Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento


1971 - Ciclo C

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 9, 11b-17
En aquel tiempo: Jesús habló a la multitud acerca del Reino de Dios y devolvió la salud a los que tenían necesidad de ser sanados. Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le dijeron: «Despide a la multitud, para que vayan a descansar y a buscar comida en los pueblos de los alrededores, porque aquí donde estamos no hay nada» «Dadles de comer vosotros mismos» les respondió Jesús. Pero ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados; para dar de comer a toda esta gente, tendríamos que ir nosotros a buscar alimentos». Los que estaban allí eran alrededor de cinco mil hombres. Entonces Jesús les dijo: «Hacedlos sentar en grupos de cincuenta» Y ellos hicieron sentar a todos. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que se los sirviera a la multitud. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.

SERMÓN

En el siglo VIII, hace ya mil doscientos años, a uno de los emperadores de Constantinopla, León III el Isaúrico , valiente militar que había logrado detener en su ya disminuido imperio el avance islámico y más tarde, su hijo y sucesor de curioso nombre, Constantino V Coprónimo (1), se le ocurrió -instigado por judíos y musulmanes- metiéndose en asuntos eclesiásticos –como por otra parte era costumbre en la Iglesia de Oriente- prohibir a los cristianos el culto a las imágenes. Como en aquellos tiempos una prohibición era un prohibición -no como las nuestras que nadie cumple –“prohibido pisar el césped”, “prohibido cruzar con semáforo rojo”, “prohibido escupir en la acera”, “prohibido entrar al templo indecentemente vestidos”- los cristianos que quisieron ser fieles a su fe y continuar rindiendo culto a las imágenes tuvieron que pagar con su sangre el derecho al pataleo. Y tanto León III como Constantino Coprónimo a pesar de su valor militar y sus buenas intenciones tienen el dudoso privilegio de haber sido los promotores de varios millares de mártires.

Moneda bizantina: León III y, al anverso, Constantino jovencito.

Si Vds. recuerdan, esta herejía imperial se llamo “iconoclastia” -palabra griega que significa “romper imágenes”-. Consecuencia de esta herejía fue no sólo la muerte de miles de cristianos, sino también la desaparición de infinidad de maravillosas obras de arte, destruidas por la furia e ignorancia de los iconoclastas. Tanto es así que, en Oriente, prácticamente no se conservan restos de arte cristiano anterior al 900, mientras que las iglesias y museos de Occidente están repletos de ellos.

Cuando la herejía protestante se abatió sobre Europa e inició la corrupción de Occidente, en el s. XVI, recogió nuevamente las banderas iconoclastas y pretendió también terminar con las imágenes, dejando iglesias y catedrales frías y vacías, sin más adorno en el centro que el desnudo altar.

La iconoclastia parece ser una tentación difícil de extirpar. Incluso entre nosotros, en este revuelo suscitado tras el Vaticano II y donde se mezclan algunas cosas buenas y tantas funestas, parecería que hay algunos que quisieran resucitar la vieja herejía: iglesias sin imágenes, sin cuadros, sin colores, parecidas a las severas, tristes y gélidas capillas luteranas. Da grima ver en ciertas regiones de Europa –donde el fermento reformista aparece más virulento, la destrucción sistemática de antiguos altares, el remate de imágenes venerables, los negocios de antigüedades repletos de mercadería proveniente de los templos católicos desmantelados.

En el fondo, detrás de toda iconoclasia -antigua y moderna- hay una falsa concepción del hombre. Se sobrevalora lo racional, lo puramente espiritual, y se olvida que el hombre no es solamente espíritu, no es solo un ser que piensa fríamente, sino que tiene un cuerpo, un corazón sensible, ojos para mirar, manos para tocar y acariciar. El hombre es parecido a los ángeles porque tiene alma racional; pero también es parecido a los seres animales, porque tiene cuerpo. Animal racional, microcosmos, unidad substancial de alma y cuerpo.

Por ello la Iglesia siempre ha defendido la dignidad del cuerpo. El cuerpo es parte inseparable de ese hombre que Dios ha redimido con su sangre. No solamente el espíritu sino también el cuerpo resucitará un día para la felicidad que no termina.

Por eso, el hombre no puede alabar a Dios, amarlo y amar a sus hermanos, solamente con su alma. Necesita de su cuerpo: ponerse de rodillas; alzar sus brazos hacia el cielo; cantar a Dios con la voz que vibra en sus cuerdas vocales; hablarle en el suspirar de sus labios entreabiertos; llenar sus oídos con la música sagrada y la predicación; conmoverse ante la belleza de las imágenes, el esplendor de la liturgia, el brillo de los cálices y los ornamentos, el tamaño de las iglesias.

Dios sabe todo esto. Él, nuestro creador, nos conoce mucho mejor que los teólogos de escritorio o los reformadores de pacotilla. Y por eso, no se conformó con hablarnos desde su lejano castillo de los cielos ni en la desolación antártica del espíritu silente, sino que se hizo sonrisa en los labios de un hombre, apretón de manos humanas, lágrima en sus ojos, corazón que late, voz que enseña, pies y manos crucificados.

Dios no es el trueno que retumba en el espacio, ni un punto inalcanzable que brilla entre las estrellas. Es nuestro hermano, Jesús. Hermano que responde de cerca en su mirada pura; hermano que abraza; hermano que llora, que ríe, que consuela.

Dios no es el rey del trono lejano, ni el legislador iracundo que obliga y condena. Es nuestro amigo, Jesús, que enseña y aconseja. Es el amigo íntimo, a quien seguimos e imitamos.

Nos habla en el evangelio; nos sugiere al oído en nuestras horas más difíciles; nos empuja en el ejemplo de sus santos; nos mira a los ojos en las imágenes de las iglesias.

Claro, como es tan hombre como nosotros, no pudo permanecer así para siempre acompañándonos en su vida mortal: murió, resucitó, subió a los cielos, vive para siempre en un ámbito al cual todavía no pueden alcanzar nuestros ojos y oídos y sentidos. Pero lo mismo insistió en quedarse de alguna manera visiblemente, tangiblemente con sus hermanos y amigos. En forma de pan, en forma de trigo, en forma de hostia.

Y aquí está, entre nosotros, y lo tocamos con nuestros dedos de hombres, lo miramos con nuestros ojos tristes o alegres, lo besamos con nuestros labios de carne.

¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar!

1-Este apodo le fue puesto por sus enemigos ya que corrían la especie de que, durante su bautismo, habría hecho sus necesidades en la pila bautismal.

Menú