Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


2001 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
(GEP 17-06-01)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 11b-17
En aquel tiempo: Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la multitud, para que vayan a descansar y a buscar comida en los pueblos de los alrededores, porque aquí donde estamos no hay nada» «Dadles de comer vosotros mismos» les respondió Jesús. Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados; para dar de comer a toda esta gente, tendríamos que ir nosotros a buscar alimentos». Los que estaban allí eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo: «Hacedlos sentar en grupos de cincuenta» Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.

SERMÓN

            La segunda lectura, un extracto de Pablo a los Corintios (I Cor 11, 23-26), nos enfrenta al más antiguo de los textos litúrgicos utilizados para celebrar la Misa que ha llegado hasta nosotros. Data aproximadamente del año 56 y es, por lo tanto, varios decenios anterior a las liturgias que nos traen Marcos, Lucas y Mateo. Se trata por consiguiente del ritual más próximo a la institución de la Eucaristía por Nuestro Señor Jesús el 7 de Abril del año 30.

            Nuestro propio canon romano sigue una tradición que no ha recogido ningún evangelista ni autor del nuevo testamento pero que, muy probablemente, se remonte también a una gran antigüedad: fines del siglo primero. Las pequeñas variantes que encontramos en los relatos reflejan, pues, la distinta manera de celebrar la misa en los lugares y épocas en que se escribieron los respectivos escritos que han llegado a nosotros.

            Es una lástima que, en la selección del texto de hoy, por ceñirse exclusivamente a las palabras de la liturgia de Antioquía que reproduce Pablo, se omita al menos el versículo inmediatamente posterior que, ahora si, viene del pensamiento del Apóstol -no del rito-, y nos muestra en qué sentido fuerte interpretaba las palabras de la consagración. Ese versículo -el 27-, afirma, con vehemencia: "Por tanto, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor". Más allá de la interpretación que pueda hacer un exégeta de las mismas palabras de la consagración, la enseñanza de Pablo, en este versículo omitido, es firmísima respecto a la presencia realísima, objetiva del Señor en la Eucaristía. De allí su alarma y su admonición frente a la manera desaprensiva, 'light', como algunos de los cristianos de Corinto se acercaban a la comunión. Parece estar diciendo: no se trata solo de un símbolo, de un acto de homenaje, de un ritual puramente conmemorativo, de un 'cocktail party' entre camaradas, que pudiera festejarse a la manera de cualquier reunión humana, sin consecuencias para la vida ni actitudes serias en la comunión misma, es el memorial expreso, la actualización, en vivo y en directo, de la muerte sacrificial de Cristo, de su Resurrección y de su majestuosa Presencia entre nosotros.

            Ya en el medioevo -con Ratramno en el siglo IX, Berengario de Tours en el XI-, se había intentado tergiversar los textos sagrados y sostener una mera presencia simbólica del Señor en el pan y el vino, los cuales, cuanto mucho, ayudaban a la comunión 'espiritual' del creyente con Jesús, pero de ninguna manera la realizaban. Vigorosamente habían reaccionado teólogos como Pascasio Radaberto y luego Lanfranco y Guitmundo de Aversa, siendo apoyados por varios sínodos de obispos. Es en esa época cuando, apelando a términos filosóficos, se habla de cambio de 'substancia'. El IV Concilio de Letrán, en 1215, definió esta doctrina utilizando el término técnico 'transubstanciación'.

