Sermones del bautismo del seÑor
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1997. Ciclo B

EL BAUTISMO DEL SEÑOR  
(GEP; 1997)

Lectura del santo Evangelio según san Marcos 1, 6-11
Juan llevaba un vestido de pie de camello; y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Y proclamaba: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco»

SERMÓN

Para el porteño el agua, amén de sus características aprendidas en la escuela -inodora, incolora, e insípida- apenas sirve para lavarse o bañarse cuando sale de las canillas, o sumergirse en ella cuando llena las piletas de los clubes o de los countrys, o jugar con ella, movediza y iodada, en las diversas playas de América donde nos dispersamos en verano.

De tomarla ni hablar, su insipidez -transformada en gusto a cloro gracias a los enérgicos tratamientos de Aguas Argentinas- y la asociación, forzada por la propaganda, entre sed y Coca Cola, hacen que la vieja jarra de cuando yo era chico ocupe inútil un lugar al fondo del aparador de donde ya nunca sale.

Vinculamos pues agua y limpieza, cuanto mucho frescura. Así, hablar del agua del bautismo inmediatamente nos lleva a pensarlo como un lavado metafórico de nuestro interior. 'La mancha del pecado', decimos; 'me siento sucio, Padre'; 'impureza'. Primitivas formas de expresar que algo no va bien adentro nuestro, que nos apartamos de nuestros ideales, de nuestro concepto de bien. Ricoeur, el filósofo francés, ha estudiado inteligentemente esta antiquísima manera de expresión y sus asociaciones freudianas.

Para el hombre de campo, en cambio, el concepto de agua posee resonancias más ricas. Baste pensar en estos últimos años, que el agua se hizo desear y cayó a destiempo sobre trigos, maíces y girasoles; cuando faltó durante meses y anegó luego en minutos. Agreguemos la sed junto a la manga los días de vacunación o de yerra; el agua fresca que se toma largamente en medio del trabajo o al volver a las casas terminada la faena. De ahí que en el campo el agua tiene más que ver con la fecundidad, con la fertilidad, con el reponer fuerzas y apagar sedes y, por lo tanto, con la vida, que con la limpieza o la pureza.

Ahora el agua del bautismo adquiere un sentido más profundo: no solo es el agua que lava las manchas del pecado, sino la que renueva, la que nos da vitalidad, nuevo vigor, salud brío, lozanía. 'Nos infunde la gracia', decimos.

Pero para el antiguo -el ambiente donde se escribió el antiguo y nuevo testamento- el agua tenía significados mucho más ricos y mitológicos: el agua no era el H2 O de nuestra química elemental, era una divinidad primitiva que acumulaba su enorme cuerpo fluido, ondulado y omnipresente, tanto en la olla de los océanos, como en las profundidades de la tierra, como sobre las compuertas del firmamento, de donde abiertas podía derramarse sobre el hombre, en diluvio, para ahogarlo. Dulce era benigna, pero salada era mortífera y, donde alcanzaba su poder, secaba plantas y salinizaba las tierras. En Oriente, en Mesopotamia, el reflujo de las mareas del Golfo Pérsico en los deltas del Tigris y del Eufrates esterilizaba esas islas limosas; recién cuando corriente arriba el agua se tornaba plenamente dulce las costas se volvían verdes y los campos podían ser regados. Por eso la cultura sumeria y acádica, vecinos de Israel, gestora de los grandes mitos que Israel aprovecha, consideraba al agua salada como una diosa malvada y mortífera, Tiamat, opuesta a Apsu, diosa benéfica, el agua dulce. En los orígenes mezcladas, indiferenciadas, al comienzo del mundo se habían separado para permitir la vida. Tiamat había engendrado a Apsu. Pero lo mismo, siempre, Tiamat estaba allí, amenazadora, insidiando a hombres y animales con sus fauces espumosas, dadora de muerte. Algo de eso era Yammu el mar para los fenicios, o Poseidón para los griegos o Neptuno para los romanos, divinidades perversas. Y sin embargo era de Tiamat de donde había salido Apsu, y de Yammu Ishtar y de Poseidón Afrodita y de Neptuno Venus, diosas madres de la vida. El hombre primitivo tenía la oscura intuición que de la muerte podía surgir la vida.

Muy corregido y desmitologizado el poema de la creación del Génesis algo de eso nos dice cuando se habla de que, "al comienzo era el abismo, las aguas" y que el Espíritu de Dios aleteaba sobre él. Y el término hebreo para designar ese abismo, tehom, -dicen los escrituristas- tiene la misma etimología de Tiamat, la divinidad de muerte y sequía de los sumerios. Porque también en la mentalidad bíblica, muy cercana al mito, las aguas son mucho más que el H2 O y la que sale de las canillas: es personificación de la muerte, del caos de donde todo surge y a donde todo vuelve; pero en el optimismo a toda prueba de la Biblia : muerte, caos, que da la vida.

