Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1992. Ciclo A

4º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP, 20-12-92)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo   1, 18-24
La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados»   Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, -que traducido significa: «Dios con nosotros»-. Despertado José del sueño, hizo como el Angel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.

SERMÓN

Hasta los doce años, los judíos del siglo primero, tanto varones como mujeres, eran considerados menores de edad y no podían tomar ninguna decisión que los comprometiera. Eran los padres quienes lo hacían por ellos.

A partir de los doce años el varón se convertía en mayor de edad. Estaba obligado a cumplir la Torah , la Ley , y podía, además, leer los textos sagrados en la sinagoga. Aún hoy este paso a la edad adulta se festeja en la conocida ceremonia del "Bar-mitzvah", que literalmente quiere decir "hijo del mandamiento", porque desde entonces ha de cumplirlos. También debía comenzar a trabajar. O, como dice un texto ra­bínico más o menos de la época: "Primero tiene que construir una casa, luego plantar una viña y después casarse". Casarse y fundar una familia era el objetivo fundamental de cualquier hebreo y, para ello, de­bía reunir lo necesario como para poder alojar y alimentar debidamente a su mujer y a sus hijos. Esto pues es lo que hace el bueno de José, trabajando como maestro mayor de obras -que eso era aproximadamente ser carpintero en aquel entonces- hasta por lo menos los dieciséis años, cuando tenía que comenzar a pensar en el matrimonio. En realidad, para ello, el ideal de la época eran los dieciocho años. "El Señor, bendito sea -dice otro texto rabínico- vela para que un hombre se case a más tardar a los 20 años y lo maldice si no lo ha hecho a esa edad" Así pues, en José, hallamos a un muchacho joven que ha podido construirse una casa, posee un pequeño capital en sus herramientas de trabajo y, sobre todo, tiene el prestigio -en esa zafia provincia Galilea- de su apellido sureño y davídico, amén, evidentemente, -como afirma nuestro texto- de una sólida piedad religiosa. Ciertamente un partido excelente para cualquier muchacha de la zona.

Joaquín y Ana le habrán echado rápidamente el ojo para su pequeña María. Y habrán entablado tempranamente conversaciones con los padres del muchacho para proyectar unirlo a su niña en matrimonio. Aunque antes de los doce años las chicas no tenían voz ni voto y los padres podían casarlas a voluntad, era bueno consultarlas, porque, llegadas a la mayoría de edad podían negarse a convivir con su marido y éste estaba obligado a concederles el divorcio.

También José debía prestar su aquiescencia. Podía hacerlo, sin después sorpresas, porque la mujer judía solo estaba obligada al velo cuando se casaba; antes, uno podía ver su cara sin problemas. Es evi­dente que, se vieran como o donde se vieran, quizá a la salida de la sinagoga, ambos dijeron que sí a sus padres con algo más que pura re­signación. Y, desde entonces, la carpintería de José habrá desarro­llado una más alegre actividad.

Mientras los dos casi niños, enamorados, soñaban románticamente el uno con el otro, Joaquín y su consuegro, incitados por sus respec­tivas consortes, se dedicaban a interminables negociaciones. Cómo se repartirían los gastos de la fiesta de bodas. Qué bienes propios apor­taría la pequeña María al matrimonio. Cuánto debía pagar el novio al padre de la novia como precio de la hija. Qué dote entregaba el padre a su hija para que la administrara su marido, y, finalmente, cuál era la prenda que se fijaba para que, en caso de viudez o de repudio, la mujer tuviera derecho a ella y pudiera mantenerse.

Todo esto llevaba mucho tiempo, muchas negociaciones, que se alargaban, no solo por avaricia, sino porque eran ocasión de encuentro social, de regateos interminables de los cuales gustan los orientales y de tomarse los dos hombres en cada ocasión unas cuantas copas juntos.

