Sermones del bautismo del seÑor
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992. Ciclo c

EL BAUTISMO DEL SEÑOR  
Gn . 9, 8-15; 1 Pe . 3, 18-22; Lc. 3,15-16.21-22   (GEP 12-1-92)

Entre escenas de gente divirtiéndose en Punta del Este y Mar del Plata, la televisión también nos ha brindado estos días imágenes de la terrible catástrofe cordobesa. Sobre las calles de la ciudad, cubriéndolas, capas de hasta un metro de barro, depositadas allí por las aguas enfurecidas.

En 1929 el arqueólogo británico Woolley excavando la antigua ciudad de Ur, en la Mesopotamia , encontró, más allá de las capas de épocas históricas, un manto de lodo arcilloso solidificado, de cuatro metros de espesor, cubriendo restos de una cultura presumeria con figurillas femeninas ornitoformes y ofídicas. Atribuyó dicho manto a una inundación del cuarto milenio antes de Cristo. En otras excavaciones realizadas por otro arqueólogo, también británico, Langdon, en la ciudad de Kish, junto a Babilonia, se encontró algo semejante, datado hacia el 3800. También en Uruk se ha encontrado una capa de lodo, intermedia entre dos estratos de habitación, de hacia el 2800 AC . Otro tanto ocurre en los restos arqueológicos de Lagash y en los restos de Nínive, donde los excavadores han encontrado, entre diversos estratos, un "intervalo pluvial", que se coloca en el cuarto milenio antes de Cristo. La misma constatación en Shuruppak.

Lo cual nos lleva a concluir que en distintos lugares de Mesopotamia, en diferentes épocas, hubo enormes inundaciones debidas al desbordamiento del Tigris y del Éufrates, por efecto de lluvias torrenciales.

Dichas inundaciones periódicas con sus terribles aluviones de destruccion y de muerte, forjaron en Oriente leyendas que hoy podemos encontrar en las viejas tabletas con escritura cuneiforme que la pa-ciencia de los arqueólogos se encarga de descifrar.

Uno de los relatos más antiguos que reflejan el espanto de estas periódicas catástrofes es la epopeya de Atra-Hasis, cuya copia más antigua conservada proviene del 1600 antes de Cristo, pero que es muchí-simo más antigua y está en relación con las tradiciones propias del templo de Eridu, cerca de la desembocadura del Éufrates. Se habla allí de la formación del hombre, a partir de arcilla mezclada con sangre de un dios degollado, con el fin de encargarle de las tareas que desagradaban a los seres divinos.

La humanidad así formada se entrega a su faena, especialmente en el culto, pero las ofrendas van acompañadas de redobles de tambor que hacen demasiado ruido. Entonces los dioses deciden aniquilar a la raza humana, para lo cual le envían varias plagas, la última de las cuales, que acabará con todo, será el diluvio universal.

Pero precisamente Atra-Hasis, protegido de la diosa Ea es advertido por ésta: "Hombre de Shuruppak, hijo de Ubar-Tutu, ¡Demuele tu casa, construye una nave! ¡Renuncia a las posesiones, busca la vida! ¡Desiste de bienes mundanales y mantén el alma viva! A bordo de la nave lleva la simiente de todas las cosas vivas. Una barca construirás, sus dimensiones habrás de medir"

Y Atra-Hasis la construye, entre las burlas de sus connacionales, la calafatea de betún y de asfalto y embarca allí a su familia, sus riquezas, provisiones y ejemplares de todas las especies animales. Cuando Ea le da la señal cierra la puerta.

"Al primer resplandor del alba, una nube negra se alzó del horizonte. En su interior Adad truena... Errugal arranca los postes; avanza Ninurta y deshace los diques....se vuelve en negrura lo que había sido luz. La tormenta del sur, sopla y sopla... Nadie ve a su prójimo; no puede reconocerse la gente desde el cielo. ...Los dioses se aterra-ron del diluvio, se agazaparon como perros acurrucados contra el muro exterior. Ishtar gritó como una mujer en sus dolores: 'los días antiguos se han trocado ¡ay! en lodo y arcilla' ". Y el antiguo relato, luego, continúa: "Al llegar el séptimo día, la tormenta del sur, cabalgadura del diluvio, amainó en la batalla... El mar se aquietó, la tempestad se apaciguó, el diluvio cesó. Miré: la calma se había establecido, pero toda la humanidad había vuelto a la arcilla. El paisaje era llano como un tejado chato. Me senté y lloré. Miré en busca de la costa y no la encontré: todo era mar ".