Y tampoco es agua de la canilla ni el agua del diluvio, ni el agua del mar Rojo, ni el agua del Jordán. Todo, en la Escritura , tiene resonancia simbólica, mítica, poética.

De allí el tercer significado que para el NT tiene el bautismo. Cuando nosotros, buenos cristianos que somos, oímos la palabra bautismo inmediatamente pensamos en la bulliciosa ceremonia de un bebe a quien tiran unas gotas de agua en la frente, en brazos de la madrina. Pero hay que saber que ése no es el significado original del término tal cual se usa en el evangelio. Baptizo en griego es un intensivo del verbo griego bapto que significa sumergir, hundir. Baptizo sería hundir violentamente: es lo que hace la flota griega con la persa en Salamina: la manda a pique, la destruye, desmantela, devasta, extermina, arrasa y los textos dicen: la bautiza , dicen los textos... Y así andando, en griego, el verbo bautizar termina por significar, más allá de sus significados náuticos, aniquilar, matar, extinguir, asolar, acabar.

Por eso cuando Jesús dice " con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡que angustia tengo hasta que eso no se cumpla !", está hablando explícitamente de su muerte, de su sumergirse en el abismo, los infiernos, el tehom, el Tiamat del viernes santo; lo mismo que cuando pregunta a los discípulos " ¿podéis recibir el bautismo que yo recibiré ?"

Y así como -según el Génesis- el tehom, el abismo, engendra, por el espíritu que sobre el aletea, a toda la creación, así es ese bautismo de su muerte pascual, su descenso al abismo, a los infiernos, el que lo hará renacer a la vida plena de Resucitado, de Señor de los nuevos cielos y la nueva tierra. Es a través de su morir en la cruz, como la humanidad de Jesús accederá a sentarse a la derecha del Padre, nacerá a la vida definitiva del cielo, pasará de lo humano, de lo biológico, a lo sobrenatural, a lo trinitario, a lo definitivo.

De allí que, en realidad, también para el cristiano, el bautismo real será el bautismo de su muerte, pero no como terminar de la vida, sino como vida ofrendada a Dios, hecha sacrifico, hostia, oblación, a la manera de Cristo en la cruz y, por eso mismo, resucitada. De ahí que el bautismo más típico, el primer analogado, no es el que en el catecismo llamamos 'bautismo de agua', sino el 'bautismo de sangre' de los mártires. Porque allí sí, en el martirio, la fe consuma en entrega hasta la muerte, la actitud de darse a Dios que es la esencia del vivir hermanado a Cristo.

El bautismo de agua es el gesto simbólico y eficaz mediante el cual, en la inmersión del agua, anticipamos, preanunciamos y preaceptamos, nuestra propia muerte, no como el estertor final de una fisiología que caduca y fenece exhausta, sino como un acto de oferta, de ofrenda de uno mismo, de consagración total de la vida a Dios. El bautizado vive para Dios, morirá para Dios y, por eso, resucitará, ya que nada de lo que es de Dios perecerá.

Ese es el sentido de la escena evangélica que Marcos hoy nos pinta en el evangelio: el Jordán no es solo el accidente geográfico, la falla que divide en dos a Palestina y que aparece en nuestros Atlas, ni un lugar de baños turísticos; es el diluvio, el Mar Rojo, el tehom, Tiamat, en el cual se sumerge y aniquila Cristo para renacer como Hijo de Dios con el Espíritu Santo aleteando sobre Él. Por esa misma muerte prometida dice Marcos que los cielos se abrieron, quedaron francas las puertas a la verdadera vida y se oyó una voz que decía "Tu eres mi Hijo muy querido".

Es lógico pues que el tiempo de Navidad se cierre -termina hoy- con esta fiesta del bautismo de Jesús. Porque aquí, hoy, meditamos y festejamos los frutos de la encarnación, de la Navidad , en última instancia de la Pascua , que se nos acercan a nosotros precisamente mediante el rito bautismal, nuestro bautismo. Ese rito por medio del cual también nosotros un día fuimos hundidos en el Jordán y, lavados y renovados, muriendo a lo puramente humano, fuimos consagrados a Dios por nuestros padres y padrinos, para que nuestra vida fuera una constante regalo a Él y a nuestros hermanos y así se transformara en vida santa, divina. Porque en la pila bautismal, mientras se abría el cielo para nosotros y el Espíritu santo revoloteaba sobre el agua y sobre los presentes, también a cada uno se nos dijo -adoptándonos a la vida de Dios, a la aristocracia del cielo, a la alcurnia de los hermanos de Cristo-: "Tu eres mi hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección"

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