Sermones de CRISTO REY
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2000. Ciclo B

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

Jn 18, 33b-37 (GEP, 26-11-00)

Lectura del santo Evangelio según san Juan     18, 33b-37
Pilato llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?» Pilato replicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?» Jesús respondió: «Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí» Pilato le dijo: «¿Entonces tú eres rey?» Jesús respondió: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz»

SERMÓN

            Lugar obligado de visita, para quienes aman Francia y pueden viajar allá, es Reims, en el corazón de la Champagne. Por supuesto no solo para visitar las 'caves' de Pommery, de Mumm, de Lanson, de Veuve Clicquot, de Comte de Noiron, sino, principalmente, su espléndida catedral gótica de Notre Dame, edificada a partir del 1211, con su famoso 'ángel de la sonrisa', en el portal lateral norte de la fachada, y sus 1500 metros cuadrados de espléndidos vitrales -incluídos los bellísimos de Marc Chagall en su capilla axial-.

            Es allí donde el cristianismo de occidente, después de Constantino, gesta su particular concepción de la autoridad y de la realeza, toda ella al servicio de Cristo, y no de los puros intereses temporales e inmanentes de los hombres como en los viejos absolutismos.

            Esa concepción sacral de la autoridad explica el que Santa Juana de Arco insistiera al Delfín, quien ya era de hecho rey bajo el nombre de Carlos VII, para que fuera, en 1429, a ser coronado en Reims, en plena zona enemiga durante la Guerra de los Cien Años, y no en París. Y, mientras no lo hizo, continuó llamándolo "gentil Dauphin", "gentil Delfin", y no "rey".

            Es que Reims representaba -y representa-, en la historia francesa, el lugar de su nacimiento como nación. Allí, en el mismo lugar donde se levanta hoy la catedral de Notre Dame, San Remigio -Saint Remi- había bautizado al caudillo de los francos Clodoveo -Clovis- dando inicio al trono de esa nación. Esa nación que, cuando más adelante se transformó en protectora del Papado, aseguró la supervivencia del catolicismo de Occidente. Sin Reims y lo que significó para el mundo difícilmente ninguno de los que estamos hoy aquí seríamos católicos.

            Cuenta la leyenda -en realidad no atestiguada por los documentos contemporáneos- que, cuando San Remigio se disponía a bautizar a Clodoveo, rodeado de una gran multitud, se dio cuenta de que los acólitos no habían traído el crisma necesario para la unción. Fue entonces cuando apareció una paloma blanca llevando en su pico una ampolla de vidrio llena de precioso bálsamo. De esa ampolla saca Remigio el crisma que usa para ungir al nuevo bautizado, Clodoveo.

            Sea lo que fuere del origen de esa ampolla -'la Sainte Ampoule'- desde el siglo IX aparece guardada en la tumba de San Remigio, sobre la que en el siglo XII se construyó la Basílica del mismo nombre, otra joya del temprano gótico, junto a un monasterio benedictino cuyo abad será, desde entonces, el responsable de la custodia del precioso frasco.

            Cuando más adelante los carolingios adoptaron el rito bíblico de la unción que confería a la monarquía su legitimidad divina, quisieron vincularse a la memoria de su primer rey cristiano. Esa es la razón por la cual, a partir de Luis el Pío, en el 816, durante un milenio, los reyes de Francia -32 al menos- fueron consagrados, con el crisma de la Sagrada Ampolla, en Reims.

            Era el abad de San Remigio quien, el día de la consagración real, mientras el futuro rey ya estaba esperando en Notre Dame, traía en solemne procesión la Santa Ampolla. Recibida reverentemente en la puerta de la catedral por el arzobispo era conducida al altar. Allí, en una patena dorada, el mismo arzobispo la abría y, con una aguja de oro, sacaba una pequeña porción de aceite, mezclándolo con crisma consagrado el Jueves Santo. Es con esa mixtura que se ungía al rey.

