Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1974. Ciclo c

4º DOMINGO DE ADVIENTO
23-XII-73 

Lectura del santo Evangelio según san Lucas     1, 39-45
En aquellos días: María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor»

SERMÓN

        Como Vds. saben, a raíz de la reducción casi total del envío de petróleo a los países que de una manera u otra ayudan al Estado de Israel la situación, sobre todo de Europa, es verdaderamente dura. Se ha impuesto un riguroso racionamiento de energía, y la austeridad necesaria se va haciendo cada vez mayor. De golpe se encuentran los europeos que no pueden utilizar sus automóviles, que, en pleno invierno, no tienen calefacción, que las ciudades quedan de noche sumidas prácticamente en la oscuridad. Los trastornos son inimaginables: las fábricas paran –no hay energía para sus máquinas-, el turismo deja de afluir por falta de movilidad. No se consiguen artículos de primera necesidad. Y no solamente cosas importantes: miles de detalles. Por ejemplo, en no sé qué ciudad de Estados Unidos, hace unos días, al intendente, para ahorrar electricidad, se le ocurrió parar todos los relojes municipales de torres y columnas. Cientos de personas furiosas se agruparon frente al municipio protestando airadamente por los inconvenientes que eso les causaba.
Y es que este mundo en que vivimos nos ha ido acostumbrando poco a poco a depender sin pensar de una cantidad de cosas de las cuales nos damos cuenta recién cuando nos faltan.
Uno entra a su casa en medio de la obscuridad, mueve una llavecita y prende la luz sin detenerse a reflexionar un instante de todo el ingenio humano que hay detrás de ese aparentemente simple hecho. De todo lo que le debe a Edison y a SEGBA. Recién se apercibe de lo que la electricidad significa cuando un corte de luz lo atrapa en el ascensor entre el cuarto y quinto piso o, a fines de Enero, se le apagan los aparatos de aire acondicionado, heladeras y ventiladores, o se le interrumpe la televisión cinco minutos antes de su programa preferido.
Y tantas otras cosas a las cuales nos hemos ya acostumbrado y que nos parecen perfectamente normales, cotidianas y que ni se nos ocurre que algún día pudieran faltar. Pero, de golpe, si faltaran ¿qué haríamos con nuestros dolores de cabeza sin Geniol, sin aspirina? ¿qué sería de nosotros en el Tigre sin Pelente? ¿cómo respiraríamos en los colectivos en pleno verano sin antisudorales? ¿qué si para bañarnos tuviéramos que comprar agua al aguatero y no sencillamente abrir la canilla? Claro que, a la larga, nos acostumbraríamos, pero, si repentinamente faltara todo eso, recién entonces comenzaríamos a apreciar en serio todas esas cosas que hoy tenemos y usamos sin casi estimarlas ni percibirlas.

Y ¿no que lo mismo pasa con las personas? Apenas las valoramos hasta el día que nos faltan. Nos parece normal, natural, sin importancia, tener padres, hermanos, amigos y, mientras los tenemos, nos preocupan mil pavadas y no justipreciamos el gozo de tenerlos. El día que nos faltan, porque se van o porque mueren, daríamos cualquier cosa por volverlos a nuestro lado, aún daríamos aquellas cosas cuya ausencia, estando ellos vivos, nos producía tanto fastidio.
Conocí a una persona que, en un accidente de auto, había quedado ciego. El golpe le había hecho volver a Dios y me llamaba como sacerdote. Y me decía: ”¡Pensar padre que, mientras tuve vista, viví protestando contra Dios porque me hizo petiso y feo! Solo cinco minutos antes del accidente me sentía amargado porque veía que cada vez se me caía más el pelo. Hoy pienso que sería feliz pelado como una bola de billar y con la mitad de mi estatura si pudiera recuperar mis dos ojos. Y, mientras los tuve, jamás se me ocurrió pensar en alegrarme por ellos.

Y así es, señores, la estupidez humana ha hecho que no haya proverbio más cierto que aquel de que ‘las cosas recién  brillan por su ausencia’. Hombre siempre insatisfecho, protestando por lo que no tiene, en lugar de gozar lo que buenamente posee. Y agradecerlo.
Todas las mañanas al despertarnos deberíamos sorprendernos y alegrarnos de estar vivos. No nos ponemos a pensar nunca qué maravilloso, qué extraordinario es vivir. Si ¡estoy vivo!, me pellizco y estoy realmente vivo y, además veo, ¡tengo mis dos ojos, oigo, hablo, camino! ¡y viven mis padres, mis hermanos!¡ y anda el ascensor y tengo en la cocina el café con leche y sobre el lavabo mi cepillo de dientes y mis zapatos en el ropero! ¡Qué maravilla! ¡Gracias Señor, gracias! ¡qué estupendo es vivir!  Esto tendríamos que decir todas las mañanas a pesar de nuestros pequeños y grandes problemas.
Pero es inútil, no lo diremos, bípedos estólidos que somos. Porque hasta el que se sacó la Grande, a los pocos días ya está acostumbrado y es más su amargura por lo que le saca al fisco en impuestos que por todo lo que ha llenado sus bolsillos.

