Sermones de CRISTO REY
Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2002. Ciclo A

 

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

(GEP 24-11-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 25, 31-46
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos u otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y vosotros me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba de paso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y me vinisteis a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambrientos, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?" Y el Rey les responderá: "Os aseguro que en la medida que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo". Luego dirá a los de su izquierda: "Alejaos de mí, malditos; id al fuego eterno que fue preparado para el demonio y sus ángeles, porque tuve hambre, y vosotros no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba de paso, y no me alojasteis; desnudo, y no me vestisteis; enfermo y preso, y no me visitasteis". Éstos, a su vez, le preguntarán: "Os aseguro que en la medida que no lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicisteis conmigo". Éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna ».

SERMÓN

            Cuando Luis XVI convocó a los Estados Generales en mayo de 1789, no tenía la menor idea de que las sectas masónicas usurparían tan pronto el manejo de la situación, ni que ya el 14 de Julio de ese mismo año sería tomada la Bastilla y el 4 de agosto se propondría en la asamblea la abolición de los derechos feudales, en lo cual, por cierto, casi todo el mundo sensato estaba de acuerdo. Finalmente la decisión se tomó por impulso del Rey, declarado, por ello, "restaurador de la libertad francesa".

            La fiebre revolucionaria sin embargo seguía avanzando: en la Asamblea giraban los debates en torno a la posibilidad de una monarquía actuando en el marco de una constitución, a la manera inglesa, y controlada por una asamblea nacional. Uno de los puntos en discusión era si el Rey tendría o no derecho al veto. En la sesión del 28 de agosto de ese año los partidarios del poder de veto se ubican a la derecha del presidente de la Asamblea y los otros a la izquierda. Así nace, para la vida política francesa y luego mundial, la separación entre derecha e izquierda. Al final se acordaría al rey un veto suspensivo, es decir que le permitiría demorar una ley, pero no anularla.

            Pero lo que mientras tanto fue gravísimo, como prolegómeno a la elaboración de una nueva constitución, fue la definición de las orientaciones generales de ésta, en una Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano proclamada el 26 de Agosto y que constaba de un preámbulo redactado por Mirabeau y diecisiete artículos. Esta declaración, más que la toma de la Bastilla, será el acta de defunción del antiguo régimen. Entre muchas proposiciones de sentido común ocultaba el veneno de una rebeldía que iba mucho más allá de la de un levantamiento contra un determinado régimen o tipo de gobierno. Precisamente el artículo tercero que rezaba así:

            "El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella". ("Le principe de toute souveraineté réside essentiellement dans la nation; nul corps, nul individu ne peut exercer d'autorité qui n'en émane expressément.)

            Este artículo fue empeorado posteriormente por la Declaración Universal de los Derecho Humanos del 10 de Diciembre de 1948 en su Art.21 § 3: "La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto".

            Desde entonces se cambia radicalmente el principio admitido desde siempre por todas las civilizaciones de que, en última instancia, el poder, la autoridad, emana de Dios.

            Es bueno recordarlo, porque el extravío es tan grande y los medios de comunicación masiva y lavado de cerebros tan poderosos, que aún muchos católicos desconocen esta verdad fundamental.

            Contrariamente a lo que dice la revolución francesa, la autoridad, la soberanía, de ninguna manera viene del pueblo o de la nación. Cuanto mucho el pueblo puede señalar quien ejercerá esa soberanía ‑ya que, estrictamente, nadie la posee por derecho divino‑ pero, como tal, ella viene directamente de Dios y ha de someterse por tanto a la ley eterna, a las leyes naturales, que de ninguna manera puede violar, a pesar ya de Maquiavelo y todos sus émulos revolucionarios. La manera de consensuar quien habrá de detentar la autoridad puede realizarse de diversas maneras: una de las tantas ‑y no ciertamente de las mejores‑ el sufragio universal, pero también puede ser la sucesión dinástica o, como en la Iglesia, la coaptación de la aristocracia cardenalicia con el subsiguiente nombramiento de autoridades subordinadas, o el sistema de las empresas eficientes o de los ejércitos o de la universidades con sus consejos académicos. La historia de la humanidad muestra cientos de formas de gobierno posibles. Como por ejemplo, también, para mal de nuestros pecados, el gobierno 'de facto' actual a quien nadie votó, pero que está admitido por el consenso implícito de la mayoría de la nación. U, otro ejemplo, los gobiernos revolucionarios que surgieron en América contra los legales de la Corona Española, o los de tantos golpes que se han hecho en la historia universal con la anuencia de la nación ‑que no siempre se identifica con las masas ni con las sumas de los individuos‑. Al fin y al cabo la célula básica de la sociedad no es el individuo sino la familia.