            Pero antes, éste debía prometer solemnemente: "Prometo, en nombre de Jesucristo, al pueblo cristiano: primeramente, que protegeré con todas mis fuerzas la paz de la Iglesia; ítem, que combatiré las injusticias y las iniquidades en todos sus grados; ítem que en todos mis juicios me dejaré conducir por la equidad y la misericordia, para que Dios clemente y misericordioso a mi también me la dispense; ítem, que en buena fe trabajaré para erradicar de mi reino todos los errores e inmoralidades señalados por la Iglesia." Siguen muchas oraciones más.

            Mediada la ceremonia, el Arzobispo, rodeado de los obispos sufragáneos, inmediatamente antes de la solemne unción, ruega por el rey. Dice el ritual: "que a todos brinde equidad y justicia, a los amigos socorro, obstáculo a los enemigos, a los afligidos consuelo, a los soberbios castigo, a los ricos consejo, a los pobres piedad, amparo a los peregrinos, a los súbditos paz, seguridad a la patria. Aprenda constantemente a ser dueño de si mismo y gobernar a todos con prudencia a fin de que, piadoso y contrito, sea para todos ejemplo de vida y agradable a Ti, y caminando por la senda de la verdad, con el pueblo a él encomendado, adquiera para todos frugales riquezas y reciba todo lo que, por ti concedido, sirva para la salud de las almas y de los cuerpos, y poniendo en ti su mente, su corazón y todo consejo pueda conducir a su pueblo en paz y sabiduría. Que con tu ayuda prospere en esta vida, llegue a feliz ancianidad, y libre de los lazos de todos los vicios por la abundancia de tu misericordia dando fin a la fragilidad de este tiempo obtenga las perpetuas recompensas de la felicidad infinita y la sociedad eterna de los santos. Por Cristo nuestro Señor." Luego el arzobispo procedía a las solemnes unciones. Ya ungido, el rey recibía el cetro del poder en la mano derecha, la vara de la justicia en la izquierda, y la espada, que se le ceñía a la cintura. Finalmente se le imponía la corona, rematada por una cruz.

            Después de la Misa la Santa Ampolla era devuelta en procesión a la Abadía de San Remigio.

            El rey, bajo la reyecía suprema de Cristo, podía comenzar a reinar.

            Si uno sigue cuidadosamente las numerosas plegarias de este ritual particular de los reyes de Francia -como también el que está en el Pontifical Romano y que se usaba, hasta no hace mucho, para coronar al resto de los reyes cristianos-, se puede dar cuenta de lo lejos que está esta concepción de la realeza del poder absoluto que se le suele atribuir y que es propio en cambio de otros sistemas de pensamiento ajenos al cristianismo.

            Era en el paganismo donde los reyes eran considerados divinos, directos hijos de Dios y cuya voluntad hacía ley. Tanto los reyes babilonios, como los fenicios, como los faraones egipcios, como los Incas o los monarcas chinos o japoneses o los emperadores romanos, eran tenidos como hijos del cielo, hijos del sol, ellos mismos porciones de Dios destinadas a gobernar a su pueblo a la manera como el sol -según esas concepciones-, gobernaba a la tierra. De allí las coronas de oro, materia solar en sus mitos, incluso reforzadas por rayos, que llevaban como símbolo de su divinidad. La palabra del monarca era suprema ley. El estaba por encima de cualquier costumbre, de cualquier norma, y tenía sobre sus súbditos poder de vida o muerte. En la medida en que tenía poder efectivo, era el dueño de todo y los súbditos solo administradores temporales de las posesiones de aquel.

            Nada de eso aceptará, a la larga, el pueblo de Israel y, mucho menos, el cristianismo. En el universo no hay nada de divino -dice la Escritura-. Tanto el cielo como la tierra son creaturas de Dios. El sol es un astro puesto para iluminar al hombre, "una lámpara", dice burlonamente el Génesis, y ningún hombre es hijo de Dios por naturaleza, ni siquiera los reyes: solo, todos por igual, lejanas 'imágenes y semejanzas de Dios'.