De todos modos, de vez en cuando, es bueno hacer el esfuerzo y tratar de mirar, apreciar y gozar todo lo que tenemos, imaginandonos por ejemplo cosas como si en vez de vivir en Flores viviera en una favela en Brasil, o que si me faltaran las piernas o los ojos y así siguiendo.
Pero nuestra capacidad de acostumbrarnos a todo no permite abrigar muchas esperanzas de que este método ayude demasiado a nadie.

Y todo esto a propósito de un hecho desmesurado, increíble, enorme, fabuloso, el cual vivimos lo más panchos, apenas comiendo pan dulce, sidra y turrones: Navidad. Claro, todos los años lo mismo ya desde hace dos mil años ¿quién no se va a acostumbrar, por más que sea una ocasión única en el año? Pero pienso que una de las maneras de prepararnos realmente a la fiesta sería pensar un poco en lo que este hecho significa de inconsueto, extraordinario, inaudito, descomunal, estrambótico. ¡Dios que se hace hombre! Dios que viene a nosotros, Dios que llora en la boca de un niño. Dios que se prende hambriento a los pechos de una madre humana.
Porque, vean, eso de que Dios se haga hombre es simplemente el mundo al revés. Dejemos un lado por un momento todos los conceptos cristianos de Dios que hemos recibido y a los cuales nos hemos habituado. Pensemos en un mundo sin Revelación, Encarnación, Evangelio, Iglesia. De hecho, parte de la humanidad vive en un ámbito semejante. Sin duda, a menos de una necedad absoluta, la evidencia de Dios saltaría lo mismo a los ojos de cualquiera. Las diversas llamadas religiones así lo demuestran. La obra fabulosa de la creación, los espacios infinitos del cosmos, la armonía del ballet de las estrellas, las leyes maravillosas del microcosmos atómico y biológico, nos hablarían a gritos de un supremo coreógrafo, de un omnipotente director, de una IBM omnisciente moviendo y dirigiendo el curso de las cosas. ¿Pero qué haría el hombre –si no se distrajera y elevara su mente a la causa de todo esto- frente a esa deidad tremenda y supervasta cuya única voz sería, más allá de sus obras, el rugir tempestuoso del mar y el telúrico temblar de los terremotos? ¿Qué puede entender de Él el hombre contemporáneo cuando sus telescopios y radares hacia arriba y sus microscopios hacia abajo, descubren en la materia el mensaje mudo y enigmático de matemáticas y geometrías prodigiosas? ¿Qué haría, si logra reconocerlo, sino postrarse aterrado, áfono, formidoloso, despavorido ante un poder, una ciencia, una lejanía inasible, inalcanzable, espeluznante?
¡Qué pequeño, que chiquitito, que inerme se sentiría el ser humano frente a eso!
Y Eso, la divinidad inmensurable, aplastante, agobiadora, pasado mañana llorará en el regazo de una madre virgen y ensuciará pañales. Y nosotros, ante este disparate descomunal de Dios, tan como si tal cosa con nuestra sidra y peladillas.

Si no fuera porque es Dios le diría que se ha equivocado. Hacerse manosear así, arriesgarse a que le faltemos el respeto. Parecer tan poca cosa, darnos tanta confianza, acostumbrarnos, ¿No sabe acaso qué pavotes somos los hombres, ¿qué incapaces de apreciar su gesto? En seguida nos parece natural que el presidente lustre nuestros zapatos, que el patrón manejando saque a pasear a su chofer, que el ejecutivo escriba las cartas de su secretario, que el jefe vaya a traerle el café y comprarle los cigarrillos al cadete.
¡Oh Señor! ¡Qué Dios tan imprudente!


Maurice Denis, (1870- 1943), Hermitage, St. Petersburg, Russia

Pero ya, desde el evangelio de hoy, se complace Él con estos gestos al revés. Claro que Isabel al menos se da cuenta: “¿Quién soy yo para que la madre del Señor se digne visitarme?”. Si, María, la Madre Dios, marcha a visitar a Isabel, la madre de un hombre. Flagrante violación del protocolo: la Reina visita a su sierva. Como lo sigue haciendo no solo cotidianamente cuando hace llegar a Jesús a nuestros corazones sino en esos gestos externos que nos prodiga: la señora que baja a Fátima, la Salette, a Lourdes, a Siracusa, a Garabandal. Ella, la Reina, viene a visitarnos a nosotros, ¡a mí! Y cada uno sabe bien, en la intimidad de su corazón, quienes somos, ¡qué poca cosa soy!
En fin. Si Él así lo quiere, si no le importa que le tomemos confianza sabrá lo que hace, por algo será.
Pero no perdamos nosotros la capacidad de asombro y de agradecimiento. No nos acostumbremos. Pasado mañana, al menos, Navidad, meditémoslo un instante y, maravillados, como Isabel, digamos a Jesús “¿Y quién soy yo Señor, para que te dignes visitarme?”

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