Sermones del bautismo del seÑor
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1990. Ciclo A

EL BAUTISMO DEL SEÑOR  

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 3, 13-17
Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía, diciéndole: «Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, íy eres tú el que viene a mi encuentro!» Pero Jesús le respondió: «Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo». Y Juan se lo permitió. Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».

SERMÓN

Ayer, en Cabildo y Juramento, se vino abajo una de esas estructuras metálicas tubulares que cruzan la calle donde colgaban varias propagandas para fin de año. Aplastó dos o tres autos pero, afortunadamente, no hirió a nadie. Desafortunadamente, en cambio, no se cayó la que estaba sobre Echeverría, perteneciente a una de esas tantas sectas que pululan en nuestro medio, medrando con el nombre de Cristo y que, desde un pequeño local que tenía en Ciudad de la Paz se ha trasladado a uno mucho más importante en Olazábal, una antigua pista de patinaje o algo así que ha trasformado en un gran salón de shows.

¿Y qué dice la propaganda, ahí, bien grande, sobre Cabildo? Dice: “ Jesús sana a los enfermos. Da unidad a las familias. Nos saca de nuestra angustia. Nos cura de nuestras depresiones ”.

Atractivas propuestas, ciertamente. Y si, realmente, fueran capaces de dar lo que ofrecen, estarían haciendo mucho más que todos los médicos y psicólogos juntos de Buenos Aires.

Pero el hecho de que, mediante la terapia de la histeria colectiva, o del hipnotismo de las masas, o de quien sabe qué fenómeno psíquico o parapsíquico, o truco engañabobos, logre alguna pseudocuración temporal mental o física, ciertamente no se ha visto reflejado jamás en ninguna estadística seria de aumento de salud de la población adepta a este tipo de religiosidad. Y que el fanatismo, también transitorio –y esto sí lo reflejan las estadísticas, ya que en estos grupos no abunda la perseverancia- que este fanatismo, digo, que logran en sus secuaces, pueda confundirse con algún tipo de Fe auténticamente cristiana, es sólo culpa de la ignorancia. La ignorancia, también, de muchos católicos a los cuales hoy la Iglesia descuida de educar en la verdadera Fe.

Porque Jesús jamás ha venido a ofrecer fáciles fórmulas de escape a las dificultades, miserias y dolencias de este mundo. Y, menos, de aquellas a las cuales el hombre puede paliar con su ciencia y con su técnica.

Si el Señor, en contadas oportunidades, hizo milagros, los hizo sólo como signo de una salud y salvación mucho más honda que la de la curación de esta o aquella enfermedad. Y aún los verdaderos milagros que admite la Iglesia Católica –y que no se dan fuera de ella- como por ejemplo los que año a año documenta científicamente la Oficina Médica de Lourdes, no se ofrecen como panacea universal para los males de la humanidad ni se realizan en contextos inducidos histéricamente a lo Pastor Giménez, sino, otra vez, como signo de trascendencia y llamado a algo muy superior a la salud humana. En espíritu de verdadera y serena religiosidad. En actitud piadosa y serena de la gente y del corazón y de la conducta y no del acaloro paroxístico de los sentidos.

Rebajar la figura de Cristo a la un taumaturgo servido por ‘showmen' embaucadores de la pobre gente, o a la de un gurú que, por medio de técnicas psicológicas, devolvería la paz interior a deprimidos y angustiados es ciertamente degradar groseramente el mensaje de Jesús.

Pero no señalemos sólo a los de afuera, porque también adentro de la Iglesia hay mucho de superstición en nuestro trato con Cristo. Y no sólo en determinados ámbitos carismáticos milagreros y pseudomísticos. No solo en ciertas técnicas de tipo oriental o psicológicos que se introducen como sucedáneo de la verdadera oración y que, recientemente, ha denunciado la Santa Sede porque se ha metido como moda en muchos conventos y grupos de laicos, si no también en nuestra propia vida individual, en la cual no sabemos pedirle a Cristo ‘lo único importante' y tantas veces negociamos nuestra Fe de acuerdo a los favores o protección temporales que nos brinda.

Y tampoco es secreto para nadie que otrosí entre nosotros existe otro tipo de deformación, también denunciado por la Santa Sede en sus documentos sobre la teología y pseudoteología de la liberación, y que trasforma el Evangelio en receta de soluciones políticas de revolución. Y ni siquiera evangélica, sino marxista, que pretende arreglar todos los problemas de este mundo. Peligro, por otra parte, del cual no están exentos otros católicos de signo político contrario.