Cuando, después de pesadas todas las circunstancias, se llegaba a una decisión común, ésta se fijaba en un solemne contrato - ketubah -, delante de testigos y, probablemente, del rabino de la sinagoga, lo cual constituía el acto más solemne y oficial de todo el proceso matrimonial: a esta firma se le llamaba los desposorios. Desde entonces los esposos se consideraban tales: marido y mujer. Pero, normalmente, todavía la mujer debía permanecer en casa de sus padres y, en realidad, por una sencilla razón, y es que todavía era niña y no le había llegado la menarquía -que se da entre los once y los catorce años-. Y, hasta por lo menos el cuarto ciclo de renovación de su endometrio, no era bien visto que la joven fuera entregada a su marido. De tal manera que pasaba al menos un año antes de que pudiera ser recibida por él en su casa.

Y esta si era la boda. Ocasión para una gran fiesta con la fami­lia y los amigos. Bailes, cantos, comida... El esposo va a buscar a la esposa para traerla en cortejo a su casa. Sin ninguna ceremonia reli­giosa especial, puesto que lo legal y religioso ya había sido realizado en los desposorios y, además, porque entre los judíos piadosos todo era considerado religioso. La mujer pasaba pues de la casa pa­terna a ocupar su lugar en la de su marido.

Legalmente, empero, ya se era marido y mujer desde los desposorios. De tal modo que cualquier infidelidad era considerada adulterio, con todo lo gravísimo de las consecuencias, en aquella época, de un delito que podía llevar desde el repudio sin derecho a la devolución de la dote ni a la prenda, hasta la pena de muerte.

Pero aquí, en nuestro relato, no se trata de eso. Mateo, que comienza a escribir su evangelio desde el punto de vista de José, y que, ya en la genealogía de Jesús que precede a nuestro relato de hoy, ha hablado de su engendramiento sin intervención de varón, supone a todas luces que José está enterado de que su pequeña mujer había de ser madre virgen. El texto no es claro, pero más bien sugiere que el joven José está asustado de la tremenda responsabilidad que le cabe. El sueño viene a animarlo a no temer asumir esta carga: "No temas recibir a María tu mujer porque lo que ha sido engendrado en ella sea del Es­píritu Santo". "Lo mismo es tu mujer ", parece decir el texto: "a pesar de ser el hijo engendrado del Altísimo, del Santo, sigue siendo tu mujer, y es tu misión y tu responsabilidad llevarla a tu casa"

Y una parte de esta misión será darle su nombre, su inclusión en la estirpe davídica, su nobleza de sangre. "Tu, precisamente, le darás el nombre de Jesús" Dar el nombre significaba en aquella época reco­nocerlo solemnemente como hijo propio, darle el apellido.

Es a través de ese acto, tan subrayado por Mateo, como Jesús recibe el derecho de ser considerado de la rama de David y, por lo tanto, sustentar sus títulos mesiánicos y reales.

Ciertamente es conmovedor, hoy, que consideramos al hombre adulto recién casi a partir de los treinta años, ver que todo este episodio gravísimo de la historia, el momento más importante de la existencia del hombre en la tierra, la decisión mediante la cual la humanidad se haría capaz de acceder vitalmente a la realidad divina, quedara en manos de esta pareja tan extremadamente joven.

Pero no vamos a insistir en que a Dios le gusta hacer las cosas a través de los pequeños y simples. En este caso, en realidad no es así, la madurez humana de estos jovencitos judíos, aún prescindiendo de la ayuda de la gracia, superaba enormemente la de los que en nuestros días, mucho más grandes de edad, consideramos maduros.

Ni José ni María seguramente formarían parte de los adolescentes histéricos que llenan los estadios para ver conjuntos innobles de rock; ni de los que consideran victoria o tragedia nacional el que un equipo de futbol gane o pierda; ni de los que hacen de su vida sexual o de diversión el centro de su desconcertada existencia; ni de los que consideran que su éxito futuro pasa por su cuenta en Suiza... La madurez que hoy en día se logra -y no siempre- en edad avanzada, los jóvenes de entonces la conseguían a temprana edad. Sabían desde muy peque­ños que la vida era una misión -con sus alegrías y sus penas- en la cual lo fundamental era formar una familia y criar hijos para Dios y para Israel. Para ello se formaban religiosa, moral y profesionalmente y, desde muy pronto, ponían todas sus energías de trabajo y de estudio en la consecución de ese fin. El núcleo de lo humano era la solidaridad con los suyos, con los de su sangre, con los de su aldea, con los de su nación. Su orgullo era sentirse hermanados en la profesión de una misma fé en Dios, de un mismo ideal de vida ética, de un mismo objetivo para la patria que ese mismo Dios les había dado en herencia.

