Sermones de ADVIENTO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ



Adviento

1997. Ciclo c

4º DOMINGO DE ADVIENTO 
(GEP 1997)

Lectura del santo Evangelio según san Lc 1,26-38
En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin» María dijo al Ángel: «¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?» El Ángel le respondió: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios» María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho»Y el Ángel se alejó.

SERMÓN

          Es posible que en toda la historia del arte no haya escena más pintada y representada que la de la anunciación que acabamos de escuchar. No es para menos: marca el histórico y único instante en que la vida terrestre, mediante la especie humana, pega su último salto evolutivo y se pone en conexión directa con la vida de Dios, de tal manera que, por primera vez en el tiempo, en un embrión de hombre empieza a latir el mensaje genético del vivir divino.

Pero, mientras -según las teorías evolutivas- las especies superiores surgen de las posibilidades mismas de la materia, de la zoología, de los cromosomas, de las diversas maneras posibles de combinaciones del ADN, la definitiva especie humana que inaugura la Anunciación , solo puede ser fruto de la intervención de Dios, porque Dios no puede nacer de la materia ni de lo humano; de lo humano no sale sino lo humano; de lo creado, lo creado.

De allí el clima feérico, sobrenatural, casi irreal, de la escena que nos describe Lucas: ya en el Antiguo Testamento el ángel representa lo que solo puede introducirse desde lo alto, más allá de cualquier causalidad natural. En el lenguaje neotestamentario siempre que aparece la figura del ángel es como la clave según la cual el lector tiene que entender que está sucediendo o se está diciendo algo a lo que el hombre es incapaz de llegar o comprender por sus solas fuerzas.

Pero aquí no es solo el ángel el que marca la irrupción de una nueva dimensión en lo temporal. El espíritu santo, el poder del Altísimo -según las palabras del ángel- será el autor de lo que ha de nacer de la Virgen. Y el lector del pasaje, si está habituado al lenguaje de la Escritura , inmediatamente capta que se encuentra frente a una acción divina tan trascendente como la que describía el viejo poema del Génesis hablando de la Creación , cuando aquel mismo espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas vírgenes y el poder de Dios hacía surgir todas las cosas de la nada.

Precisamente esa nada a partir de la cual será recreado el hombre nuevo es lo que representa la virginidad de María. Después de tantos siglos de meditación cristiana hablar de una virgen, de la virginidad, es, al menos para la iglesia, un título de honor. Pero de ninguna manera lo era en el antiguo testamento y tampoco en la época en que escribe Lucas. Al contrario, tanto el hombre como la mujer estaban obligados a casarse y engendrar hijos y el que no lo hacía era mirado con desprecio. El que moría sin hijos era como si muriera para siempre, de allí la famosa ley del levirato en que se prescribía que si alguien perecía sin haber tenido hijos, su hermano debía casarse con la viuda para darselos y así prolongar su estirpe.

La hija de Jefté -cuenta la Biblia - que por una promesa debía ser sacrificada por su padre, se lamenta no porque ha de morir, sino porque muere virgen, es decir estéril, yerma. Es la desesperación de Sara, de la madre de Sansón, de Isabel, de tantas otras mujeres israelitas que llegan sin descendencia a la vejez.

Cuando Lucas alude a la virginidad de María no está pues señalando ninguna especial pureza de connotaciones sexuales, ni que sugiera que sea de alguna manera desdoroso, impuro, el nacer de la unión del varón y la mujer. De ninguna manera: tanto el antiguo como el nuevo testamento creen firmemente en la dignidad y aún santidad del sexo y, en todo caso es por ello que exigen para él un uso santo. Lucas al referirse a la virginidad solo quiere mostrar la impotencia, la pobreza, la nada absoluta de María, a partir de la cual Dios realizará su creación definitiva. Y ese es el sentido también en nuestros días de la virginidad monástica y del celibato sacerdotal en occidente, la renuncia a la máxima eficacia y obra humanas -que es engendrar la vida humana- para que Dios, a través de uno, pueda realizar el milagro permanente de la transmisión de la vida divina. Es esa fecundidad sobrenatural la que puede dar sentido a tantas solteras, vírgenes o parejas sin hijos, si ello lo viven no como mera carencia o egoísmo sino como libre entrega al querer divino.

Porque no es en la mera pobreza o virginidad de María donde Dios realiza su obra. Aquí no se trata de crear las cosas a partir de una nada inerte. La virginidad de María no se hace fecunda por su aridez material, biológica -ni el celibato como mera soltería- sino porque María la asume en un acto supremo de libertad, para hacerse dócil instrumento del querer divino. La virginidad es así el signo de esa disposición de alma de María expresada en su " que se cumpla en mi lo que has dicho " o, como se traducía antes, " hágase en mi según tu palabra". María hace presente a Dios mediante su pobreza virginal cuando en un acto de libertad suprema acepta que la palabra de Dios se haga carne en sus entrañas. Su virginidad no es sino el signo externo de su total entrega al decir de Dios.

Así será Ella madre de Dios. Pero ese que será hijo de Dios no será extraño a la historia del hombre, no solo porque se hace hijo de una mujer de Israel, sino porque, al mismo tiempo, será realísimamente descendiente de David: hijo de David, ya que hijo de José. Y, ¿como olvidarlo?, como hijo de José, hijo del carpintero; él también carpintero. Ese será siempre el gran honor de José: el haber sido él quien dió al hijo de Dios su apellido y su prosapia.

Curiosamente para nosotros, tanto la genealogía que trae Mateo como la que trae Lucas para afirmar la estirpe davídica de Jesús ambas desembocan en José, el padre legal. Es que para el mundo antiguo y especialmente los judíos -en donde el apellido lo daba siempre el varón- la única garantía de legitimidad del hijo era el reconocimiento del padre. Siempre era evidente quién era la madre, no siempre quién el padre. Solo el reconocimiento de éste, el primer interesado, le asimilaba totalmente al apellido. Y eso es lo que hace precisamente José con enorme generosidad y desprendimiento: reconocer la legitimidad y dar su nombre al Señor.

Es, pues a través de José como Jesús se religa a la historia de la humanidad y de Israel. Dios se hace realmente hombre no solo por medio del libérrimo si virginal de María, sino también en la libre entrega que José le hace de su estirpe. Hijo de Dios, porque hijo de María; hijo de David, porque hijo de José.

Dentro de dos días celebraremos la Navidad. La cual querrá ser no solo la conmemoración de un hecho pasado, sino la reactualización, en la vida de cada uno, de los frutos permanentes de aquel nacer. Ese Dios hecho hombre -que está siempre presente físicamente entre nosotros en su ser resucitado y en su Iglesia- solo puede realmente hacerse presencia humana y divina en nuestra sociedad si nosotros, cristianos, en virginidad y pobreza, es decir en aceptación libre de su voluntad y su palabra, no solo en nuestros momentos de oración y de Misa, como hijos de Dios, sino también en nuestra vida cotidiana de hijos de hombre, de descendientes de David, de pertenecientes a una nación, a un apellido, a una profesión u oficio o responsabilidad, somos capaces de vivirlo en imitación y entrega, en palabras y en obras, forjando así, todos los días, ese su reino que no tendrá fin.

Jueces 11, 34-40

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