Sermones del bautismo del seÑor
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2000. Ciclo B

EL BAUTISMO DEL SEÑOR  
(GEP; 09-01-00)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 6-11
Juan llevaba un vestido de pie de camello; y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco»

SERMÓN

Trajinar por el mundo antiguo era una actividad sumamente sucia. Salvo las pavimentadas rutas romanas el transito se desarrollaba por senderos de tierra en medio del polvo permanente que levantaba el paso de transeúntes y rodados. A ello había que sumarle, el fango en que se transformaban dichos caminos después de las lluvias, los excrementos de los animales de tiro, las salpicaduras de los que pasaban raudamente en calesas y caballos sin importarles un rábano los peatones. A pesar de los sombreros de anchas alas -el petaso, que usaban los romanos- y las sombrillas en los carros, el sol inclemente, el calor, la transpiración hacía que todo se acumulara en desagradables capas sobre la piel; no digamos nada de los pies. La cosa no mejoraba cuando se llegaba a los pueblos y ciudades. Excepto en algunas de las ciudades romanas más importantes se desconocía la fontanería y las aguas residuales y los desechos humanos circulaban por las calles en alcantarillas abiertas. A destino, finalmente, se llegaba realmente sucio. Nadie medianamente civilizado podía pretender alternar con sus amigos, con su familia, comenzar sus negocios, su oración si antes no se lavaba. Cualquier hombre de campo que haya trabajado en una manga no protegida por arboledas, un día de verano, marcando o vacunando, puede bien imaginarse a lo que me refiero. La necesidad imperiosa de bañarse, a lo mejor zambullirse en una pileta o un tanque australiano, y la sensación de renovación cuando se sale, limpio y remozado, como si fuera uno otro hombre. Los anfitriones de la antigüedad ofrecían siempre agua para lavarse a los huéspedes que llegaban para una visita o una comida. Gesto obligado si, pero en realidad generoso, pues el agua se transportaba trabajosamente en pesadas vasijas desde pozos que a veces estaban fuera del poblado y luego se conservaba en una cisterna familiar para cocinar o lavar. El agua fresca y limpia era preciosa entre los pueblos antiguos

De allí que verter agua o sumergirse en ella haya sido desde remotos tiempos signo universal de restauración, de supresión de lo sucio y de lo viejo.

En Israel, antes de entrar en el templo de Jerusalén, era imperioso, para el devoto, bañarse. El lavarse para allegarse a lo sagrado era, al mismo tiempo, signo de higiene exterior y de purificación interior. Espontáneamente se percibía que para acercarse a Dios era necesario no solo la pureza de la piel, sino la de la mente y del corazón.

Eso es lo que fundamentalmente era y significaba el bautismo de Juan. La inmersión externa era la representación gestual, a manera de un propósito dicho no en palabras sino en gestos, de esa determinación de cambio, de conversión de actitudes y de conductas, que pedía Juan a sus seguidores para estar alertas a la llegada del Señor. Algo de lo del bautismo de Juan seguimos significando nosotros cuando tomamos de la pila el agua bendita para signarnos la frente, para mojarnos adentro y afuera, para ponernos en condiciones anímicas de atención y reverencia, dejando afuera todo lo sucio, al ingresar en nuestros templos. Y lo que hemos hecho recién con la bendición y aspersión del agua en lugar del acto penitencial.

Sin embargo, en la escena que hoy nos transmite Marcos del bautismo de Jesús, nada de esto está significado. Más aún, Marcos pone en labios de Juan una declaración explícita sobre la diferencia radical que existe entre el bautismo del bautizador y el que viene a traer Cristo. El de Juan es bautismo de agua: lava, purifica, refresca... en la alegría de esas decisiones interiores que cambian la vida, rectifican el camino, restauran agravios, resuelven entuertos, y nos hacen otra vez señores de nosotros mismos... Dios sabe cuántas de estas resoluciones venimos postergando y ¡qué bien haríamos en convertirnos de una vez!, dejar tantas cosas que no van y recibir -depurante y purgante- el bautismo de Juan!