Finalmente el barco se detiene en el monte Nisir -el Ararat de Armenia-, pero Atra-Hasis aún espera siete días más:

"Al séptimo día, envié y solté una paloma. La paloma se fue, pero regresó: no había descansadero visible y volvió. Entonces envié y sol-té una golondrina. La golondrina se fue, pero regresó: no había descansadero visible y volvió. Después envié y solté un cuervo. El cuervo se va, come, se cierne, grazna y no regresa. Entonces dejé salir todo a los cuatro vientos y ofrecí un sacrificio.....Los dioses olieron el sabor, los dioses olieron el dulce sabor, los dioses se apiñaron como moscas en torno al sacrificio"

Cualquiera habrá notado en el relato las semejanzas con el también antiguo poema acádico de Gilgamesh, de principios del segundo milenio antes de Cristo, en su tableta oncena, en el episodio en donde se encuentra con Utnapishtim, que había logrado el privilegio de la inmortalidad después de salvarse de un colosal diluvio enviado por los dioses. Allí Utnapishtim hace un relato que responde punto por punto al de las lluvias torrenciales de Atra-Hasis. En otros lugares del actual Irak se han encontrado distintas versiones, asirias y babilónicas, con similar relación.

En un texto pretendidamente histórico del tiempo de la dinastía de Isin, hacia el año 1900 AC , aparece una lista de reyes y después un renglón que dice: "El diluvio tuvo lugar. Y después del diluvio, la realeza descendió del cielo. Y la realeza se estableció en Kish". Kish era precisamente la capital de la dinastía de Isin.

Es evidente pues, que, en la tradición mesopotámica, las periódicas inundaciones, algunas de las cuales habían alcanzado características catastróficas, habían hecho nacer la leyenda-mito de un cataclismo de dimensiones universales.

Pero no se piense que se trata solo de un mito local. En las Metamorfosis de Publio Ovidio Nasón, el gran poeta latino, se narra detalladamente un diluvio griego. En la literatura brahamánica, en sánscrito, aparece un diluvio indio, que tiene por héroe a Manu, el primer hombre. También en Egipto tenemos relatos semejantes; lo mismo que en Indonesia y en las islas del Pacífico.

Se trata pues de la huella literaria de una preocupación permanente del ser humano enfrentado a las catástrofes naturales: ciclones, inundaciones, terremotos, erupciones; representación del poder mortífero de la naturaleza sobre el hombre. Esa naturaleza que alcanza toda su terribilidad notablemente en estos cataclismos gigantescos, macroscópicos, pero que también termina imponiéndose trágicamente al hombre a nivel de lo microscópico, cuando bacterias o virus o simplemente células enloquecidas en desbordantes tumores provocan lo mismo nuestra desaparición, nuestro enfangamiento. El mito mesopotámico es una actualización acuática particular de esta inquietud universal ante la impotencia del hombre frente a la naturaleza que nos lleva a la muerte.

Es de esta fuente cercana de donde la sagrada Escritura extrae los dos relatos que trae respecto de Noé -el Atra-Hasis, Utnapishtim, bíblico- y su arca.

Pero, con el mismo mito, la biblia nos da un mensaje radicalmente distinto al de estas concepciones paganas. En aquellas, desde el poco claro fin de la creación del hombre, hecho para el servicio de las caprichosas divinidades confundidas con la naturaleza y crasamente antropomorfas, hasta el poco ético motivo de la descarga de calamidades sobre el hombre, todo deja el sabor amargo de un ser humano juego de poderes que lo superan totalmente y que no lo consideran y finalmente lo dejan librado a sus propias fuerzas y, últimamente, fuera cual fue-re su suerte en este mundo, destinado a la muerte.

En el relato bíblico, en cambio, las aguas diluviales juegan un papel mucho más primordial. Nuestro término diluvio quiere traducir la palabra hebrea ' mabul ' que es un término técnico para designar una parte del edificio universal: el océano celeste que, en la tradición bíblica, estaba sostenido por el raquía' , el firmamento, y era producto de la separación del abismo acuático primitivo. En esa concepción la tierra era un gran disco terrestre flotando sobre las aguas de abajo. Lo que hizo el diluvio, al abrirse las compuertas del firmamento fue unir otra vez las aguas de arriba con las de abajo, el retorno al caos. El agua del diluvio no es sino el agua primordial, el caos primitivo sobre el cual, en el poema de la creación, ha de aletear el espíritu de Dios para ordenarlo. El agua no es sino el símbolo de aquello que Dios domina con el poder de su palabra y transforma lentamente en tierra donde pueda vivir el hombre. Es un estadio primitivo desde el cual el poder divino lanza al universo hacia lo humano. Etapa inferior que de alguna manera, como rémora, como fuerza contraria a la creadora, amenaza con retrogradar al universo hacia el desorden. Sin embargo el poder divino lo domina con la pura magia de su palabra. Nada puede esa agua, ese caos contra el poder creador. Empero, una vez aparecido el hombre, su libertad le permite, en el pecado, contradecir la palabra divina y retrotraer al universo hacia el desorden.

Es lo que quiere afirmar la escritura en el relato del diluvio: es el pecado de la humanidad el que provoca precisamente la apertura de las compuertas con las cuales Dios había encerrado al caos, al agua. El pecado del hombre hace retornar el caos que contraría la dirección creadora de Dios.

El relato bíblico del diluvio lo que quiere afirmar es que de algún modo las calamidades naturales que insidian al hombre están fuera del verdadero propósito divino, asociadas de alguna manera al pecado del hombre y, en todo caso, en función de una última finalidad benéfica del Creador, que sabrá sacar bien del mal.