            Claro que el término de substancia no hay que entenderlo en su significado moderno: la composición física de una cosa, como cuando preguntamos "¿de qué substancia esta hecho esto?" -sobre todo cuando cocina la suegra-, sino en el sentido filosófico de 'ser profundo'. Si, por ejemplo, le preguntamos a un biólogo de qué substancia o substancias está hecho el hombre nos contestará de inmediato: de carbono, de agua, de calcio, de potasio etc. Y un microscopio o análisis químico no encontraría en nosotros más que eso. Pero cuando en filosofía preguntamos cuál es la substancia o la esencia del hombre, estamos preguntando algo más. A través de todos esos átomos y moléculas de los cuales estamos compuestos nuestros amigos son capaces de conocer nuestras 'personas', es decir nuestra 'substancia' en el sentido filosófico. Eso no lo encuentra el microscopio ni la radiografía, sino el entendimiento de quien desea conocerme. A los colores, formas, estructura atómica, movimientos, aspecto, olores de mi ser, los filósofos, en el lenguaje que utiliza la Iglesia, los llama 'accidentes' (no como 'accidente de tren', sino como lo que 'accede' o 'hace acceder' a la substancia). La substancia, en cambio, es el ser profundo que, mediante los 'accidentes', se manifiesta y actúa. Tampoco el microscopio notará cambio alguno en el pan y el vino consagrados: encontrará allí, harina, sal, agua, almidón, tanino. Sin embargo, realísimamente, su substancia, su ser profundo, después de la consagración, ha dejado de ser pan, para transformarse en la humanidad, más aún, en la persona de Jesús, 'cuerpo, sangre, alma y divinidad', como decía nuestro viejo catecismo. Así, pues, no solo los accidentes del pan y del vino significan a la Substancia, el Ser de Jesús, sino que La hacen presente, indican Su presencia real, y Ésta es capaz de actuar eficazmente mediante esos accidentes en donde Jesús 'es'.

            El protestantismo volvió, en el siglo XVI, a poner en duda estas verdades. No Lutero, estrictamente, que, contra Zwinglio, defendió apasionadamente la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo, aunque, por una mala filosofía, no aceptaba la distinción entre 'substancia' y 'accidente' y pensaba la presencia como una especie de unión entre el pan y el vino y el cuerpo y la sangre ubicuos de Cristo, por la fuerza milagrosa de la palabra, de modo análogo a como lo humano de Cristo se une a lo divino en la encarnación. Una 'impanación', se dirá luego. La verdad es que la explicación de Lutero era incorrecta, pero al menos aceptaba el realismo eucarístico. Por lo menos durante la consagración y la comunión, ya que esta presencia -según él-, luego desapareciera y por eso había que suprimir -decía-, sagrarios, procesiones y adoraciones eucarísticas.

            Zwinglio, en cambio, el famoso protestante suizo establecido en Zürich, a partir de 1524 había comenzado otra vez a afirmar lo puramente simbólico de la Eucaristía. "El cuerpo de Cristo está en el cielo", sostenía, no puede entonces hacerse presente 'real y esencialmente' en el pan y el vino, ni podría ser alimento, como cuerpo material que es, del espíritu. De tal modo que así como izar la bandera el 20 de Junio exalta nuestro fervor patriótico, así la Eucaristía, por la fe, en la teoría de Zwinglio, alimentaría nuestro espíritu. 'Credere est edere', decía en latín: 'comer es creer'.

            Igual que Zwinglio pensará la mayoría de los protestantes hasta nuestros días. También Calvino afirmará que el pan y el vino son solo signos rememorativos y toda la celebración es solamente figura y símbolo de la unión de Cristo con los fieles.

            Esto lo volvía loco a Lutero que, con su fogosidad habitual, se desató en improperios contra éstos -al comienzo-, partidarios suyos. En realidad tiene páginas bellísimas sobre la Eucaristía. Curioso cómo Lutero, cuando la verdad está en algún modo de su lado, combate siempre de forma incomparable, y lo que en esos escritos exponía merecería aún ser tenido en cuenta por los católicos, sobre todo en nuestros días.

            Pero Lutero no podía dar respuesta plena a los argumentos de sus compañeros porque su filosofía de base ya estaba fallada. Él compartía el pensamiento de muchos de los filósofos de su época de que el interior de la realidad era inasible a la inteligencia humana, solo podemos conocer las apariencias y estas apariencias las interpreta cada uno como quiere. De allí le vendrá que cada cual es dueño de interpretar la Sagrada Escritura como se le antoje, inspirado supuestamente por el Espíritu (?) -¡identificado con su propio yo!-. En realidad Lutero forzaba a sus partidarios a interpretar que las apariencias del pan estaban unidas realmente a Cristo; pero eso surgía más de la seguridad y autosugestión de cada uno, confundida por Lutero con la fe, que de la realidad misma del pan y el vino consagrados.