            Y cuando en la historia de Israel circunstancias políticas hacen necesaria la monarquía, queda claro que ella solo tiene sentido en cuanto esta dirección única sirve a la justicia y a las necesidades del pueblo. El rey no estará nunca en Israel por encima de la ley. La ley, la Torah, especialmente el Decálogo, también han de encontrar sumisión en el corazón de aquel. Es bueno leer a los grandes profetas, Oseas, Isaías, Amós, para encontrarse constantemente con esta prédica igualitaria, y la denuncia, libérrima y sin ningún temor, a los reyes que se apartan de las directivas de Dios. Dios es el único verdadero rey y señor. Y cuando Dios se hace hombre en Jesucristo y por lo tanto puede reclamar todo su divino poder sobre la tierra, lo hace a la manera como siempre ha gobernado Dios al ser humano: respetando su libertad, solicitándolo por medio del amor, convenciéndolo a fuerza de ternura, guiándolo mediante sus consejos y mandamientos, ayudándolo con su gracia.

            Es verdad que Cristo reivindicará al fin de los tiempos su supremo dominio sobre la creación, pero, mientras tanto, él mismo, en su humanidad, lo ejerce sometiéndose a la voluntad del Padre, recibiendo de él su soberanía y ajustándose a su querer. Reino del Dios amor que lleva al extremo el servicio de la autoridad en la suprema entrega al bien de los suyos en el holocausto de la cruz. Allí, en la cruz, se da la perfecta coincidencia entre el reinar y el servir.

            Es por eso que el cristianismo es perseguido por las autoridades paganas. El emperador romano, que se creía de condición divina, los reyes orientales que afirmaban ser hijos de Dios, de la estirpe del cielo o del sol, no podían admitir que solo Jesucristo era el verdadero hijo de Dios, que todos los hombres eran igualmente criaturas, que no había nada de divino en la autoridad, y que todos debían someterse a la ley de Dios y a los preceptos de Jesús. La famosa frase de San Pedro, "hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" era un principio de libertad que ningún régimen autoritario podía ni puede tolerar. De allí las persecuciones que siempre ha sufrido la Iglesia en los regímenes despóticos.

            Las monarquías cristianas de occidente fueron la manera de encaminar a los pueblos bárbaros, que poco a poco iban invadiendo el tambaleante imperio romano, al respeto de la ley y la defensa de los débiles. La prepotencia del más fuerte, propia de los caudillos visigodos, alanos, vándalos, francos, suevos, galos, alamanes, fueron siendo lentamente rectificadas por la doctrina de la Iglesia. Las ceremonias de la coronación eran una renovada pedagogía de lo que debía ser la autoridad cristiana al servicio de Dios y de su pueblo. El que fuera la Iglesia quien consagrara a los reyes, como se consagraban los mismos obispos, bajo la suprema vigilancia de Dios, de su ley, de sus evangelios, y, finalmente, de sus conciencias iluminadas por la verdad -nunca nadie por encima de Dios y de su palabra- era una instancia constante a la humildad en el ejercicio del poder, bajo el ejemplo sumo del crucificado gobierno de Cristo. La unción que simbólicamente venía de lo alto, el signo de la Santa Ampolla en la realeza de Francia, era señal de que el verdadero poder venía de fuera del hombre, se obtenía prestado del cielo y de que los reyes solo podían obtener obediencia de sus gobernados en la medida en que ellos mismos fueran sumisos a las leyes de Dios y fieles al servicio de la justicia, a la protección de los más débiles, a la búsqueda de la paz. Tanto que a veces la misma iglesia dispensó del juramento de sumisión a los súbditos de reyes indignos y defendió siempre la legítima desobediencia -y aún la insumisión en casos extremos- a las leyes injustas, es decir a las falsas leyes. Porque, por supuesto, la expresión de deseo y la pedagogía de Cristo con los cuales la Iglesia trató de impregnar las costumbres bárbaras de los hombres, siempre se encontraron con el pecado. Aunque los hubo en abundancia, no todos los monarcas cristianos fueron santos. De todos modos, desde el catecismo y la escritura, todos los cristianos eran conscientes de su dignidad e igualdad fundamental y de lo que debían y no debían a la autoridad.

