto quien no reaccionaba de esta manera -a la napolitana, a la calabresa-. La denuncia pública, exigir el castigo, sumergir a la familia en la deshonra, la anulación de todo lo acordado, la devolución de lo cedido y aún el pago de cuantiosa indemnización eran puntos de honor de los cuales no podía dispensarse ningún judío.

Pero José no es un judío cualquiera. José no sabe qué es lo que ha sucedido pero está seguro de que -de alguna manera que él no puede entender- María es inocente.

Y José, en esa seguridad -no en alguna supuesta blandengue tolerancia o poco varonil aceptación del hecho- decide arreglar las cosas en un trato no público con Joaquín y Ana y partir o, simplemente, desaparecer, asumiendo así la posible culpabilidad del hecho. Cuánto duró esta prueba, estas cavilaciones, no lo sabemos. Hay sufrimientos y decisiones terribles que, aunque se prolonguen apenas instantes, en la determinación que exigen muestran el temple de la persona

José responde como un verdadero varón. Por eso el evangelista nos dice que era un hombre ‘justo'. Con ese vocablo, ‘justo', ‘justicia', el hebreo designa no la justicia de los tribunales de los hombres sino la que solo puede dar Dios, es decir la ‘santidad'. José es un muchacho santo, en el profundo sentido de la palabra: no un santulón, un piadosón. Un santo fortalecido en el trabajo y diestro en la espada, un santo enamorado de su mujer y enamorado de su patria, un santo enamorado de su Dios y de su Rey. Un santo desterrado, destinado al mando o a grandes acciones y pospuesto a tareas anónimas e inferiores por los incapaces y corruptos. Un santo a quienes sus dirigentes políticos y religiosos impiden luchar y vivir su vocación de soldado; un santo que está dispuesto a hacer por su Dios y por su estirpe cualquier sacrificio, ocupar cualquier lugar por más modesto que sea... y que, justamente por eso, sin haberlo buscado, ha sido nombrado, por su Señor, Custodio del Rey, del Mesías, del Ungido... y de la Reina Madre. José dará, a su hijo divino, toda la reciedumbre de su estirpe, toda la tradición de sus mayores, toda la energía de su sangre de soldado, y el apellido ilustre de hijo de David.

Y así, pues, dentro de la gran historia de amor que es la historia del mundo, la obra más importante del amor de Dios por nosotros, la Navidad, se inserta en una bella historia de amor de un hombre y una mujer: José y María.

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