Esas eran las líneas fundamentales de una educación que recibían desde pequeños en su casa y, desde mayorcitos, en la frecuentación al menos semanal de la sinagoga. Su profesión o su oficio, ejercidos con responsabilidad y orgullo, sus objetivos económicos, versaban en con­seguir aquello que les permitiría llevar adelante aquellas otras cosas, religiosas y familiares, que eran lo verdaderamente importante. Sus diversiones no eran meras excitaciones pasionales o epidérmicas: eran verdaderas fiestas, con calidez humana, con encuentro fraterno, con alegría, música y bailes a la medida de la racionalidad del hombre, no de sus glándulas.

El sexo, para el israelita, sin falsos pudores, no era la obse­sión de todos los días, la fascinación traumática del instinto exacer­bado, el desahogo cotidiano de una mera necesidad fisiológica, sino el medio natural y bendecido por el Señor de expresar el amor a la mujer legítima y de dar hijos a Dios.

Por eso la virginidad previa al matrimonio era apreciada, tanto por el hombre como por la mujer, como el gesto mediante el cual el uno y el otro se reservaban para expresar su amor y su entrega solo a aquel o aquella que debían ser sus compartes durante toda la vida. No había allí nada de temor u horror por lo sexual, sino el convencimiento del sano sentido común y de las buenas costumbres sociales, de que el sexo encontraba su lugar natural en el contexto del matrimonio.

Y si María conservará luego su virginidad, no será por falta de amor o ternura por José, sino por una actitud de respeto espontánea a la exclusividad con la que el nacimiento del hijo de Dios había consa­grado su seno. Será algo que ni José ni María se habrán puesto a pen­sar ni deliberar, y que les habrá surgido, en medio de su profundo amor mutuo de varón y mujer, como natural muestra de respeto al miste­rio de la Encarnación. No por eso dejó de ser un auténtico matrimonio; por más que la confusión de nuestros días y la desintegración de lo humano quieran reducir el amor del hombre a la mujer a un problema de dormitorio.

Más aún, tanto la virginidad de María como la de José, no han de elogiarse por ningún tipo de desconfianza maniquea a la "impureza" o cosa semejante. El sexo de por si es obra de Dios y nada tiene de malo. En el contexto de los evangelios la virginidad se ensalza como la actitud de total disponibilidad, de renuncia a toda eficacia humana -simbolizada precisamente en el acto máximo de ésta que es el don de transmitir la vida-, y que pone tanto a María como a José, en pobreza y humildad total, frente a Dios. Es el reconocimiento y el signo explícito de la convicción de que la definitiva salvación no puede venir de ningún poder del hombre, sino de la pura iniciativa de Dios.

Eso es lo que con su virginidad los dos muchachos proclaman: la Esperanza , el Adviento; la verdadera esperanza de Israel y del mundo, de que la salvación, la verdadera vida, la auténtica felicidad, no la puede lograr el hombre ni con sus fuerzas, ni con su ciencia, ni con su técnica, sino que solo puede ser adquirida como recibida, como re­galada, como gracia de Dios.

Hoy, José, en medio de la alegría de la fiesta, de la música y de la cena, venciendo su respeto, la conciencia de su indignidad para tamaña misión, recibe a su mujer, la madre de Dios, en su casa: esa casa qué el mismo ha construido con su propio esfuerzo y que será la casa de María y de Jesús.

Sea José quien nos ayude en estas Navidades a construir nuestra casa y a recibir en ella, en fiesta y alegría, pero también en misión, responsabilidad y entrega, a la Virgen y al niño que va a nacer.

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