            En fin, pensar que el voto es la única fuente de legitimidad -como incluso se ha escuchado decir por allí a algún clérigo de alto rango - y la democracia partitocrática el único sistema legítimo de gobierno, es disparate mayúsculo y tanto menos cuando el voto es manipulado e instrumentado por grupúsculos que de él usufructúan y que lo utilizan en beneficio de su propio estamento y, peor, para violar las más elementales leyes de la justicia y de la ley de Dios. Tampoco las constituciones y las leyes valen nada si no están de acuerdo con la ley divina encriptada en la realidad de las cosas.

            Así pues quede claro, aunque a alguien pueda no gustarle, que aun cuando la designación de quienes han de asumir la soberanía, el gobierno, pueda hacerse de muy diversas formas -una de las tantas, la elección‑, es doctrina católica y de sentido común que su autoridad procede, como de fuente natural y necesaria, no del pueblo mismo ni de ningún otro origen, sino del mismísimo Dios. Por eso el que la ejerce ha de saber que nada puede hacer legítimamente en contra del querer divino y las leyes inscriptas en la criatura -ya sea físicas, químicas, biológicas, psicológicas, económicas o morales‑.

            Por supuesto que la dinámica misma de la revolución francesa hizo que ya en el 1790 fueran abolidas todas las ordenes religiosas, se intentara obligar a los sacerdotes a jurar una espuria constitución y la Constitución Civil del Clero, se confiscaran todos los bienes eclesiásticos y, finalmente, tras decenas de miles de mártires, laicos y sacerdotes, se instaurara hacia 1793, con cierres de iglesias y supresión de parroquias y mascaradas antirreligiosas, la "religión del hombre", colocando en todas las catedrales de Francia, en lugar de la imagen de la Santísima Virgen, una estatua a la diosa razón. Todo seguido del gran Terror del 94.

            En realidad el terror había comenzado ya, luego de la batalla de Valmy, en 1792, época de la Comuna y de la elección de la Convención, que sesiona por primera vez el 21 de Septiembre de ese año. Otra vez, a la derecha, se sientan los girondinos -en realidad falsa 'derecha': revolucionarios burgueses que, empero, se moderan por temor a la lesión a sus derechos de propiedad‑, a la izquierda, en los escaños más altos, quienes se llamarán, por eso, los Montañeses (les montagnards), liderados por Robespierre, Marat, Danton, Saint Just, casi todos parisinos, capitalinos Y, en el centro, una cantidad de diputados fluctuantes de las provincias. No solo deciden en su primera sesión abolir la monarquía y fechar sus actas como Año I de la República Francesa, sino que el 14 de Enero de 1793 votan por 387 votos ‑toda la izquierda‑ contra 360, el asesinato del Rey, quien morirá santamente el 21 de Enero a las 10 de la mañana, en la Place de la Concorde, en donde hoy se levanta la estatua de Brest, frente al hôtel de Crillon.

            Pero, en fin, ya la izquierda, ‑no solo en nuestro evangelio de hoy: izquierda a donde el Rey Jesucristo envía a todos los réprobos‑, desde la más remota antigüedad, gozaba de pésima reputación. No por nada la palabra 'siniestro', sinónimo de 'izquierda' tiene ese matiz terrorífico que todos le damos. En tradiciones judías el Ángel a la derecha del trono anotaba las buenas obras; mientras el de la izquierda apuntaba los hechos perversos. Ya en la República de Platón los malos se van a la izquierda, mientras los buenos, arriba, por la derecha. Los romanos eran capaces de postergar una batalla si en su camino se cruzaba hacia la izquierda un ave agorera; siniestro presagio. En Virgilio el camino de la derecha conduce a los Campos Elíseos, el de la izquierda al Tártaro. Nuestro Señor se sienta a la derecha del Padre. Todavía hoy, en algunas regiones africanas, se considera a los pobres zurdos como poseídos por demonios. Lo cual no parece lejos de ser verdad en los zurdos de nuestros días ‑no los de la mano‑ capaces de pisotear y mancillar todo lo santo, lo humano, lo noble que existe aún en la sociedad y fomentar todo lo nefando y lo contra natura.

