Sermones del bautismo del seÑor
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1982. Ciclo c

EL BAUTISMO DEL SEÑOR  
Lc. 3,15-16.21-22 

Uno de los episodios más conmovedores de la “Anábasis” –“La retirada de los diez mil”‑ de Jenofonte, es cuando los griegos, después de una interminable retirada a través de tierras persas rodeados de enemigos, logran ver, desde lo alto del monte Teques, una de las montañas cercanas a Trebisonda, allá por la costa sureste del Mar Negro, la línea azul del mar. Estaba abierta, después de la terrible odisea, la vía libre a la Patria.

Los griegos eran un pueblo de navegantes y el mar ya era un poco la prolongación de su patria. De ahí la emoción que el habitualmente sobrio Jenofonte –él mismo protagonista de la aventura‑ refleja en esta parte del relato. De ahí también el célebre grito “¡Thálatta, thálatta!” –mar, en griego ático‑ que surge de los labios entusiasmados de los griegos.

El mar era para el griego una realidad tan amiga que es de las olas del océano, el origen de todas las cosas, justamente, de donde entre otras divinidades nace Afrodita, la diosa del amor, de la fertilidad y de la abundancia. Y ‘thálatta’ tiene la misma etimología de ‘tálamo’, lo profundo u oculto, la habitación más íntima de la casa donde se juntan marido y mujer, donde se engendra la vida.
Los hebreos en cambio son, al menos en su origen, un pueblo de beduinos, de nómades. Salvo en las legendarias épocas de Salomón, nunca tuvieron flota propia y el mar, el mítico Yam de los cananeos, es para ellos un poder ominoso, diabólico, habitáculo de monstruos hostiles. Yahvé –a la manera de Baal‑ lo hace retroceder y abre el paso a lo seco, funda la tierra sobre él y lo domina. De allí que también pueda usarlo para castigar, para purificar a la tierra de sus pecados, como en el diluvio, o para ahogar a sus enemigos como en el paso del Mar rojo.

Los evangelistas presentan a Cristo victorioso sobre el mal y lo demoníaco cuando lo describen calmando al tempestuoso mar que trata de hundir la barca de sus discípulos y cuando él mismo camina pisando soberano sobre las olas o hace caminar a Pedro sobre ellas.
La alegría que experimentan los griegos frente al mar la tienen en cambio los judíos, como buenos pastores y agricultores, frente al agua de las fuentes y de los ríos. El agua dulce y fresca que hace posible la vida de hombres, animales y plantas.
Yahvé es quien hace manar las fuentes que calman la sed del hombre. Las corrientes de Dios riegan la tierra y suministran alimento y prosperidad.
Y el rio, el ‘nahar’, el ‘potamós’ por excelencia es el Jordán. Que no solo da fecundidad a su valle, sino que, dador de salud y vida, cura la lepra del sirio Naamán, es lugar de revelaciones, y abre a Josué las puertas de la tierra prometida.

Sin embargo, para el hebreo, el agua tanto del mar como de los ríos conserva siempre un valor ambiguo. Incluso el Jordán puede transformarse en torrente que inunda y ahoga. De allí que si, entre los griegos, de las partes muertas de Urano caídas en el agua nace Afrodita, en el evangelio, del agua puede nacer el hombre nuevo, porque, antes, en el agua, muere el hombre viejo.

Y ese es el significado del bautismo. La palabra bautismo viene del griego ‘bapto’ que significa sumergir, zambullir. Sin embargo, fíjense, los evangelios nunca utilizan el verbo ‘bapto’ para designar el bautismo, sino un término derivado, mucho más fuerte: ‘baptizo’, que es una forma intensiva de ‘bapto’ y que así modificada no significa solamente sumergirse, sino hundir. Usada, por ejemplo, para hablar del hundimiento bélico de un barco o de la acción de ahogar a un hombre. Tanto que, a veces, entre los autores griegos ‘baptizo’ es sinónimo simplemente de aniquilar.
Vean Vds. que lo normal hubiera sido que los evangelista, si pensaran solo en una especie de lavado ritual, utilizaran la palabra ‘bapto’, sumergir. Y ¡no! Usan a propósito ‘baptizo’, hundir, ahogar, aniquilar.
Hoy ya, cuando leemos el evangelio, perdemos de vista estos significados porque traducimos directamente ‘bautizar’ y entendemos la palabra como nos la enseña el catecismo; pero, cuando los primeros cristianos oían ‘baptizo’, no entendían bautizo sino hundo, ahogo, aniquilo.
Por eso puede decir San Pablo a los romanos: “Hermanos, todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte ‑¿ven? como decir “todos los que hemos sido aniquilados en Cristo Jesús, fuimos aniquilados en su muerte”‑ y, continúa: “por el bautismo fuimos sepultado con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevamos una vida nueva. Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, la del bautismo, también nos identificaremos con Él en la Resurrección”.
¿Se dan cuenta? El bautismo de Jesús prefigura simbólicamente su muerte y Resurrección ¡y la nuestra! Por eso les dice un día a sus discípulos “¿Podéis beber la copa que yo voy a beber o ser bautizados con el bautismo con que el que seré bautizado?” Hablaba de la Cruz.


Joahim Patinir; Bautismo de Cristo, 1515. Kunsthistorisches Museum, Viena.

Y es porque al sumergirse y aniquilarse en el agua, agua de mar, Cristo acepta totalmente la voluntad del Padre y muere a sus quereres humanos hasta la muerte de Cruz, es por eso que esa misma agua, vivificada por el Espíritu en forma de paloma que aletea sobre ella –repitiendo la imagen del Génesis en la Creación‑ se transforma en fértil agua de rio y de fuente. Y lo manifiesta plenamente como Hijo de Dios: “Tu eres mi hijo muy querido”. Voz que se repite toda vez que un ser humano al ser bautizado es transformado en Cristo.

Es por eso que, en la liturgia de la Iglesia, la fiesta del Bautismo corona y cierra el tiempo de Navidad. Desde mañana empezamos otra vez el tiempo Ordinario. Y es que si Navidad nos habla del misterio de Dios que se hace hombre, el Bautismo nos habla del misterio del hombre que es hecho Dios. Porque ese es precisamente el sentido de la Encarnación en el juego de palabras atanasiano: ‘Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios’.

Pero no podrá hacerse Dios si antes no es ‘bautizado’ en Cristo, sumergido en la muerte, aniquilado con él en la Cruz. Agua que mata, agua que da vida. Hombre viejo que muere, hombre nuevo que renace. Morir, para seguir creciendo. Abnegarse, para vivir. Dejar lo plebeyo, para vivir lo noble y lo divino.
Esa es la lucha a la cual nos compromete nuestro bautismo en Cristo Jesús.

Menú