Sermones de Corpus Christi
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1972 - Ciclo A

SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
1-VI-72

Lectura del santo Evangelio según san Juan 6, 51-58
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo". Los judíos discutían entre sí, diciendo: ¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?" Jesús les respondió: "Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida, y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente".

SERMÓN

Se conserva una carta, escrita hacia el año 400, en donde un amigo de San Agustín –un tal Jenaro - le cuenta cómo, en sus viajes a través del mundo cristiano, ha observado diversas costumbres respecto a la frecuencia en la recepción de la eucaristía. “En algunas partes –cuenta- veo que comulgan todos los días” (y, aunque Jenaro no lo sabía, hasta había lugares, como Alejandría, en donde se comulgaba varias veces al día), “en otras, en cambio –continúa- veo que se comulga solo para las grandes fiestas”. El buen Jenaro se muestra desconcertado y pide a Agustín que le dé su opinión al respecto.

Y es verdad que la respuesta de Agustín puede interesarnos también a nosotros. Porque ¿no es cierto que, cualquiera que ya lleve unas decenas de años de vida, podría desconcertarse ante estas inmensas colas que se forman por el centro de nuestras naves en el momento de la comunión y que se acercan ufanamente a comulgar, sobre todo, comparándolas con el magro número que, en años no tan lejanos, se atrevían esporádicamente a hacerlo?

¡Y con cuántas precauciones y preparativos! ¿Recuerdan los mayores esos largos ayunos previos? ¿Quién se animaba a hacer la comunión sin haberse confesado antes? ¡Con qué recogimiento se acercaban entonces al comulgatorio! ¡Cuántos minutos de silencio y acción de gracias después de haber recibido, de rodillas, el Cuerpo del Señor!

¡Ahora, en cambio…! Y no estoy juzgando. No se si peor o mejor, pero ¡qué distinto!: apenas una hora de ayuno, confesiones de tanto en tanto, comunión de pié, cantando inmediatamente antes y después, nada de acción de gracias.

¡Cuando uno piensa que Santa Catalina de Siena, que comulgaba una vez por semana, gastaba tres días en prepararse para ello y tres para agradecerlo!

San Agustín, que era un hombre sumamente inteligente y ponderado, a la pregunta de Jenaro responde así: “Jenaro, no te escandalices: las dos cosas están bien, porque ninguna va ni contra la fe ni contra las buenas costumbres. Unos –continúa- te dirán que no debe recibirse cotidianamente la Eucaristía, y darán como razón el que hay que prepararse convenientemente para acercarse con extrema dignidad a tan grande sacramento; otros en cambio –prosigue- afirmarán que, tan débiles somos, que necesitamos cotidianamente de la medicina que el Señor nos ofrece en su Cuerpo”. “Uno, para honrarlo –sigue Agustín- no se atreve a comulgar cotidianamente; y el otro, para honrarlo también, no se atreve a pasarse ningún día sin él

No seré yo, pues, quien critique una u otra posición. Y ¿quién podrá no alegrarse de que la gente se acerque frecuentemente –aún cotidianamente- a la mesa de Señor y en tan grande número?

Pero ¿quién no sabe también de los peligros de la costumbre? Y ¿qué será mejor? ¿comuniones frecuentes pero distraídas, precipitadas, inconsecuentes? ¿O una bien hecha, preparada, meditada, agradecida, hermanada a una vida auténticamente cristiana?

Porque vean, la comunión no es como una píldora farmacéutica o una inyección que, tomada, aún en sueños, produce infaliblemente sus efectos a través de ciegos mecanismos fisiológicos. La eucaristía solicita, para ser fructuosa, una actitud consciente, de fe, de atención, de diálogo con el Señor que llega a nuestras almas. Lo que importa de las comuniones no es su número -como la cantidad de gramos de aspirina- sino su calidad.

Por eso, enhorabuena quienes, en las debidas condiciones, comulgan frecuentemente, si es posible todos los días. Pero ¡cuidado con los que, sin estar comprometidos en serio con su vida cristiana, o sin debido arrepentimiento y propósito de enmienda en las faltas menores y confesión sacramental en las graves, o sin confesarse frecuentemente, o sin deseos auténticos de hacerse cada vez mejores, o sin prepararse y agradecer bien cada comunión, se atreven a acercarse a recibir este magno sacramento.

No les caiga sobre su cabeza la terrible increpación del Apóstol San Pablo: “el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, se come y bebe su propia condenación

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