Por otra parte no es el caos el que termina triunfando: a pesar del pecado, en el relato de Noé, Dios confirma su alianza con el hombre y, como signo de la estabilidad fundamental del universo y su propósito de vida, hace surgir al arco iris. La palabra hebrea que se traduce como arco iris designa al arco del guerrero. A pesar del peca-do, Dios muestra ante el mundo su arco dado vuelta, colgado de la pared del horizonte, en son de paz.

De todos modos, mientras tanto, la salvación y la vida están ligadas al símbolo del arca que Noé construye. Lo curioso del relato es que Noé fabrica su barco de acuerdo con un plano que corresponde al de un santuario de tres pisos, como el templo de Salomón. En la epopeya de Atra-Hasis la barca era también a la manera de un santuario de forma cuadrada. Y, en la versión acádica clásica de Gilgamesh, se trata de un ziggurat de siete pisos. Estamos pues frente a algo más que el modelo de un barco antiguo; nos encontramos con el prototipo de un santuario, de un templo de la antigüedad. Aquí hay que decir que todo intento de buscar un arca de verdad, como a veces tenemos noticias que se hace alrededor del monte Ararat, es un disparate. Los 150 metros de largo del arca corresponden al templo de Salomón y no a ningún barco verdadero. Recién en el siglo XIX lograron construirse navíos de semejante porte. Los antiguos mitos expresan mediante la figura del arca-templo la antigua intuición de que solo en lo sagrado, en lo divino, el hombre es capaz de alcanzar la salvación.

Pero el optimismo del relato bíblico chocará siempre, en el AT, con la trágica experiencia de la muerte. El arca de Noé, la sonrisa de Dios en el arco iris, no son sino un breve paréntesis que ineluctable-mente terminan lo mismo en el triunfo del caos, del diluvio, de la muerte. El optimismo del antiguo Testamento choca contra la realidad de una naturaleza que siempre termina por devorar a sus hijos. En realidad parece más de acuerdo a la realidad de catástrofes terribles como la de Córdoba la existencia de fuerzas naturales caprichosas, azarosas, o demoníacas -como proponían los antiguos mitos mesopotámicos- que la del propósito benévolo de un Dios creador bueno y providente.

Y en verdad que es así. Porque en el antiguo testamento no hay respuesta, solo en Cristo y mediante el llamado de Dios a superar la naturaleza y alcanzar a lo divino podrán cumplirse el propósito crea-dor y el deseo profundo del hombre.

Solo desde la inyección de lo divino en la naturaleza, que se realiza en la encarnación del Verbo, el universo puede salir de las leyes naturales que lo condenan a la extinción y a la muerte. Pero la Navidad no es sino un comienzo, porque para que la naturaleza humana sea definitivamente rescatada tiene que ser transformada, elevada en la metamorfosis pascual que pasa inevitablemente por la cruz, por la muerte. Y así la misma muerte, el mismo caos que termina con lo pecaminoso, con lo puramente humano, se transforma en instrumento de la definitiva salvación del hombre, de su traspaso a lo divino, a lo permanente. Por eso Cristo tendrá que aceptar retornar al caos de la muerte, para poder ser recreado en la Resurrección que será su definitivo nacimiento, su glorificación.

Ese es el significado de la escena del evangelio de hoy, del bautismo de Jesús en el Jordán.

Cristo en su bautismo preanuncia su muerte, declara la aceptación de esa muerte. El agua del Jordán -que también tuvo que atravesar con Josué el pueblo de Dios para introducirse a la tierra prometida- es el mabul , el agua primordial, el caos primitivo, la muerte a lo anterior, a lo precario, que hay que aceptar para renacer a la vida superior.

En recuerdo de nuestro propio bautismo hemos sido rociados con agua bendita al comienzo de esta santa Misa. También nosotros un día hemos sido anegados en nuestra naturaleza mortal con el agua caótica de la pila bautismal. Ella ha sido el símbolo de la muerte a lo pura-mente humano, a lo pecaminoso, pero al mismo tiempo ha sido símbolo eficaz del paso, la pascua, a la vida divina. Esa agua, como al comienzo de la biblia, en el poema de la creación, marca el comienzo de nuestra verdadera creación. Es agua como la que en el diluvio suprimió al pecado y nos hizo renacer a una alianza nueva, con el arco de Dios colgando inerme anunciando el perdón y la misericordia. Es el agua del Mar Rojo y el agua del Jordán que los judíos tuvieron que atravesar, renunciando al pasado y abriéndose a la libertad y a los bienes auténticos de la tierra prometida. Es el agua que Jesús toca hoy con su cuerpo sagrado, para convertirla finalmente en el instrumento de nuestra verdadera salvación.

Terminamos este tiempo de navidad y epifanía, renovando el compromiso, implícito en nuestro bautismo, de vivir en la libertad y la abundancia del reino, de la vida de la gracia, muriendo a la afirmación egoísta de nosotros mismos que lleva a la muerte, y firmemente confiados en el arca de salvación que, sólida barca, maneja Noé, Atra-Hasis, Utanpishtim, Pedro.

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