            El asunto es que, en nuestro evangelio de hoy ‑uno de los pasajes cristológicos más densos de Mateo‑ a Cristo se lo presenta como el Rey del universo. Más: en el papel que el judaísmo asignaba a Dios como supremo juez de todos los pueblos. Es por eso que la Iglesia, mucho más allá del papel que la filosofía asigna a Dios en el gobierno del mundo, ha sostenido siempre que es del Señor Jesús de quien proviene toda legítima autoridad y soberanía Si estas verdades hoy no se predican por humana prudencia, las cosas no dejan de ser objetivamente así; y si bien es posible que haya autoridades legítimas que, por ignorancia, no reconozcan explícitamente la autoridad de Nuestro Señor y lo mismo la autoridad les viene de Éste, no puede haber de ninguna manera una autoridad seguramente legítima ‑aunque a veces haya que soportarla para evitar males mayores‑ si explícitamente se enfrenta con Cristo el Señor. Vale la pena, el que tenga ganas, leer la encíclica "Quas primas" del Papa Pío XI sobre la realeza de Cristo.

            Piensen Vds. que el evangelio que hemos escuchado hoy no se redacta después de Constantino o en el medioevo cuando la autoridad de Jesucristo, al menos teóricamente, era reconocida por toda la cristiandad, sino en los comienzos modestísimos de la predicación evangélica: iglesia pobre y sin poder alguno ni de número ni de fortuna, en medio del imperio más poderoso del mundo conocido: la Roma pagana. ¡Qué coraje, qué agallas las de Mateo, para, en esa situación, proclamar a los cuatro vientos la realeza de nuestro Señor Jesús! Así les vinieron encima a los cristianos las persecuciones, no solo de las autoridades judías, sino de las romanas, que pensaban que eso podía lesionar su soberanía. Como hoy las persecuciones larvadas o sangrientas de las pseudodemocracias y de las religiones del hombre que se niegan a admitir a Dios y a su Cristo.

            Pero Mateo es todavía más perentorio y exigente: no solo es el Señor Jesús el Rey de los hombres, sino que el juicio sobre las naciones se referirá a las actitudes que éstas hayan tenido de aceptación o de rechazo a sus seguidores.

            Se suele leer la parábola como si fuera una especie de moral social en donde todos tenemos que ayudar a los diversos tipos de necesitados. Que tenemos que ayudarlos en caridad eso surge de todo el evangelio, pero no precisamente de esta parábola. Mateo da a ésta un sentido teológico mucho más profundo. Hablar en el nuevo testamento de las "naciones" es referirse a los pueblos aún no evangelizados, los gentiles ‑así les llamaban los judíos‑. Y aquellos a los que Jesús llama sus "hermanos" -sus "pequeños hermanos"‑ son precisamente los cristianos, en aquella época todos testigos y predicadores del evangelio y, por eso, muchas veces presos, enfermos, cansados, sin lugar donde alojarse, hambrientos, sedientos, sin ropa... El juicio de Cristo ‑dice Mateo‑ recaerá sobre los gentiles, sobre las naciones, en la medida en que prestaron su oído y su fe a los predicadores, a los testigos cristianos y se convirtieron, en concreto ayudándolos en sus necesidades, o, al contrario, los rechazaron, desconociéndolos como representantes de Cristo. Unos irán a su derecha, los otros a su izquierda. La parábola no es un llamado a una moral universal y ecuménica o humanista, sino una ampliación más circunstanciada, y ubicada históricamente en esa época difícil, de la frase de Cristo: "al que a vosotros escucha a mi me escucha; el que a vosotros rechaza a mi me rechaza".

            Es esa aceptación de la palabra de Dios, de Cristo Rey, en su Iglesia, en sus testigos y mártires, en sus santos y magisterio, la que hace a las naciones y a los hombres "justos", cristianos y, finalmente, ciudadanos definitivos del Reino.

            Por eso ninguna utopía masónica, ningún gobierno mundial, ninguna Declaración Universal de los Derechos Humanos, ninguna elección ni constitución que no reconozca la suprema soberanía de Cristo Rey, podrán llevar verdadera salud, orden temporal, paz, edificación del bien común, a las sociedades, y solo serán semilleros de males y perversiones cada vez mayores, aunque aquí y allá puedan obtener éxitos humanos parciales y todavía permitan dejar al cristianismo algún espacio de subsistencia. Mucho menos podrán encaminar a las naciones a la eterna salvación, al Reino, donde para siempre flameará invicto el estandarte cruciforme de Nuestro Señor el Rey, Su Majestad divina Jesús, de la dinastía de David, y el de Nuestra Señora, la Reina, nuestra Dama.

            Así pues termina con este domingo nuestro año litúrgico. Así terminará también nuestra historia y la historia del mundo.

            ¡Viva Cristo Rey!

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