Pero lo de Cristo, lo de hoy, va mucho más allá de un mero cambio de vida, de conducta. No con agua: ¡con el Espíritu Santo! Es sabido que, antes de designar a la tercera persona de la Trinidad, tal como tendemos a leerlo siempre nosotros, "espíritu santo" designa simplemente la fuerza vital de Dios, el dinamismo divino, la gracia, lo que de ninguna manera surge del poder de nuestras decisiones, ni de la naturaleza, ni está en manos de ningún gurú o psicólogo educirlo de nuestra mente o corazón, sino que llega al hombre como dádiva desde el poderoso respirar de Dios.

En el pasaje del anuncio del ángel a María -paralelo a este del bautismo- Lucas transcribe las plabras de aquel: "El espíritu santo descenderá sobre ti, (...) por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios" (Lc 1, 35).

La anunciación -como el bautismo para nosotros- inauguraba en la historia del universo una nueva etapa creadora. No aquella pergeñada en el inicio de los tiempos y surgida de la materia por evolución de ésta. El universo material no puede sacar de si mismo nada más grande que el ser humano y sus humanas obras, todo magnífico ciertamente, pero limitado y destinado a la muerte. Y solo hasta ahí llega el bautismo de Juan, " el más grande de entre los nacidos de mujer" y "sin embargo menor al más pequeño en el Reino de Dios " (Lc 7, 28). Porque la encarnación inicia una etapa que supera todas las posibilidades de lo anterior, una segunda creación que trasciende lo natural y hace alcanzar a la realidad creada -en Jesús, el Verbo hecho carne- la realidad divina, el Reino, proyectando el tiempo caduco hacia la perenne eternidad.

Lo que la anunciación fue para Jesús, el hombre asumido a lo divino, será el bautismo del espíritu santo para nosotros, los que en la fé nos unimos a Él y su divino vivir. Eso es lo que representan, como paradigma del bautismo de los cristianos, los símbolos del bautismo de Jesús. No solo cambio de conducta. Al surgir Jesús del Jordán lo divino -el cielo, dice nuestro evangelio- se abre para los hombres! La vitalidad de Dios, en forma de paloma batiendo las alas sobre el agua -como solían representar los rabinos al espíritu aleteando sobre el acuoso caos primigenio del primer capítulo del Génesis-, comienza otra creación.

Creación que lleva al hombre a suprema dignidad: ser hermano adoptivo de Jesús y, como tal, poder ser también llamado "Hijo de Dios". Aunque la escena del bautismo de Jesús es como un cuadro impresionista que pretende definir en pocos trazos quién es Jesús -semejantemente a la anunciación o la transfiguración-, también está pensado para describir nuestra propia condición bautismal. No es extraño que en todos los baptisterios bizantinos y románicos la figura obligada -en fresco o en mosaico-, adornando el techo o la cúpula sobre la pila bautismal, sea la de la escena del bautismo de Cristo. Y aún en nuestra época, cuando se respeta la simbología tradicional: la bellísima mayólica del bautisterio de Nuestra Señora del Pilar.

Navidad culmina y finaliza con esta fiesta del Bautismo del Señor, que nos expone el fructificar, para cada uno de nosotros, del maravilloso acontecimiento de la Encarnación.

Retomando mañana el tiempo común durante el año, hasta la cuaresma, la Iglesia quiere que vivamos nuestro tiempo, nuestras tareas, nuestras vacaciones, nuestros estudios, nuestro matrimonio, nuestras empresas, nuestros noviazgos, y sobre todo nuestras penas y dolores, nuestros fracasos y frustraciones y aún nuestros pecados, escuchando constantemente, en fe y esperanza, la voz que, a pesar de todo -desde el día de nuestro bautismo-, sigue y seguirá diciéndonos, susurrándonos, consolándonos, llamándonos: "Confía, sabe que t u eres mi hijo, (mi hija), muy querida, en ti tengo puesta toda mi predilección ".

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