            Cuando, a partir del siglo XV, el protestantismo libera a la autoridad política del sometimiento a la Iglesia, vuelve a fundar en occidente los despotismos de los cuales los había liberado la fe católica. Son las monarquías nacidas del protestantismo las que retornan a las doctrinas del poder absoluto de los reyes y de la autoridad.

            El 1560, al ocupar los protestantes hugonotes la catedral de Reims y destruir sus imágenes y profanar la tumba de San Remigio, salvándose la santa ampolla por casualidad, marca el comienzo del retorno a los sistemas autoritarios paganos. La revolución francesa consuma este retorno cuando confisca Notre Dame de Reims y, a semejanza de lo que hacen en Notre Dame de Paris, la convierten en templo a la diosa Razón, es decir al Hombre. El 7 de Octubre de 1793, el convencional Ruhl, ex pastor protestante, ardiente revolucionario, enviado a Reims desde París, entra tempestuosamente en San Remigio, confisca la sagrada ampolla y, haciendo reunir al municipio y al consejo General de la Comuna, en su presencia destroza la ampolla de vidrio contra el suelo. Es todo un símbolo.

            Desde entonces la autoridad suprema será la razón o la sinrazón humana, el arbitrio de los dictadores, de los formadores de opinión, de las modas, del periodismo, de los 'mass media', de las falsas democracias, de los congresos y asambleas, de los poderes del dinero, del voto ignaro de las masas, de los manejos ocultos, de las mafias. Ya no existirá más, por encima de todo y de todos, la ley de Dios, la cruz de Jesús. Ya no vendrá a ungir el mando y el poder el óleo de Cristo, su santo Espíritu. Las costumbres cristianas durante mucho tiempo -y allí donde subsistieron y subsisten aún parcialmente-, harán retardar el proceso de descomposición. El gobierno de Cristo continuará influyendo en muchos corazones nobles y familias cristianas, pero, sin principios y sin la ayuda de la gracia, las sociedades tienden a desflecarse en anarquías o en despotismos: desprotección de los inocentes y los débiles, ley del más fuerte, imperio de la delincuencia de guante blanco o negro, trueque del bien común por la búsqueda de la pura prosperidad material -que no todos alcanzan y tantos obtienen fuera de la ley o, peor, aprovechándose de ella-, libertinaje de las pasiones más nefandas, leyes meramente humanas, falta de respeto a la auténtica libertad, a la propiedad privada, al trabajo honesto, a la disciplina, al matrimonio, a los talentos, a la idoneidad ....

            El mundo contemporáneo ha vuelto al paganismo, sin instancias superiores a la de la mera voluntad del hombre. La ley de Dios se substituye por los derechos del Hombre. Cristo es desconocido como auténtico rey. Es una mera opinión religiosa entre tantas más. La naturaleza, la humanidad, queda otra vez librada al capricho de sus viejos demonios.

            Hoy termina el año litúrgico. Y lo coronamos con esta solemnidad de Cristo Rey. Aunque desconocido, aunque depuesto del corazón de tantos hermanos nuestros, el Señor, que solo se impone en libertad y en amor, continúa siendo Rey y, durante este tiempo previo a lo definitivo, formando a los que tendrán parte en su Reino. Que si ya no es posible aspirar a que Cristo reine en el mundo, en nuestra patria, reine al menos en nuestras familias, en nuestros corazones, para que, después de las vicisitudes de este tiempo, fieles vasallos de su señorío, podamos entrar con todos los nuestros en su perpetuo Reino del cielo.

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