            Más coherentes con aquellos principios filosóficos subjetivos eran Zwinglio, Calvino y el resto de los protestantes, que el mismo pobre Lutero.

            La Eucaristía no era para ellos más que la 'ocasión' para que el fiel, llevado por su propia devoción, sentimientos y autosugestiones sacara de si mismo los beneficios que se suponía suscitaba el sacramento. No de lo que veía o comía, no de lo que estaba frente a él, sino de su propia fe humana, de su corazoncito.

            Con esto el protestantismo no solo destrozará la realidad eucarística, sino, a la larga, toda realidad. Cuando el protestantismo, del plano de lo religioso pase al terreno de lo filosófico, sostendrá, con toda la filosofía moderna descendiente de Lutero, que la realidad no interesa para la verdad. La verdad no es que lo que yo piense coincida con lo que las cosas son, sino solo lo que yo pienso de ellas. Hay tantas verdades como opiniones humanas: para vos ésa es la verdad, para mí aquella, para ése aquella otra... Yo tengo mi verdad, vos tenés la tuya..., los dos contentos... Al fin y al cabo lo importante es lo que yo pienso, o mejor, ya que para el protestantismos la razón es incapaz de llegar a la verdad, lo que yo 'siento'.

            Ahora bien, díganle eso Vds. a un científico, a cualquiera que trabaje con seriedad investigando las cosas, a un ejecutivo que tiene que manejar una empresa -díganle que la verdad es lo que uno 'siente' y que de acuerdo a ello tiene que actuar y no de acuerdo a números, e investigaciones precisas de la realidad, o del mercado-, y se les matará de risa en la cara. En religión, en cambio, pareciera que existe un consenso general de que lo importante es el 'sentir', no la verdad... Lo mismo que en política. Y aún en economía: vean lo que le pasó a López Murphy por intentar decir la verdad... ¡Y así nos va!, porque la realidad, tarde o temprano, finalmente se impone sobre nuestras ignorancias, necios sentimentalismos y opiniones. Al FMI y a los inversores les importa un ardite el sentir o la opinión de Moyano o Daer o Farinello, sino lo que las cosas son.

            Pero el problema en lo religioso es más grave aún. Si es mi opinión, mi acto de fe, mi sentir, mi convicción, es lo que me salva, prescindiendo de la verdad objetiva, en el fondo no es 'Dios' fuera de mi quien actúa sino 'yo mismo'. Eso lo piensan los budistas, los panteístas, lo hindúes, los new age, los autoayudistas y, en el fondo, fíjense bien, los protestantes: ahora es mi acto de fe el que me salva, no Cristo. Ya Pablo reprochaba a los fariseos que fueran ellos los que pretendían salvarse por medio de sus obras, de su cumplimiento de la ley, y no por la gracia de Cristo.

            En estas posiciones, finalmente, se evacua lo divino y se confunde e identifica con lo meramente humano. Es el hombre, mediante sus actos interiores o exteriores, el que se salva, el que es capaz de llegar a lo divino. Lo divino es lo humano: ya no hay diferencia entre los sagrado y lo profano, entre el cielo y la tierra, entre mi yo y el Espíritu.

            De allí que, al defender la objetividad de la presencia de Cristo en la Eucaristía, se está defendiendo mucho más que el sacramento. Allí también se está tratando de salvaguardar la trascendencia absoluta de lo divino con respecto a lo humano, de lo sobrenatural respecto a lo natural, de la gracia respecto a lo que podemos obtener mediante nuestras fuerzas. (Añadamos que, aún desde el aspecto puramente natural, también, al defender el realismo de la Eucaristía, indirectamente se está tutelando la dignidad del hombre, al afirmar que su inteligencia es capaz de alcanzar la realidad y, por lo tanto, de acceder a la verdad.)