Porque, al fin y al cabo, aquello para lo cual Cristo nos llama y hemos meditado en este tiempo de Navidad -que hoy, con este domingo del Bautismo de Jesús termina-, no es ningún tipo de salvación temporal, no es embarcarnos en peregrinaciones en busca de milagros, no es añadirnos a ningún tipo de club de deprimidos o angustiados anónimos y, menos aún, a un partido político con voceros como Laguna y Novak, sino para conducirnos a la meta portentosa e increíble de nuestra trasformación, de nuestra metamorfosis, de nuestro trascender lo humano y lo moral y lo caduco para alcanzar lo divino, lo celestial.

Si nosotros tuviéramos que poner un cartel, como las sectas, sobre la Avenida Cabildo, reduciendo nuestro mensaje sólo a un slogan, seríamos deshonestos si no pusiéramos lo único que importa: Jesús te llama a la Vida Eterna. Es verdad que con ese cartel no atraeríamos a nadie. Pero engañaríamos a todos si, silenciando esto, les ofreciéramos cualquier otra cosa. Todo lo demás que ofrece la Iglesia Católica -y lo ofrece en abundancia, ciertamente,: doctrina teológica, filosófica, política, un cierto tipo de paz, de felicidad aún en este mundo, el perfeccionamiento de todo lo humano en las artes, en el derecho, en la virtud, en la nobleza de vida…-- todo eso no son sino las ‘añadiduras', lo que viene por sobreabundancia. Pero no solo no constituye la oferta central de Cristo sino que, frente a aquello, la Vida Eterna, el resto apenas tiene importancia.

Y, como digo, eso es lo que venimos meditando litúrgicamente en este tiempo de Navidad. Tal cual afirmaba San Atanasio: “Si Dios se ha hecho hombre no es para que nosotros nos pudiéramos engordar de pan dulce y turrones en pleno verano y reunirnos una vez por año con nuestra familia y hacernos regalos mutuos, sino que Dios se ha hecho hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios.

Y por eso terminamos el tiempo de Navidad reflexionando sobre el Bautismo, ese sacramento que nos abre justamente al influjo divinizador de Cristo: el Verbo hecho hombre. Ese Bautismo que no es simplemente una filiación simbólica que nos adscribe al catálogo de la sociedad de los cristianos, sino que es una inserción real en el flujo vital de la Santísima Trinidad.

Porque el Bautismo es una regeneración, una transformación, un nuevo nacimiento –como dijo Jesús a Nicodemo-, mediante el cual, mucho más allá de la vida humana que nos han legado nuestros progenitores y toda la larga historia de la evolución del universo, accedemos a la Vida misma de Dios.

Un cristiano, un bautizado, es una nueva criatura, que lleva, fluyendo en su interior, el genoma divino. Mucha más distancia que entre el hombre y su mundo inferior, el de los animales y los vegetales, mucha más distancia existe entre el bautizado y el que es nada más que hombre.

Que por fuera no siempre se distingan es porque todo eso está en nosotros aún como en estado embrional –como no se distinguen tampoco los embriones de un batracio y de un ser humano y, en sus primeras etapas, todos los embriones son iguales-, pero ya en ellos existe la programación, la potencia, de lo que serán. Uno sapo, otro mono, otro ser humano, ¡otro hijo de Dios!

También lo nuestro se distinguirá plenamente cuando lleguemos a la adultez. El destino del hombre dejado a sí mismo, la muerte. El del cristiano, la Vida de Dios.

Porque como dice san Juan: ‘desde ahora somos hijos de Dios pero lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, sernos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”.

Desde ahora ya somos distintos a los demás, ya estamos elevados y divinizados, ya estamos adoptados y signados por la nobleza de ser hermanos del Rey, y reconocer esta nuestra dignidad debería llevarnos a intentar actuar como tales. Nobleza obliga.

Y si hay tantos bautizados y tan pocos que intenten vivir su dignidad y ni siquiera la conozcan, es porque –como en los antiguos cuentos de nuestra niñez- han sido raptados de pequeños por los gitanos y acostumbrados, desde chicos, a vivir como plebeyos. Y, también, porque hay muchos renegados y cobardes que prefieren vivir la vida de los gitanos que la de su linaje cristiano: los gitanos de la televisión, de la familia intrascendente, de la educación estúpida, de la conspiración de los malvados y de los anticristos y de los poderes ocultos, de los mercaderes del sexo y de la diversión, de los engañosos oropeles del supermercado de este mundo y, también, por la falta de señores y de caudillos y de verdaderos sacerdotes y de santos para rescatarlos.

En esta fiesta del Bautismo de Jesús, origen de nuestro propio Bautismo, rescatemos el orgullo y el comportamiento de nuestra hidalguía de cristianos, de nuestra prosapia católica, de nuestros blasones de compañeros del Rey (‘cómites' en latín, de allí ‘condes'), de nuestros blasones, pues, de condes y condesas de Cristo, nuestro Rey y Señor.

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