            Pero de todos estos errores surgen para la Iglesia multitud de nefastas consecuencias. Si el Señor no está verdaderamente presente en la Eucaristía, lo que importará será solo la comunidad, los sentimientos que a fuerza de guitarra y bombo, de histerias colectivas motivadas por pastores 'showmen' se suscitan en el público, y que, ya no los feligreses, sino los partidarios, los adeptos, salgan divertidos, excitados, exaltados de estas reuniones... El silencio, la contemplación de la realidad, el encuentro objetivo con Cristo, pierden significado. Si no he logrado mover mi sentimentalismo, mi pseudofervor, mi euforia, mi participación en la Misa me parecerá vana, inoperante.

            ¡Qué distinto si el asunto no consiste en sentir o no sentir la Misa o la comunión, sino saber -con fe ilustrada, no con fe sentimental, que no es fe-, que bajo el aparecer de la blancura del pan y los reflejos rojos del vino y sus sabores, está realmente, 'es', el Señor Jesús, nuestro Redentor, el Señor de cielos y de tierra, el Rey del universo! ¡Qué otras actitudes, a pesar de nuestros cansancios o tedios o faltas de sentimiento!

            Por eso lo importante de los signos exteriores de respeto y adoración que hemos de guardar en la comunión o frente al sagrario o al entrar en un templo donde, iluminado, resplandece el sagrario o titila la llama que anuncia Su presencia. ¿Cómo comportarnos allí como en una sala de baile, de teatro, de café concert, de football, de pista de patinaje para los chicos?

            Y, si medito en la presencia real, cuando sé realmente de la Majestad de Su presencia en la Eucaristía, ¿cómo no pensar inmediatamente en la transformación moral que debo cumplir en mi mismo para entrar en comunión con Cristo, tal cual lo enseñaba Pablo?

            La festividad de Corpus Christi, nacida en la época de las disputas de Berengario y del IV Concilio de Letrán, no quiere dejar dudas al respecto. Más allá de la conmemoración de la institución de la Eucaristía el Jueves Santo, hoy la Iglesia quiere reafirmar la presencia real del Señor durante y después de la Misa en las apariencias del vino y del pan. La solemne adoración del Cuerpo de Cristo en cualquier procesión o exposición del Santísimo hace absolutamente imposible confundir las acciones internas del espíritu humano, lo que siento, lo que opino, con el Cristo verdadero. Por la forma misma de la fiesta -la custodia presidiendo la multitud, la consagración como el momento culminante de la Misa, la adoración muda, los cantos sagrados, las actitudes no profanas-, la Eucaristía aparece como 'fuera' del hombre, como 'viniendo' a nosotros, no como 'saliendo' de nosotros, de nuestro acto de fe, de nuestro sentir...

            Y porque nuestro sentir no siempre coincide con lo que las cosas son ni con lo que debemos hacer, hemos de obligarnos a tomar las actitudes propias de lo que sabemos objetivamente, no las de nuestro subjetivo sentir. Tanto más en la Eucaristía cuando lo que sentimos está a millones de años luz de lo que sabemos: 'sentimos' gusto a pan, sabor a vino y, a pesar de ello, 'sabemos' que allí está el Señor Jesús.

            Aquí el sentimiento no alcanza, tampoco estrictamente lo que yo opino, sino lo que Jesús es realmente bajo su aparecer de vino y de pan. De acuerdo a ello debo estar, comportarme, vestirme, moverme, frente a Él y cuando lo recibo, y ser coherente con mi vida una vez que he entrado en verdadera y real comunión con Él.

            Como canta Santo Tomás de Aquino: 'Tantum ergo sacramentum veneremur cernui' -'Adoremos de rodillas tan augusto sacramento'-... 'praestet fides supleméntum sensuum defectui' -'la fe supla la incapacidad de nuestros sentidos'-.

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